viernes, 26 de septiembre de 2008

¿Quién soy yo?

De improviso me encontré envuelto en una nube de color semejante al de las llamas. Por un instante pensé en un incendio, en una inmensa conflagración en algún lugar inmediato a aquella gran ciudad; al momento siguiente comprendí que el fuego estaba dentro de mi. Entonces me inundó un sentimiento de júbilo. Un inmenso regocijo acompañado o seguido inmediatamente por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas. No llegué simplemente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que es -por el contrario- una presencia viviente: tomé conciencia de que la poseía ya entonces; vi que todos los hombres son inmortales; que el orden cósmico es tal que sin la menor duda todas las cosas colaboran para el bien de todas v cada una de ellas; que el principio fundamental del mundo, de todos los mundos, es lo que llamamos amor, y que felicidad de todos y, de cada uno es, a la larga, absolutamente segura”.
(Cita de R. M. Bucke)


Que magníficas visiones. Cometeríamos seguramente un grave error si llegáramos a la apresurada conclusión de que tales experiencias son alucinaciones, ya que en su definitiva revelación nada hay de la angustia torturada de las visiones sicóticas.

William James, el padre de los sicólogos norteamericanos, insistió una y otra vez en que, “nuestra conciencia normal de vigilia no es más que un tipo especial de conciencia, en tanto que en derredor de ella, y separada por la más tenue de las pantallas, se extienden formas de conciencia totalmente diferentes”. Es como si nuestra percepción habitual de la realidad no fuera más que una isla insignificante, rodeada por un vasto océano de conciencia, insospechado y sin cartografiar, cuyas olas se estrellan continuamente contra los arrecifes que ha erigido nuestra percepción cotidiana... hasta que, espontáneamente, las rompen e inundan esa isla con el conocimiento, de un nuevo mundo de conciencia, tan vasto como inexplorado, pero intensamente real.

El aspecto más fascinante de esas sobrecogedoras vivencias de iluminación, es que el individuo llega a sentir, mas allá de cualquier sombra de duda, que fundamentalmente él es uno con todo el universo, con todos los mundos, superiores o inferiores. Su sentimiento de identidad se expande mucho más allá de los estrechos confines de su mente y su cuerpo, hasta abarcar la totalidad del cosmos. Por esta razón, precisamente, R.M. Bucke denominaba “conciencia cósmica” a esta modalidad de percepción. El musulmán lo llama la “Identidad Suprema”, porque es una identidad con el Todo. En general, nos referimos a ella valiéndonos de la expresión “conciencia de la unidad”: un abrazo de amor con la totalidad del universo.

Abundan las pruebas de que este tipo de experiencia o conocimiento es el núcleo central de toda religión importante.

Esta modalidad de la percepción, esta unidad de la conciencia o identidad suprema, constituye la naturaleza y condición de todos los seres sensibles: pero paulatinamente vamos limitando nuestro mundo y nos apartamos de nuestra verdadera naturaleza al establecer fronteras.

La incógnita de quiénes somos probablemente ha atormentado a la humanidad desde el amanecer de la civilización y hoy sigue siendo uno de los interrogantes humanos más perturbadores. Pero, en vez de examinar la multitud de respuestas posibles a esta pregunta, echemos una mirada a un proceso muy específico y básico que se da cuando una persona se formula los interrogantes: ¿quién soy?, ¿en qué consiste mi verdadero ser y mi identidad fundamental? y se responde a si mismo.

Hay un proceso básico que subyace en todo el procedimiento para establecer una identidad. Cuando uno responde a la pregunta ¿quién soy yo?, sucede algo muy simple. Lo que en realidad está haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su totalidad el campo de la experiencia y a todo lo que queda dentro de ese límite lo percibe como “yo” o lo llama así, mientras siente que todo lo que está por fuera del límite queda excluido del “yo mismo”. En otras palabras, nuestra identidad depende totalmente del lugar donde tracemos la línea limítrofe.

Lo que solemos llamar crisis de identidad se produce cuando uno no puede decidir cómo ni dónde trazar la línea. En pocas palabras, preguntar: ¿quién eres? Significa preguntar: ¿dónde trazar la frontera?

Lo más interesante de esta línea divisoria es que puede desplazarse y con frecuencia se desplaza. Su trazado puede rectificarse. En cierto sentido, la persona puede volver a cartografiar su yo y tal vez encuentre territorios que jamás habría creído posibles y ni siquiera deseables. Tal como hemos visto, las formas más radicales de rehacer el mapa o de cambiar de lugar la línea limítrofe se dan en las experiencias de la identidad suprema, en las que la persona expande el límite de su propia identidad hasta incluir la totalidad del universo. Hasta podríamos decir que pierde completamente la línea limítrofe, porque cuando está identificada con el “todo único y armonioso”, ya no hay dentro ni fuera y por lo tanto no hay dónde trazar la línea.

La frontera más común que trazan los individuos es la de la piel, que envuelve la totalidad del organismo. Aparentemente, se trata de una demarcación entre lo que uno es y lo que no es que goza de universal aceptación. Todo lo que está dentro de la piel es, en algún sentido, “yo”, mientras que todo lo que está fuera de ese límite es “no-yo”. Algo que esté fuera del límite de la piel puede ser “mío” pero no es “yo”. Por ejemplo, reconozco “mi” coche, “mi” trabajo, “mi” casa, “mi” familia, pero desde luego nada de eso es directamente “yo” de la misma manera que lo son todas las cosas que están dentro de mi piel. El límite de la piel, es, una de las fronteras más básicamente aceptadas entre lo que uno es y lo que no es.

La mayoría de las personas, aunque reconozcan y acepten como un hecho que la piel es un límite entre lo que uno es y lo que no es, trazan otra demarcación, para ellas más significativo, en el interior mismo del organismo.

Si al lector le parece rara la idea de una línea limítrofe en el interior del organismo, permítame que le pregunte: ¿siente que usted es un cuerpo, o siente que tiene un cuerpo?. La mayoría de lo individuos sienten que tienen un cuerpo, como si fueran dueños o propietarios tal como pueden serlo de un coche, una casa o cualquier otro objeto. En estas circunstancias, parece como si el cuerpo no fuera tanto “yo” como “mío”, y lo que es “mío” por definición, se encuentra fuera del límite entre lo que uno es y lo que no es.

Biológicamente, no hay el menor fundamento para esta disociación o escisión entre la mente y el cuerpo, la psique y el soma. La escisión mente-cuerpo y el consiguiente dualismo es, no obstante, un punto de vista fundamental de la civilización occidental.

La frontera se traza entre la mente y el cuerpo, y la persona se identifica sin más ni más con la primera. Incluso llega a tener la sensación de que vive en su cabeza, dando órdenes a su cuerpo, que a su vez puede obedecer o no.

En pocas palabras, lo que el individuo siente como su propia identidad no abarca directamente el organismo como un todo, sino solamente una faceta del organismo, a saber, el ego. El individuo se identifica con una imagen mental de si mismo, más o menos precisa, y con los procesos intelectuales y emocionales que van asociados a dicha imagen. Siente, pues, que es un yo y que por debajo de el cuelgan su cuerpo. Vemos aquí otro tipo importante de línea limítrofe, el cual establece que la identidad de la persona se da principalmente con el ego, con la imagen de si mismo.

Por diversas razones, es posible que el individuo se niegue incluso a admitir que algunas facetas de su propia psique son suyas. En lenguaje sicológico se dice que las aliena, las reprime, las escinde o las proyecta. En definitiva, se trata de que reduce el límite entre lo que él es y lo que no es de manera que sólo da cabida a ciertas partes de sus tendencias yoicas. Como el individuo se identifica solamente con facetas de su psique, siente que lo que resta de ella “no es él”, es territorio extranjero, extraño y peligroso. Y vuelve a trazar el mapa de su “yo” de manera que niegue y excluya de la conciencia los aspectos de si mismo que no acepta. Evidentemente tenemos aquí otro tipo general, e importante, de línea limítrofe.

No tratamos de decidir cuál de estos tipos de mapas de uno mismo está “bien”, es “correcto” o “verdadero”. Simplemente vamos tomando nota, de manera imparcial, de que existen varios tipos principales de líneas limítrofes entre lo que uno es y lo que uno no es.

Dado que estudiamos el tema sin ninguna intención valorativa, podemos mencionar al menos otro tipo de línea limítrofe y que es la asociada con los llamados fenómenos transpersonales.

El término “transpersonal” significa que es está produciendo en el individuo alguna clase de proceso que, en cierto sentido, va más allá del individuo. El ejemplo más sencillo lo constituyen los casos de percepción extrasensorial, o ESP, de la cual los sicólogos reconocen varias formas: telepatía, clarividencia, precognición y retrocognición. También podríamos incluir las experiencias extracorporales, las de un yo transpersonal –testigo-, las experiencias de conciencia cósmica, etc. Lo que todos estos hechos tienen en común es una expansión del límite entre lo que uno es y lo que uno no es, que llega a trascender la frontera del organismo constituido por la piel. Aunque las experiencias o vivencias transpersonales son, hasta cierto punto, similares a la conciencia de la unidad, es menester no confundirlas. En la conciencia de la unidad, la identidad de la persona es identidad con el Todo, absolutamente con todas las cosas. En las vivencias transpersonales, la identidad de la persona no llega a expandirse hasta la Totalidad, pero si se expande, o al menos se extiende, más allá del límite orgánico de la piel. Aunque no se identifique con el Todo, tampoco su identidad se mantiene confinada exclusivamente al organismo. Al margen de la consideración que merezcan las experiencias transpersonales, las pruebas de que existen al menos algunas de sus formas son abrumadoras, por lo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que estos fenómenos representan una clase más de líneas limítrofes del yo.

Lo que importa de este análisis de los límites entre lo que uno es y lo que uno no es, estriba en que el individuo no solamente tiene acceso a uno, sino a muchos niveles de identidad. Tales niveles de identidad no son postulados teóricos, sino realidades observables, que cada uno puede verificar por si mismo y en si mismo. Por lo que respecta a estos diferentes niveles, es casi como si ese fenómeno familiar pero, en última instancia, misterioso, que llamamos conciencia, fuera un espectro, una especie de arco iris compuesto por numerosas bandas o niveles de identidad.

Es evidente que cada nivel sucesivo del espectro representa un tipo de estrechamiento o de restricción de lo que el individuo siente que es “el mismo”, su verdadera identidad, su respuesta a la pregunta: ¿quién eres?.

En la base del espectro, la persona siente que es una con el universo, que su verdadero yo no es solamente su organismo, sino la totalidad de la creación. En el nivel siguiente del espectro (ascendiendo por el), el individuo siente que no es uno con el Todo, sino más bien uno con la totalidad de su organismo. Su sentimiento de identidad se ha desplazado y reducido, desde la totalidad del universo a una faceta de éste, a saber, su propio organismo. En el nivel siguiente, la identidad vuelve a estrecharse, porque ahora el individuo se identifica principalmente con su ego, que no es más que una faceta de la totalidad del organismos. Y llegado al nivel final del espectro, puede incluso reducir su identidad a facetas de su mente, alineando y reprimiendo la sombra, es decir, los aspectos no aceptados de su psique. Entonces se identifica solamente con una parte de la psique, que es lo que llamamos la persona (máscara).

Los diferentes niveles del espectro representan no solo diferencias en la identidad, por más importante que esto sea, sino también en aquellas características que directa o indirectamente estén ligadas con la identidad. Pensemos, por ejemplo, en un problema corriente: el “conflicto consigo mismo”. Puesto que hay diferentes niveles de conflicto del yo, es obvio que también hay diferentes niveles de conflicto consigo mismo. La razón estriba en que, en cada nivel del espectro, la línea limítrofe de lo que es la identidad de una persona se traza de diferente manera, pero, como bien saben los expertos en temas militares, una línea limítrofe es también una línea de batalla en potencia, ya que delimita los territorios de dos campos potencialmente en pugna. Así, por ejemplo, una persona que esté en el nivel medio ambiente, pues esté se le parece como extranjero, externo y, por consiguiente, como una amenaza para su vida y su bienestar. Una persona que está en el nivel del ego, no solo encuentra que su medio es territorio extranjero sino que lo es también su propio cuerpo, lo cual significa que la naturaleza de sus conflictos y perturbaciones es diferente en sumo grado. Una persona así ha desplazado la línea limítrofe de “lo que uno es” y, por consiguiente, ha desplazado la línea de batalla de sus conflictos y sus guerras personales. En este caso, su cuerpo se ha pasado al enemigo.

Esta línea de batalla puede adquirir una gran importancia en el nivel de la persona (máscara), porque aquí el individuo ha trazado la línea limítrofe entre facetas de su propia psique, de modo que la línea de batalla se encuentra ahora entre el individuo en cuanto persona y su medio, pero también su cuerpo y ciertos aspectos de su propia mente.

Lo que aquí importa es que cuando un individuo dibuja los límites de su alma, establece al mismo tiempo las batallas de su alma. Cada nivel ve diferentes procesos del universo como extraños a él; y puesto que, como en cierta ocasión señaló Freud todo extraño parece un enemigo, cada nivel está potencialmente comprometido en diferentes conflictos con diversos enemigos. Dicho en la jerga sicológica, los diferentes “síntomas” se originan en distintos niveles.

En la actualidad hay un interés increíblemente amplio, y que no deja de crecer, en toda clase de escuelas y técnicas que se ocupan de los diversos aspectos de la conciencia. Mucha gente recurre a la sicoterapia, el análisis junguiano, el misticismo, la sicosíntesis, el zen, el análisis transaccional, el rolfing, el hinduismo, la bioenergética. Etc. Lo que tienen en común estas escuelas es que, de una manera u otra, todas intentan efectuar cambios en la conciencia de una persona. Pero ahí acaba la similitud.

El individuo sinceramente interesado en aumentar y enriquecer su conocimiento de si mismo, se encuentra con una variedad tan asombrosa de sistemas sicológicos y religiosos que apenas si sabe por dónde comenzar o a quién creer. Incluso si estudia cuidadosamente todas las escuelas importantes de sicología o de religión, lo más probable es que termine tan confundido como cuando empezó, porque estas diversas escuelas, tomadas en conjunto, indiscutiblemente se contradicen entre si.

¿Apuntan todas ellas al mismo nivel de la conciencia de la persona? ¿No podría ser que estos enfoques tan diferentes, lejos de estar en conflicto o de ser contradictorios, reflejan realmente diferencias muy concretas en los diversos niveles del espectro de la conciencia? ¿No sería posible que esos diferentes enfoques sean, todos ellos, más o menos correctos cuando se emplean en su propio nivel principal?

Si así fuera estaríamos en condiciones de introducir considerable orden y coherencia en un campo que, de otra manera, es de una complejidad enloquecedora. Entonces se pondría de manifiesto que todas estas escuelas sicológicas y religiosas diferentes no representan tanto maneras sino que son más bien enfoques complementarios de diferentes niveles del individuo.

De este modo, para no dar más que unos pocos ejemplos muy breves y generales, el objetivo del sicoanálisis y de la mayoría de las formas de terapia convencional, tales como: sicodinámica, análisis transaccional, terapia primal, etc. Es remediar la radical escisión entre los aspectos conscientes e inconscientes de la psique, de modo tal que la persona se ponga en contacto con “la totalidad de su mente”. Estas terapias apuntan a reunificar la persona. En otras palabras, son todas ellas terapias orientadas hacia el nivel del ego, intentan ayudar al individuo que está viviendo como “persona” para que vuelva a cartografías su alma como ego.

La meta de la mayoría de las llamadas terapias humanísticas tales como la bioenergética, la rogeriana, la guestáltica, la logoterapia, el análisis existencia, etc. Es curar la escisión entre el ego y el cuerpo, re-unir la psique y el soma para así revelar el organismo total. Por eso, a la sicología humanista –llamada Tercera Fuerza (si se considera que las dos principales fuerzas, en sicología, son el sicoanálisis y el conductismo)- se le designa también como “movimiento de potencial humano”. Al extender la identidad de la persona desde la mente o ego hasta la totalidad del organismo, se liberan los vastos potenciales del ser total, poniéndolos a disposición del individuo.

Si profundizamos aún más, encontraremos que la meta de disciplinas como el budismo zen, el hinduismo vendanta, el esoterismo, el taoísmo, la meditación transcendental, etc., es curar la escisión entre el organismo total y el medio, para revelar una identidad –una identidad suprema- con el universo entero. En otras palabras, apuntan al nivel de la conciencia de unidad, pero no olvidemos que entre ese nivel y el del organismo total están las bandas transpersonales del espectro. Las terapias que se dirigen a este nivel se interesan profundamente por los procesos que se dan en la persona, pero que son realmente “supraindividuales” o “colectivos” o “transpersonales”. Incluso hay quienes se refieren a un “yo transpersonal”, que si bien no es idéntico al Todo (entonces sería conciencia de unidad), trasciende los límites del organismo individual. Entre las terapias que se dirigen a este nivel se encuentran la sicosíntesis, el análisis junguiano, diversas prácticas preliminares del yoga, las técnicas de meditación trascendental y otras.

Todo esto es, naturalmente, una versión muy simplificada de las cosas, pero señala con eficiencia de qué manera, en general, la mayor parte de las principales escuelas de sicología, sicoterapia y religión no hacen más que dirigirse a los diferentes niveles principales del espectro.

El crecimiento es redistribución, nuevo trazado de zonas y diseño del mapa. Es primero un reconocimiento, y después un enriquecimiento de niveles cada vez más profundos y más vastos de lo que uno es.

Fuentes:

Ken Wilber.
Tomado del Capitulo I del libro "Conciencia sin Fronteras", por K. Wilber.

Extractado por Alberto Merlano A. Marzo 1992

http://www.geocities.com/ludico_pei/ludica.gif
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Ver tambien:

Extractado por Alberto Carvajal de
K. Wilber.- Conciencia sin Fronteras.

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