sábado, 9 de mayo de 2009

Tras las huellas de la religion perenne 2

Hay, en el Universo, lo conocido y el que conoce; en Atmâ, los dos polos están unidos, uno se encuentra inseparablemente en el otro, mientras que en Mâyâ esta unidad se escinde en sujeto y objeto. Según el punto de vista, o según el aspecto, Atmâ es, bien la «Consciencia» absoluta —el «Testigo» universal o el puro «Sujeto»—, bien el «Ser» absoluto, la «Substancia», el «Objeto» puro y trascendente; es conocible como «Realidad», pero es también el «Conocedor» inmanente de todas sus propias posibilidades, primero hipostáticas y después existenciales y existenciadas.

Y esto es, para el hombre, de una importancia decisiva: el conocimiento de lo Total exige por parte del hombre la totalidad del conocer. Exige, más allá de nuestro pensamiento, todo nuestro ser, pues el pensamiento es parte, no todo; y esto es lo que indica la finalidad de toda vida espiritual. El que concibe el Absoluto —o el que cree en Dios— no puede detenerse de jure en este conocimiento, o en esta creencia, realizadas tan sólo por el pensamiento; debe, por el contrario, integrar todo lo que él es en su adhesión a lo Real, como lo exigen precisamente la absolutidad y la infinitud de éste. El hombre debe «convertirse en lo que él es» porque debe «convenirse en lo que es»; «el alma es todo lo que ella conoce», dice Aristóteles.
Por lo demás, el hombre no es sólo un ser pensante, es también un ser queriente, es decir, que la totalidad de la inteligencia implica la libertad de la voluntad. Esta libertad no tendría razón de ser sin un fin prefigurado en el Absoluto; sin el conocimiento de Dios, y de nuestros fines últimos, no sería ni posible ni útil.
El hombre está hecho de pensamiento, de voluntad y de amor: puede pensar lo verdadero o lo falso, puede querer el bien o el mal, y puede amar lo bello o lo feo.

Quizás aquí se impone un matiz, a pesar de su evidencia: se quiere al hombre de bien aun si es feo, pero esto es con toda evidencia a causa de su belleza interior, y ésta es inmortal mientras que la fealdad exterior es pasajera; pero, por otra parte, no hay que perder de vista que la belleza exterior, incluso combinada con una fealdad interior, manifiesta la belleza en sí, y ésta es de naturaleza celestial y no debe ser menospreciada en ninguna de sus manifestaciones. La calumnia de la belleza física por parte de muchos ascetas puede ser útil desde el punto de vista de la debilidad humana, pero no por ello es menos inadecuada e impía desde un punto de vista más profundo.

Ahora bien, el pensamiento de lo verdadero —o el conocimiento de lo real— exige por una parte la voluntad del bien y por otra parte el amor a lo bello, luego a la virtud, pues ésta no es otra cosa que la belleza del alma; por eso los griegos, tan estetas como pensadores, englobaban la virtud en la filosofía. Sin belleza del alma, todo querer es estéril, es mezquino y se cierra a la gracia; y de modo análogo: sin esfuerzo de la voluntad, todo pensamiento espiritual permanece a fin de cuentas superficial e ineficaz y lleva a la pretensión. La virtud coincide con una sensibilidad proporcionada —o conforme— a la Verdad, y por esto el alma del sabio se cierne por encima de las cosas, y, precisamente por ello, por encima de sí misma, si podemos decirlo así; de donde el desinterés, la nobleza y la generosidad de las grandes almas. Con toda evidencia, la conciencia de los principios metafísicos no puede conciliarse con la pequeñez moral, como la ambición y la hipocresía; «sed perfectos como vuestro Padre en el Cielo es perfecto».
Hay algo que el hombre debe saber y pensar; y algo que debe querer y hacer; y algo que debe amar y ser. Debe saber que el Principio supremo es el Ser necesario, el cual, por consiguiente, se basta a sí mismo; que Él es lo que no puede no ser, mientras que el mundo no es sino lo posible, que puede ser o no ser; todas las demás distinciones y apreciaciones derivan de este distingo fundamental. Además, el hombre debe querer lo que lo acerca directa o indirectamente a la suprema Realidad desde los mismos puntos de vista, absteniéndose a la vez de lo que lo aleja de ella; y el principal contenido de este querer es la oración, la respuesta dada a la Divinidad; lo cual incluye la meditación metafísica, así como la concentración mística. Por último, el hombre debe amar «en Dios» lo que manifiesta la Belleza divina y, de modo más general, todo lo que es conforme a la Naturaleza de Dios; debe amar el Bien, es decir, la Norma, en todas sus formas posibles; y como la Norma sobrepasa forzosamente las limitaciones del ego, el hombre debe tender a superar sus propios límites. Hay que amar más la Norma o el Arquetipo que sus reflejos; por consiguiente, más que el ego contingente; y este conocimiento de sí y este amor desinteresado constituyen toda la nobleza del alma.

Fuentes:

Frithjof Schuon
"Tras las huellas de la religion perenne"
Premisas epistemológicas



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