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viernes, 8 de mayo de 2009

Maestros y Guía Interna

Con el tiempo, veremos que aumentará la tendencia a ser guiados subjetivamente de una manera u otra, a medida que la humanidad se va orientando hacia lo subjetivo, percibiendo en forma más definida los reinos del ser interno y acrecentando su tendencia hacia el mundo de los significados. Por esta razón, deseo hacer un análisis relativamente cuidadoso de las posibles fuentes en donde se origina la orientación, para que las personas se den cuenta, por lo menos, que el tema es mucho más vasto y complicado de lo que creen, y que sería inteligente asegurarse del origen de la guía otorgada.

Muchas organizaciones espirituales y religiosas animan a sus miembros a escuchar la guía desde nuestro interior o fuente espiritual. Esta fuente es a veces llamada Dios inmanente, Yo superior, mente superconsciente, divinidad interna, espíritu sagrado, voz del silencio o alma. Existe mucha confusión en relación con este tema, debido a que frecuentemente es difícil diferenciar entre varias fuentes de información interior que pueden contactarse. ¿Qué fuentes podríamos contactar en el intento de ser guiados desde nuestro interior?
No deben olvidar que la ciega e irrazonable sujeción a un guía (como sucede hoy) convierte al hombre, oportunamente en un autómata negativo e impresionable. Si esto prevaleciera universalmente y los métodos actuales se convirtieran en hábitos arraigados, la raza humana perdería todo derecho a su posesión más divina, el libre albedrío.

El hombre está destinado a ser árbitro inteligente de su propio destino y consciente exponente de su innata divinidad, el Dios interno.

En vista de esto no puedo dejar de repetir enfáticamente que:

1. El objetivo de la enseñanza impartida en las verdaderas escuelas esotéricas consiste en poner al hombre en contacto consciente con su alma y no con el Maestro.

2. El Maestro y la Jerarquía de Maestros trabajan únicamente en el plano del alma, como alma y con almas.

3. La respuesta consciente a la impresión y al Plan jerárquicos depende de la reacción sensible que pueda desarrollarse en forma permanente entre el alma del hombre y su cerebro, por conducto de su mente.

4. Debe recordarse los puntos siguientes:

a) Cuando el hombre llega conscientemente a darse cuenta de que es un alma, puede entonces establecer contacto con otras almas.

b) La guía a la cual frecuentemente responden la mayoría de los miembros que pertenecen a las escuelas esotéricas, no es la guía de la Jerarquía sino Su reflejo astral, por lo tanto, responden a una ilusoria y desfigurada presentación, creada por el hombre, de una gran realidad espiritual.

c) Excepcionalmente se evoca la naturaleza mental, y los procedimientos aplicados producen la negatividad y pasividad de las células cerebrales, mientras la mente permanece inactiva y a menudo aletargada. Por lo tanto, la única zona visible de la conciencia es la astral. Así quedan excluidos los mundos de los valores físicos y tangibles y análogamente el mundo mental.

Por lo tanto resultará de real valor estudiar las fuentes de donde provienen la mayoría de las seudo "guias":

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1. La guía o instrucción proveniente de una persona en el plano físico hacia la cual se dirige la persona guiada en busca de ayuda, la mayoría de las veces inconscientemente. Esto constituye, en gran parte, una relación cerebral, de naturaleza eléctrica, establecida mediante contactos conscientes en el plano físico, y facilitada enormemente por el hecho de que el neófito sabe perfectamente lo que su instructor diría en cualquier circunstancia dada.

2. La actitud introvertida de la persona neófita o mística hace surgir a la superficie toda su "vida de deseos" subconsciente, lo cual, debido a su inclinación mística, y probablemente a que aspira a lograr la beatitud y la vida del espíritu, adopta ciertas tendencias de adolescente hacia la actividad religiosa y sus prácticas. Sin embargo, las interpreta como una guía definitivamente externa, y se las explica a sí misma en tal forma que se convierten para ella en la Voz de Dios.

3. La recuperación de antiguas aspiraciones y tendencias espirituales que llegan de una vida o vidas anteriores, lo cual está profundamente oculto en su propia naturaleza, pero que se pueden hacer salir a la superficie mediante el estímulo grupal. El individuo recuerda así, en esta vida, deseos y aptitudes espirituales que hasta entonces no habían aparecido. Cree que son totalmente nuevos y fenoménicos, y los considera como mandatos divinos provenientes de Dios. Sin embargo, siempre han existido (aunque latentes) en la propia naturaleza, y son el resultado de una antigua tendencia a la orientación hacia la divinidad, inherente en todos los miembros de la familia humana. Es el hijo pródigo que, dialogando consigo mismo, exclama: "me levantaré e iré", pasaje que Cristo aclara plena y bellamente en dicha parábola.

4. La guía registrada puede ser, simplemente, sensibilidad a las voces, mandatos y buenas intenciones de gente benévola que está en camino de reencarnar. El actual dilema espiritual de la raza es causa del rápido retorno a la vida del plano físico de muchas almas evolucionadas. Mientras se ciernen sobre la zona limítrofe de la vida externa, esperando el momento de renacer, los seres humanos en encarnación frecuentemente establecen inconsciente y subjetivamente contacto con ellas, especialmente durante la noche, cuando la conciencia está fuera del cuerpo físico. Lo que dicen y enseñan (con frecuencia bueno, por lo general mediocre, y a veces bastante ignorante), es recordado en los momentos que despierta la conciencia, y el neófito lo interpreta como la voz de Dios que lo va guiando.

5. Las guías pueden ser también de naturaleza emocional o astral, resultado de los contactos logrados en el plano astral por el aspirante firme en su aspiración, pero débil en su polarización mental. Abarcan tantas expresiones que no puedo extenderme sobre ellas. Están coloreadas por el espejismo; un sinnúmero de líderes, conductores y organizaciones, todos bien intencionados, extraen su inspiración de estas fuentes. Pero, no contienen una guía divina verdadera ni duradera. Pueden ser inofensivas, afables, bondadosas y bien intencionadas; pueden nutrir la naturaleza emocional, desarrollar la histeria o la aspiración; pueden despertar la ambición de la víctima y conducirla por los desvíos de la ilusión; pero no constituyen la voz de Dios ni la de miembro alguno de la Jerarquía, y son tan divinas como pudiera serlo la voz de cualquier instructor común en el plano físico.
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6. La guía que se ha captado puede ser también el resultado de la sintonización telepática del sujeto con la mente o mentes de otras personas. Esto sucede frecuentemente cuando se trata de personas inteligentes y que están mentalmente enfocadas. Constituye una especie de telepatía directa, pero inconsciente. Por lo tanto, la guía proviene de otras mentes, o de las mentes enfocadas de un grupo de trabajadores con los cuales la persona puede tener afinidad a sabiendas o no. Las guías que así se imparten podrán tenerse en forma consciente o inconsciente, y ser de calidad buena, mala o neutra.

7. Los mundos mental y astral están llenos de formas mentales con las cuales es posible hacer contacto e interpretarlas como guías. Los Guías de la raza humana pueden emplear dichas formas mentales para ayudar y guiar a la humanidad. También pueden ser utilizadas por fuerzas y entidades indeseables. Por lo tanto, dichas formas mentales tienen su utilidad, pero cuando una persona las interpreta como guías divinas, que constituyen una orientación infalible (la cual evoca y exige una aceptación ciega e indiscutible), se convierten en una amenaza para el libre albedrío del alma y no tienen valor alguno.

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8. En consecuencia, la guía es de muchos tipos y puede provenir de personas encarnadas o no, y clasificarse desde lo excelente a lo pésimo. Estas incluyen la ayuda ofrecida por los verdaderos iniciados y adeptos, a través de sus discípulos y aspirantes activos, y las actividades mentales y astrales que desarrollan las personas inteligentes comunes, incluso las egoístas y emocionalmente orientadas. Debe recordarse que el verdadero iniciado o discípulo nunca trata de controlar a una persona ni le indicará, como si impartiera órdenes, la acción que debería emprender. Innumerables personas sintonizan la enseñanza que las mentes entrenadas transmiten a los discípulos, o captan telepáticamente las poderosas formas mentales creadas por los pensadores del mundo o los miembros de la Jerarquía. De allí que haya tantas interpretaciones erróneas y tantos seudo guías. A veces, los seres humanos se apropian de lo que está destinado a un grupo, o de la sugerencia dada por un Maestro a Su discípulo.

9. También dichas guías provienen de la propia y poderosa personalidad integrada del ser humano, que a menudo no la reconoce por lo que es. La ambición, el deseo o los propósitos vanidosos de la personalidad podrán descender del cuerpo mental y plasmarse en el cerebro y, sin embargo, el individuo, en su conciencia cerebral, creerá que le llega desde una fuente externa foránea. Sin embargo, éste ha respondido todo el tiempo a los mandatos e impulsos de su propia personalidad. Esta situación le ocurre frecuentemente a tres tipos de personas:

a. Aquellas cuyo ego o personalidad pertenecen al sexto rayo.

b. Las que están abiertas a los espejismos del plano astral, debido a la sobreestimulación del plexo solar.

c. Las que son susceptibles, por una u otra razón, a la energía pisciana menguante.

10. Como es sabido, la guía puede provenir de la propia alma del individuo, cuando por la práctica de la meditación, la disciplina y el servicio, ha establecido contacto con ella y existe, por consiguiente, un canal directo de comunicación entre el alma y el cerebro, a través de la mente. Cuando dicha comunicación es clara y directa, constituye la verdadera guía divina proveniente de la divinidad interna. Sin embargo, si la mente no se ha desarrollado, ni existe pureza de carácter y la persona no está totalmente libre del control de la personalidad, la comunicación podrá ser distorsionada y mal interpretada. La mente debe aplicar debidamente la verdad o la guía impartida. Cuando se capta correcta y verdaderamente la voz interna divina, sólo entonces la guía es infalible y la voz del Dios interno habla con claridad a Su instrumento, el individuo, en el plano físico.

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11. Cuando esta última forma de guía se haya establecido, estabilizado, fomentado, desarrollado y comprendido, será posible lograr otros tipos de guías espirituales. Para ello, se debe pasar a través de la norma de valores que constituyen el alma misma y someterse. La percepción del alma es parte de la percepción total. El reconocimiento de la percepción del alma acontece en forma gradual y progresiva en lo que respecta al ser humano en el plano físico. Es necesario despertar paulatinamente las células cerebrales y desarrollar una respuesta interpretativa correcta. Por ejemplo, cuando la persona es consciente del Plan de Dios, creerá que un Maestro o un miembro de la Jerarquía le imparte informaciones sobre dicho Plan, y podrá también pensar que el conocimiento le llega por medio del contacto inmediato establecido con una forma mental del Plan. Al obtener e interpretar correctamente este conocimiento, forzosa y sencillamente reconoce aquello que su alma inevitablemente sabe, porque su alma es un aspecto del alma universal y parte integrante de la Jerarquía planetaria.

Fuentes:

Alice A. Baileys
Extractos de "Psicología Esotérica"
Tomo II del Tratado sobre los Siete Rayos



domingo, 21 de diciembre de 2008

Filosofía perenne y Realidad divina

Cuando decimos que el secreto de la felicidad es desear lo que se tiene, damos a entender que la vida corriente es rica y profunda y que es suficiente por sí misma. Anteriormente hemos dicho: "Éste es el presente precioso." Podríamos llamarlo también "sagrado". Desear lo que se tiene es pensar, obrar y sentir como si la vida corriente fuera sagrada. Algunos filósofos pueden afirmar que la vida corriente no es inherentemente sagrada, pero que nosotros la hacemos sagrada al vivirla como tal. Otros pueden afirmar que su carácter sagrado siempre ha estado allí, pero que normalmente lo pasamos por alto. No sé quién tiene la razón. Opino que no importa.

La idea de que la vida corriente es sagrada tiene una historia larga y respetable. La mejor exposición de esta idea y de su historia fue la que hizo Aldous Huxley en su libro "La Filosofía Perenne", cuya primera edición inglesa apareció en 1945. Todavía se publican nuevas ediciones de este libro, que es muy respetado por teólogos y filósofos. Huxley tomó el término "Filosofía Perenne" de Gottfried Leibniz, filósofo y matemático del siglo XVII que observó que, al parecer, en todas las religiones (fuera cual fuese la época y el lugar donde surgieran) se repetían ciertas ideas fundamentales. Huxley describe exhaustivamente los elementos de la Filosofía Perenne y cita a maestros de todas las religiones para poner de manifiesto las semejanzas subyacentes entre sus ideas.

Según Huxley, la Filosofía Perenne tiene tres elementos esenciales. En primer lugar, las cosas corrientes, las vidas corrientes y las mentes corrientes están compuestas de un material divino. En segundo lugar, en el núcleo de cada cosa viva se encuentra un trozo de la Realidad divina. En tercer lugar, la tarea más importante de la persona es descubrir la divinidad de las cosas corrientes, de las vidas corrientes y de las mentes corrientes y descubrir su identidad con la Realidad divina. Huxley indica que la exposición más clara de la Filosofía Perenne fue la que apareció hace 2.500 años en las enseñanzas de Gautama Buda, pero que desde entonces se ha expresado repetidamente en todas las tradiciones religiosas y en todas las lenguas importantes de Europa y de Asia.

La Filosofía perenne contrasta marcadamente con casi todas las ideas religiosas populares contemporáneas. Según la Filosofía Perenne, la Realidad divina no tiene por qué hacer nada. Simplemente, está allí. No necesariamente libra del peligro a un avión o hace que otros se estrellen. No necesariamente creó el universo ni lo sustenta. Según la Filosofía Perenne, la vida después de la muerte es una cuestión sin importancia. La cuestión esencial es si llegaremos alguna vez a estar plenamente vivos antes de morir.

Las personas acostumbradas a la religión popular contemporánea podrían dudar del valor de una religión basada en la Filosofía Perenne. Algunos lectores se preguntarán: "¿De qué sirve un Dios así? ¿De qué sirve un Dios que no hace nada?"

Creo que esta pregunta surge de un mal entendimiento de lo que significa "la Realidad divina", como la llama Huxley. Podría llamarse de muchos otros modos. El Buda habló de "lo Absoluto" o de "lo No Nacido". Podríamos utilizar el término "Ser Supremo". En las escrituras hebreas la deidad se designa con un nombre compuesto únicamente de letras mudas. Y, naturalmente, siempre podemos contar con el nombre tradicional "Dios". Por comodidad y por claridad, me quedaré con el término de Huxley. Seguramente sea propio de la naturaleza humana concebir a la Realidad divina como un ser que de algún modo tiene forma humana y funcionamiento humano, como si la realidad divina fuera un rey o un padre infinitamente poderoso y lleno de amor. En realidad, yo mismo caigo en ello. No es casual que en el

Cristianismo, en el judaísmo y en otras religiones se llame con tanta frecuencia a la Realidad divina "Rey de Reyes", "el Señor" y "Padre nuestro", aparte de los nombres "Madre Divina", "Madre Naturaleza" y otros nombres similares que se aplican a las diosas.

No quiero discutir con las personas que quieren seguir concibiendo de este modo a la Realidad divina, pero debo señalar algunos problemas que puede dar tal concepción. Los buenos padres y los buenos reyes nos protegen e intentan concedernos al menos algunos de nuestros deseos. Cuando nos imaginamos que la realidad divina tiene una naturaleza similar, podemos llegar fácilmente a pasarnos la vida entera esperando que la Realidad divina nos gratifique del mismo modo. Así, el natural impulso religioso humano puede llevarnos a pasar la vida entera preocupados por el deseo de Más y a sufrir en consecuencia.

Pero existen otras maneras de concebir la Realidad divina. Estas otras maneras tienden a fomentar la renuncia más que el deseo. Tienden a movernos a desear lo que tenemos.

La filosofía de desear lo que tenemos se apoya en el supuesto de que en el mundo existe belleza, significado, verdad, amor y misterio en todas las ocasiones y bajo todas las circunstancias, aunque a veces sea difícil percibir estas cosas, o incluso imaginarlas. Si yo no aceptara este supuesto, habría hecho un escrito muy diferente, que podría haber titulado Vencer o morir. La belleza, el significado, la verdad, el amor y el misterio no se limitan a añadir sus respectivas cuotas de bondad a la vida. El todo es mucho mayor que la suma de sus partes. La belleza, más el significado, más la verdad, más el amor, más el misterio, equivalen a algo imponente, sin nombre e inconcebible. A ese algo podríamos llamarlo Realidad divina. Cuando yo me imagino a la Realidad divina, veo la mano derecha de una figura humana inmensa y reluciente. Los dedos de la mano son la belleza, el significado, la verdad, el amor y el misterio. Me imagino que sus otros dedos, sus otros miembros, sus órganos internos y su rostro son fuerzas igualmente importantes, pero que yo no puedo nombrarlas ni concebirlas.

Lo que representa la gran figura reluciente es la Realidad divina tal como la reconoce la Filosofía Perenne. Este concepto de la Realidad divina nos mueve a desear lo que tenemos. Y por eso desear lo que tenemos puede ser mucho más que un método de autoayuda psicológica. Al cabo, desear lo que tenemos es una forma profunda de culto.

A algunos lectores quizás les cueste todavía apreciar el valor de una Realidad divina que no se ocupa de las cuestiones humanas como lo haría un buen rey o un buen padre. Otra manera de abordar el problema es preguntarse: ¿Qué valor tienen una lluvia de estrellas fugaces, una sinfonía, una buena carcajada, una poesía, el canto de un pájaro, un acto de amabilidad desinteresada o la sonrisa de un niño? Estas cosas son valiosas porque, de manera callada y persistente, dan significado a la vida. No todo el mundo percibe el mensaje de una lluvia de estrellas fugaces o de una sinfonía, no todo el mundo es capaz de apreciar los actos de amabilidad desinteresada o las buenas carcajadas. Las personas que son capaces de apreciar estas cosas son benditas. A las que no son capaces de apreciar estas vivencias les valdría la pena aprender a apreciarlas. Si no son capaces de aprender o no lo intentan, tienen encima una maldición cuyo alcance no comprenden.

Según la Filosofía perenne, la Realidad divina debe ser conocida directamente. No es posible explicarla ni describirla. ¿Cómo podríamos describir una carcajada en un mundo en que no se conociera la risa, o una sinfonía en un mundo donde no se hubieran inventado todavía la másica? No obstante, muchas personas intuyen la Realidad divina y albergan la esperanza secreta de conocerla algún día.

Fuentes:

LA PÁGINA DE LA VIDA


lunes, 3 de noviembre de 2008

La Psicología Transpersonal y la Filosofía Perenne, Ken Wilber

Introducción

La psicología se divide en tres grandes escuelas o corrientes.
La primera es la escuela Psicoanalítica surgida a finales del siglo XIX y fundada por el neurólogo vienés Sigmund Freud. Se basa fundamentalmente en el descubrimiento de la mente inconsciente y de la pugna que se establece entre las pulsiones infantiles y las exigencias sociales. De la resolución de esta es que se integra la personalidad. La tesis de Freud se puede sintetizar en la frase: “Infancia es destino” en la que revela el carácter profético que le da a los primeros años de vida.

La segunda escuela es el Conductismo impulsada por el psicólogo estadounidense Frederick Skinner. Esta surge como una postura crítica al psicoanálisis al cuestionar la “solidez” de la evidencia psicoanalítica. El conductismo crea un modelo científico más positivista argumentando que lo único realmente “observable” de la psique era la conducta y su origen residía en las estímulos que la originaban.

Estas dos corrientes se podrían clasificar juntas como teorías deterministas, ya que ambas están basadas en un modelo de causa y efecto, en donde se explican las reacciones humanas como “mecanismos” sin contemplar aspectos como la libertad o la espiritualidad de los seres humanos. Otro rasgo de las teorías deterministas es que al igual que las demás teorías que se generaron dentro de la modernidad, son ateas y por lo mismo no contemplan un para qué de la existencia humana o de lo que le acontecía. En el conductismo el gran objetivo de la existencia es adaptarse sin reparar en la circunstancia en la que esto sucede, y el psicoanálisis contempla en la compulsión a la repetición una especie de condena patológica que no tiene otro sentido que atraparnos en las vivencias infantiles.

La Tercera escuela de psicología es conocida como Humanismo. Esta difiere de las dos anteriores ya que no es creada por un autor que después tiene seguidores o discípulos que continúen con sus investigaciones, si no que alrededor de los años 40’s y 50’s en diferentes lugares surgen personas que llegan a consideraciones similares. Algunas de estas son la preocupación por los aspectos que las teorías deterministas habían dejado fuera como la libertad, la responsabilidad, la espiritualidad y el sentido de la vida. Autores como Jung, Rogers, Fromm, Maslow, Frankl y otros versan sobre la importancia de retomar el estudio del ser humano visto más allá de sus mecanismos. Y contemplando como objeto central de estudio el aspecto esencial de la humanidad.

De aquí es de donde se desprende lo que hoy conocemos como cuarta fuerza de psicología o Psicología Transpersonal. Dedicada fundamentalmente a estudiar el aspecto trascendente del ser humano. Algunos autores como Carl Jung inician como discípulos del psicoanálisis y se topan en sus investigaciones con aspectos que no podían explicar desde este encuadre teórico por lo que se hace necesario ir más allá de los modelos preestablecidos e incursionar en esferas que hasta ese momento pertenecían a otras disciplinas como las religiones o el esoterismo. Otros autores inician con la convicción de que las teorías hasta entonces existente dejaban fuera aspectos fundamentales del ser humano sin los cuales no era posible entender realmente a las personas, así Viktor Frankl insiste en que la vida debe tener un para qué, y ese para qué solo se puede explicar entendiendo que el se humano es colocado en la vida con una misión de la que tendrá que dar cuenta a una instancia creadora en algún momento, incluso después de su muerte.

En un principio a aquellos estudios de aspectos transpersonales se les denominó como Parapsicología, ya que el estudio de estos fenómenos rebasaban lo que la psicología comprendía, sin embargo el surgimiento de una nueva ciencia, la Física Cuántica, vino a traer nueva luz sobre estos fenómenos. La ciencia positivista consideraba que la persona estaba flanqueada por dos límites fundamentales. Uno era el tiempo que tenía dos claras fronteras, una el nacimiento y la otra la muerte. Estas dos enmarcaban lo que era observable científicamente como existencia, antes o después de estos momentos no eran objeto de estudio de ninguna ciencia positivista ya que no era perceptible algo por los métodos reconocidos. El segundo límite de la persona era su piel, desde la función de ser la capa envolvente que establece una frontera entre el interior y el exterior del ser humano, fuera de la piel ya no era la persona, sino el “exterior”, y por lo tanto ajeno al estudio de la psicología. La física cuántica demostró la relatividad del tiempo y la inexistencia de la materia y por lo tanto lo relativo que era nuestra comprensión del ser humano, pero también de la realidad en su conjunto. Con esto se colapso el paradigma de la ciencia experimental positivista y surgió uno nuevo denominado fenomenología. Occidental miro a oriente y encontró en las antiguas cosmovisiones enormes coincidencias con lo que comenzaba a descubrirse con la nueva ciencia.

La Física Cuántica vino a comprobar científicamente lo que las antiguas tradiciones ya sabían, los límites temporales y espaciales del ser humano son ilusorios y por lo tanto la existencia necesariamente también va más allá de estas dimensiones. Con estas revelaciones cobra fuerza la tesis de la psicología transpersonal que contempla al hombre como a un ser que trasciende estas dos dimensiones de la existencia material. Por lo tanto un ser trascendente, que está aquí con un fin superior a la mera existencia en este plano.

La Psicología Transpersonal, también contempla un nuevo método, la fenomenología, basando su estudio en la conciencia.

La diferencia central entre la ciencia positivista y la fenomenología radica en que en la ciencia el camino a la verdad se podría sintetizar en la frase “ver para creer” refiriéndose, evidentemente, a la comprobación indispensable del método científico. Mientras que la fenomenología podríamos representarla en el enunciado inverso: “creer para ver”. Con este tipo de aproximaciones el hombre regresa a lo que la ciencia positivista abandonó, el estudio de la conciencia como instrumento de conocer. Y partiendo de la premisa de que la modificando la conciencia se modifica también el resultado de la observación, por lo que ahora el camino del conocimiento, no es un camino de la observación de los acontecimientos exteriores, si no uno de la modificación de la conciencia con que uno observa esos acontecimientos.

Uno de los autores más representativos de la psicología transpersonal y considerado como una de las mayores autoridades en el estudio de la conciencia, hoy día, es Ken Wilber, quien a través de estratificar los diferentes niveles de conciencia y explicar los límites y alcances de cada uno, nos lleva a la comprensión del papel que cada uno juega en nuestra existencia y nos coloca frente a la posibilidad de trascenderlos para acceder a niveles más elevados de comprensión.

Filosofía Perenne

La filosofia perenne constituye la tesis central de Ken Wilber y representa el legado de la experiencia universal del conjunto de la humanidad, que en todo tiempo y lugar ha llegado a un “acuerdo” sobre ciertas profundas verdades referidas a la condición humana y sobre cómo acceder a lo trascendente.

Wilber observa que existen en la humanidad lo que el denomina “estructuras superficiales” y “estructuras profundas”. Las estructuras superficiales son aquello que es diferente en cada cultura, sociedad o grupo humano, es aquello que cambia. Y las estructuras profundas es aquello que permanece inamovible sin importar la cultura, la época, el lugar, etc. La mente humana posee estructuras superficiales que varían entre las distintas culturas, y estructuras prufundas que permaneces esencialmente idénticas, independientemente de la cultura considerada.

Una de las estructuras profundas en el ámbito de lo mental lo constituye la tendencia del espiritu humano a producir universalmente intuiciones sobre lo divino. Y esas intuiciones cosntitiuyen en eje de las grandes tradiciones espirituales de todo el mundo.

Las estructuras superficiales de las diferentes tradiciones espirituales, son muy diferentes entre si, sin embargo sus estructuras profundas, son idénticas. Y la filosofía perenne es precisamente este conjunto de coincidencias que se ocupan del encuentro humano con lo divino. Porque aquello en que los hindúes, los cristianos, los budistas, los taoístas y los sufies, se hayan en completo acuerdo, suelen referirse a algo profundamente importante, algo que nos habla de verdades universales y de significados últimos, algo que toca la esencia fundamental de la condición humana.

Para Wilber estas condiciones fundamentales que constituyen la herencia espiritual humana se pueden resumir en siete puntos fundamentales:

1.- El espíritu existe

2.- El espíritu está dentro de nosotros

3.- A pesar de ello, la mayor parte de nosotros vivimos en un mundo de ignorancia, separación y dualidad, en un estado de caída ilusorio, y no nos percatamos de ese espíritu interno.

4.- Hay una salida para ese estado de caída, de error, de ilusión; hay un camino que conduce a la liberación

5.- Si seguimos ese camino hasta el final llegaremos a un renaciomiento, a una liberación suprema.

6.- Esa experiencia marca el final de la ignorancia básica y el sufrimiento.

7.- El final del sufrimiento conduce a una acción social amorosa y compasiva hacia todos los seres sensibles.

Además de la suma de estos siete puntos los maestros de la espiritualidad humana comparten también el camino que sugieren para alcanzar esta conciencia: la experiencia directa. Sus afirmaciones no se basan en meras creencias, ideas, teorías o dogmas, sino en la experiencia directa, en la experiencia espiritual Real. Y es esto lo que diferencia a los verdaderos místicos de los religiosos dogmáticos.

La experiencia mística no es algo que se pueda traducir en palabras, sin embargo lo mismo ocurre con la mayor parte de las experiencias, ya sea un amanecer o una sinfonía de Mózart.

A lo largo de décadas, siglos y milenios, los místicos han estado comprobando y refinando las experiencias y creando un record de constancia histórica que haría palidecer incluso a la ciencia moderna.

Las prácticas espirituales y contemplativas utilizadas por los místicos como la oración contemplativa o la meditación, pueden ser muy poderosas, tanto que han logrado prevalecer en la historia de la humanidad y han encontrado eco en las diferentes culturas por diversas que puedan parecer.

Los místicos de piden que no creas absolutamente en nada y te ofrecen un conjunto de experimentos para que los verifiques en tu propia conciencia. El laboratorio del místico es su propia mente, y el experimento es la meditación. Tu mismo puedes verificar y comparar los resultados de tu experiencia con los resultados de otros que también hayan llevado a cabo el mismo experimento.

Wilber afirma que el espíritu está dentro de uno, y que ahí reside todo un universo en nuestro interior. El asombrosos mensaje de los místicos es que en el centro mismo de su ser, cada uno vive la divinidad. Dios no esta dentro ni fuera, ya que el espíritu trasciende toda dualidad, pero uno lo descubre buscando fuertemente adentro. Hasta que ese “adentro” termina convirtiéndose en más allá. Y es el yo individual o el ego lo que impide que tomemos conciencia de nuestra identidad suprema.

Ese “tu”, por el contrario es nuestra esencia más profunda, o si lo preferimos, nuestro aspecto más elevado, la esencia sutil, como lo describe el upanishad, que trasciende nuestro ego mortal, y participa directamente de lo divino. En el judaísmo se le llama en Ruach, el espíritu divino y supraindividualidad que se halla en cada uno de nosotros, y que se diferencia del nefesh, el ego individual.

En el cristianismo por su parte, es el pneuma, el espíritu el esíritu que mora en nosotros y que es de la misma naturaleza que Dios, y no la psique o lama individual que, en el mejor de los casos, solo puede adorar a Dios. Como dijo Coomarawamy, la distinción entre el espíritu inmortal y eterno de una persona y su alma individual y mortal (el ego) constituye un principio fundamental de la filosofía perenne.

Tercer punto, la razón por la que no puedo percibir mi verdadera identidad, mi unión con el espíritu, es porque mi conciencia esta obnubilada y obstruida por alguna actividad; aunque recibe muchos nombres diferentes, es simplemente la actividad de contraer y centrar la conciencia en mi yo individual, en mi ego personal. Mi conciencia no se halla abierta, relajada y centrada en Dios, sino cerrada, contraída y centrada en mi mismo. Y es precisamente la identificación con esa contracción en mi mismo y la consiguiente exclusión de todo lo demás lo que me impide encontrar o descubrir mi identidad anterior, mi verdadera identidad con el Todo. Mi naturaleza individual, “el hombre natural” ha caído y vive en el error, separado y alienado del espíritu y del resto del mundo. Estoy separado y aislado del mundo de ahí afuera, un mundo que percibo como si fuera completamente extraño, ajeno y hostil a mi propio ser. En cuanto a mi propio ser en si, desde luego que no parece ser uno con el Todo, con todo lo que existe, uno con el espíritu infinito, si no que por el contrario, permanece encerrado y aprisionado dentro de las paredes limitadoras de este cuerpo mortal.

A este fenómeno se le conoce como dualismo. Ya que me divido a mi mismo en un “sujeto” separado del mundo de los “objetos” ubicados ahí afuera y a partir de este dualismo original, sigo dividiendo el mundo en todo tipo de opuestos en conflicto: placer y dolor, bien y mal, verdad y mentira, etc. Ya que al trazar una frontera divisoria entre aquello que pretendo separar automáticamente genero una zona de conflicto. Según la filosofía perenne, la conciencia que se haya dominada por el dualismo sujeto-objeto, no puede percibir la realidad tal como es, la realidad en su totalidad, la realidad como identidad suprema. En otras palabras el error es la contracción de uno mismo, la sensación de identidad separada, el ego. El error no descansa en algo que hace el pequeño yo, sino en algo que es. Ese ser contraído, ese sujeto aislado, al no reconocer su verdadera identidad con el Todo experimenta una aguda sensación de carencia, de privación, de fragmentación, En otras palabras: la sensación de estar separado, de ser un individuo separado, de nacimiento al sufrimiento, de nacimiento a la “caída”.

El sufrimiento no es algo que ocurre al estar separado, sino que es algo inherente a esa condición. “Pecado”, “sufrimiento”, y “yo” no son sino diferentes nombres para un mismo proceso que consiste en la contracción y fragmentación de la conciencia. Por eso es imposible rescatar al ego del sufrimiento. Como dijo Gautama el Buda: para poner fin al sufrimiento debes abandonar al pequeño yo o ego; pues ambas cosas nacen y mueren al mismo tiempo. Un místico Ingles del siglo XVIII lo expresa de la siguiente forma: “He aquí la verdad resumida. Todo pecado, toda muerte, toda condenación, y todo infierno no son sino el reino del yo, del ego. Las diversas actividades del narcisismo, del amor propio y del egoísmo que separan el alma de Dios y abocan a la muerte y al infierno eterno”. O las palabras del Sufi Abi l-Khayr:”no hay infierno si no individualidad, no hay paraíso si no altruismo”. Y también encontramos este mismo tipo de declaraciones entre los místicos cristinos, como nos lo demuestra la afirmación de la teología germánica de que “lo único que arde en el infierno es el ego”.

El cuarto principio de la filosofía perenne se refiere a la forma de superar la caída, una forma de superar este estado de cosas, una forma de desatar el nudo de la ilusión y el error básico: Rendirse o morirse a esa sensación de ser una identidad separada. Esta caída se puede revertir instantáneamente comprendiendo, que en realidad, nunca ha tenido lugar, ya que solo existe Dios y, por consiguiente, el yo separado nunca ha sido mas que una ilusión.

En otras palabras el cuarto principio de la filosofía perenne afirma que existe un Camino y que, si lo seguimos hasta el final, terminará conduciéndonos desde el estado de caída hasta el estado de iluminación. Desde el Samsara hasta el Nirvana, desde el Infierno hasta el Cielo.

Existen muy diversos caminos, cada tradición ha generado desde su estructura superficial un Camino particular, pero todos comparten una sola estructura profunda. Y esta se puede dividir en dos grandes posibilidades: una es expandir el ego hasta el infinito y la segunda es reducir el ego a la nada. La primera es una vía de conocimiento, mientras que el segundo es una vía devocional. Un sabio hindú dice: “Yo soy Dios, la verdad universal”. Un devoto, por su parte dice: “Yo no soy nada ¡oh Dios! Tu lo eres Todo”. En ambos casos aparece la sensación de identidad separada”.

El quinto gran principio de la filosofía Perenne es el del Renacimiento o la Iluminación. El pequeño yo debe morir para que dentro de nosotros pueda resucitar el gran Yo. Las distintas tradiciones describen esa muerte y nuevo renacimiento con nombres muy diversos. En el cristianismo Jesús representa la muerte del yo separado y la resurrección constituye el arquetipo de la muerte del yo separado y la resurrección a un destino nuevo y eterno dentro de la corriente de la conciencia. San Agustín lo expresa de la siguiente manera: Dios se hizo hombre para que el hombres se pudiera hacer Dios.

El sexto principio es que al morir el ego y por lo tanto liberarnos de los deseos y apegos, se extingue el sufrimiento. Y no se trata de que después de la iluminación o de la práctica espiritual en general ya no experimentes dolor, angustia, miedo, o daño. Todavía sientes eso. Lo que simplemente ocurre es que esos sentimientos ya no amenazan tu existencia y, por tanto, dejan de constituir un problema para ti.

El séptimo punto nos dice que la verdadera iluminación deriva en una acción social inspirada por la misericordia y la compasión, en un intento de ayudar a todos los seres humanos a alcanzar la liberación suprema. La actividad iluminada no es más que un servicio desinteresado. Como todos somos uno en el mismo Ser, entonces, al servir a los demás estoy sirviendo a mi propio Ser.



jueves, 2 de octubre de 2008

Siempre ya: El transparente resplandor de la conciencia omnipresente.

¿Dónde ubicamos el espíritu?
¿Qué es realmente lo que nos permitimos reconocer como sagrado?
¿Dónde, exactamente, se halla el fundamento del ser?
¿Dónde está lo esencialmente divino?


La gran búsqueda

La comprensión última de las tradiciones no duales es inequívocamente rotunda, lo único que existe es el espíritu, lo único que existe es Dios, lo único que existe es la vacuidad, en todo su maravilloso resplandor. Lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, lo sublime y lo abyecto, son manifestaciones esencialmente perfectas del Espíritu. En ningún lugar existe nada sino Dios, nada sino la Diosa, nada sino el Espíritu y ni el más pequeño grano de arena ni la más minúscula mota de polvo contienen más o menos Espíritu que cualquier otra cosa.

Ésta es la realización que pone fin a la gran búsqueda que se asienta en el corazón de la sensación de identidad separada. En última instancia el yo separado es precisamente la sensación de búsqueda, la experiencia que usted tiene de sí en este mismo instante, la contracción o tensión­, —la sensación de apresar, desear, anhelar, querer, evitar o resistir—, una sensación de esfuerzo o de búsqueda.

En su manifestación más elevada, esta sensación de búsqueda asume la forma de la gran búsqueda del Espíritu. Nosotros queremos pasar de nuestra condición ignorante (un estado de pecado, ilusión o dualidad) a un estado iluminado o espiritual, de un estado supuestamente carente de Espíritu a otro en el que sí se halle presente.

Pero lo cierto es que no hay ningún lugar donde no esté el Espíritu, porque la totalidad del Kosmos se halla completamente saturada de él. En consecuencia, toda la búsqueda, todo movimiento y todo intento de logro es profundamente estéril. La gran búsqueda no hace más que reforzar la creencia errónea de que hay lugares carentes de Espíritu y otros plenos de él y que debemos pasar de los primeros a los segundos. Pero lo cierto es que no hay lugar alguno que carezca de Espíritu, como tampoco existe ningún lugar que esté más impregnado de Espíritu que otro. Repitámoslo, lo único que existe es el Espíritu.

La gran búsqueda del Espíritu es ese impulso, el impulso último que impide la realización presente del Espíritu por la sencilla razón de que presume la pérdida de Dios. La gran búsqueda consolida la creencia errónea de que Dios no se halla presente y, de ese modo, eclipsa por completo la realidad de la omnipresencia de Dios. La gran búsqueda, en su pretensión de amar a Dios, es, de hecho, el mismo mecanismo que nos aleja de él, un mecanismo que promete para mañana lo que sólo existe en el eterno ahora, un mecanismo que nos lleva a anhelar tan fervientemente el futuro como el presente y, con él —resplandeciente sonrisa de Dios— termina escurriéndosenos de entre las manos.

La gran búsqueda es la contracción desprovista de amor que se oculta en el corazón de la sensación de identidad separada, una contracción que alienta el anhelo de un mañana en el que supuestamente llegará la salvación pero, mientras tanto, sigo siendo yo mismo. Cuento mayor es la gran búsqueda, mayor es la negación de Dios y más intensamente puedo experimentar la sensación de búsqueda que es, a fin de cuentas, la que establece los límites de mi yo. La gran búsqueda es, en suma, el principal enemigo de lo que es.

¿Debemos, acaso, poner fin a la gran búsqueda?. Definitivamente sí…. en el caso, por supuesto, de que podamos hacerlo. Pero el hecho es que el mismo esfuerzo de tratar de acabar con la gran búsqueda se convierte en una nueva versión de la gran búsqueda, ya que ese paso supone —y, por tanto, sigue fortaleciendo— la sensación de búsqueda. En realidad el yo-contracción no puede hacer absolutamente nada para acabar con la gran búsqueda, porque el yo-contracción y la gran búsqueda son dos nombre diferentes para referirse a lo mismo.

Si el espíritu no es un producto futuro de la gran búsqueda no nos queda más que una alternativa, el Espíritu debe hallarse plena, total y completamente presente ahora mismo…. Y, en este mismo instante, usted debe ser plena, total y completamente consciente de él.

Pero con ello no quiero decir que el Espíritu se halle presente y que usted no se dé cuenta de Él, porque no exigiría la gran búsqueda, eso requeriría de un mañana en que el Espíritu se hallara completamente presente y esa misma búsqueda nos alejaría de donde siempre estamos. De hecho, seguir buscando supone estar perdido. No, la realización y la conciencia deben hallarse, de algún modo, total y completamente presentes ahora mismo. De no ser así nos veríamos necesariamente abocados a la gran búsqueda y condenados a creer en lo que más anhelamos superar.

Debe haber algo en nuestra conciencia presente que ya sabe toda la verdad. De algún modo, sin importar cuál sea su estado su estado, usted ya tiene todo lo que necesita para estar iluminado; de algún modo usted ya conoce la respuesta. Usted ya percibe ahora mismo el 100% del Espíritu, no el 20%, ni el 50% ni el 99%, sino literalmente el 100% del Espíritu. Y el truco, digámoslo así, consiste en darse cuenta del estado de cosas omnipresentes y no creer en un supuesto estado futuro en el que Espíritu se halle presente.

Ese sencillo reconocimiento del Espíritu ya presente es el quehacer esencial, por sí decirlo, de las grandes tradiciones no duales.

El descubrimiento del Kosmos

Mucha gente cuestiona seriamente el "misticismo" o "trascendentalismo" porque supone que, de algún modo, odia la tierra o desprecia el cuerpo, los sentidos, la vida, etcétera. Pero si bien ese puede ser cierto en algunos casos infaustos, no tiene absolutamente nada que ver con la comprensión esencial de los grandes místicos no duales, desde Plotino y Eckhart, en Occidente, hasta Nagarjuna y la princesa Tsogyal, en Oriente.

De hecho, todos estos sabios sostienen universalmente que la realidad absoluta y el mundo relativo son "no dos" (este es, precisamente, el significado de "no dual"), del mismo modo que un espejo y sus reflejos no están separados o que el océano es uno con las olas que lo componen. Así pues, el "ultra-mundo" del Espíritu y el "intra-mundo" de los fenómenos separados son esencialmente "no dos", y esta no dualidad es la compresión inmediata y directa que tiene lugar en cierto estados meditativos, una percepción muy simple y muy ordinaria —se esté meditando o no— que sólo puede verse con el ojo de la contemplación. En tal caso todo lo que se percibe, tal y como es, ya está impregnado de Espíritu, porque el Espíritu no está separado de nada y el simple canto del petirrojo, tal cual es, revela el esplendor de lo divino. Ésta deviene entonces la sencilla y natural realización constante, a través de todos los cambios de estado, que acaba por liberarnos de la locura básica de ocultarnos de lo real.

¿Por qué entonces, ordinariamente no tenemos esa percepción?.

Todas las grandes tradiciones no duales de sabiduría han dado la misma respuesta a la misma pregunta. No nos damos cuenta de que el Espíritu se halla total y completamente presente aquí mismo y ahora mismo porque nuestra conciencia está atrapada en algún tipo de evitación. No queremos ser la conciencia sin elección del presente, sino que huimos de ella, queremos modificarla, cambiarla, odiarla, amarla, aborrecerla o transformarla, queremos, de algún modo, poder entrar o salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la presencia pura del presente o, dicho de otro modo, poder entrar o salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la presencia pura del presente o, dicho de otro modo, no queremos descansar en la presencia pura sino que queremos estar en otra parte. Y la gran búsqueda es el juego interminable que nos impide darnos cuenta de dónde nos encontramos ya.

La meditación —o la contemplación— no dual relaja profundamente la contracción de la sensación de identidad separada y permite que el yo se expanda en la inmensa amplitud de la totalidad del espacio. Entonces resulta evidente que usted no está "aquí", contemplando un mundo que se halle "ahí", porque todo se convierte en presencia pura y luminosidad espontánea.

Esta realización puede asumir muchas formas, una de las cuales puede perfectamente ser la siguiente. Tal vez esté usted mirando una montaña y se haya relajado en la conciencia sin esfuerzo de su conciencia presente cuando, súbitamente, la montaña deviene todo y usted no es nada. En tal caso la sensación de identidad separada se ha diluido y lo único que existe es lo que aparece instante tras instante. Usted está perfectamente despierto, totalmente consciente, y todo parece completamente normal, con la salvedad de que usted no se halla en ninguna parte. No es que usted se halle de este lado contemplando una montaña que se encuentra fuera de usted, sino que usted, sencillamente es la montaña, el cielo y las nubes; usted es todo lo que aparece instante tras instante, de un modo muy sencillo, muy evidente, tal cual es.

Existen multitud de nombres para ese estado —desde conciencia de unidad hasta sahaj samadhi—, pero lo cierto es que se trata del estado más sencillo y evidente de todos. Además, en el mismo momento en que vislumbramos ese estado que los budistas denominan un solo sabor (porque y la totalidad del universo son un solo sabor o una única experiencia) resulta evidente que en ningún momento encontramos en este estado sino que, por el contrario, se trata de un estado que, en algún sentido profundo y misterioso, ha sido nuestra condición primordial desde tiempo inmemorial, tanto que de hecho jamás hemos abandonado ese estado ni un solo instante.

Ése es el motivo por el cual el zen lo denomina la barrera sin puerta, porque desde este lado de la realización parece que usted tuviera que hacer algo para entrar en ese estado, como si debiera atravesar algún tipo de umbral. Pero el hecho es que usted en ningún momento ha abandonado ese estado, de modo que difícilmente podrá entrar en él. ¡La barrera sin puerta! «Toda forma es vacuidad, tal y como es» significa que todas las cosas, incluyéndole a usted y a mí, son ya perfectas y se hallan del otro lado de la barrera sin puerta.

¿Qué necesidad tenemos, pues —si esto ya es así—, de acometer una práctica espiritual? Porque en realidad cualquier práctica espiritual es una forma de la gran búsqueda y, como tal, está condenada al fracaso. Pero ése es, precisamente, el asunto, porque usted y yo estamos convencidos de que tenemos que hacer algo para realizar el Espíritu, usted y yo creemos que hay lugares en que el Espíritu no se halla (por ejemplo, en nosotros mismos) y nos aprestarnos a corregir esa situación. Así es como se origina la gran búsqueda. Y la meditación no dual, a sabiendas, hace uso de este hecho y nos sumerge en una búsqueda un tanto singular (que el zen denomina «vender agua en el río»).

William Blake dijo que «el loco que insiste en su locura deviene sabio», y eso es precisamente lo que trata de hacer la meditación no dual, tratar de acelerar ese proceso. Si usted cree que carece de Espíritu, zambúllase de cabeza en la locura de tratar de convertirse en el Espíritu, intente descubrir el Espíritu, trate, de establecer contacto con él, trate de alcanzarlo ¡medite, medite, y siga meditando con la intención de alcanzar el Espíritu!

Porque, de hecho, eso es algo imposible. Usted no puede alcanzar el Espíritu por el mismo motivo por el que tampoco puede alcanzar sus pies. Usted ya es Espíritu, siempre lo ha sido y no hay modo alguno de alcanzar lo que ya es. La meditación no dual consiste en el esfuerzo serio de hacer lo imposible, hasta que esté tan exhausto que termine sentándose y se dé cuenta de lo que siempre le ha sostenido.

Pero no se trata de que las tradiciones no duales nieguen los estadios superiores, porque no lo hacen. De hecho, las grandes tradiciones no duales disponen de muchas prácticas que ayudan a los individuos a alcanzar estados concretos de conciencia postformal, pero también subrayan que esos estados alterados que tienen un comienzo y un final en el tiempo no tienen nada que ver con lo atemporal. El verdadero objetivo no consiste en quedarse fascinado con los cambios de estado sino en permanecer en el estado sin estado. Tal condición de no estado es la auténtica naturaleza de éste y de cualquier otro estado imaginable de conciencia, de modo que cualquier estado en que se encuentre es ya perfecto. Y dado que el objetivo final no consiste en cambiar de estado sino en reconocer lo inmutable, en reconocer la vacuidad primordial, cualquier estado en que se halle es ya plenamente perfecto.

No obstante, tradicionalmente, para demostrar su sinceridad usted debe llevar a cabo numerosas prácticas preliminares, entre las que cabe destacar el dominio de diversos estados de conciencia meditativa que le llevan a una adaptación estable post-postconvencional, y todo eso está muy bien. Pero ninguno de esos estados de conciencia es el estado final, definitivo o privilegiado, como tampoco lo es el cambio de estado. Más bien al contrario, puesto que es precisamente entrando y saliendo de esos diversos estados meditativos como empieza usted a comprender que la iluminación no descansa en ninguno de ellos. Todos esos estados tienen un comienzo en el tiempo y, en consecuencia, ninguno es atemporal. La cuestión consiste en comprender que el cambio de estado no es el objetivo final y que la realización puede ocurrir en cualquier estado de conciencia.

La conciencia omnipresente

El reconocimiento primordial de un solo sabor —no la creación sino el reconocimiento de que usted y el Kosmos son Un solo espíritu, un solo sabor, un solo gesto— es el gran regalo de las tradiciones no duales. Y en su forma más simplificada este reconocimiento procede del siguiente modo:

(Lo que ahora sigue son instrucciones que sirven para «apuntar» o señalar directamente a la naturaleza esencial o Espíritu intrínseco de la mente. Tradicionalmente esto implica la repetición deliberada, de modo que si usted lee este material de modo normal tal vez encuentre las repeticiones tediosas y hasta irritantes. Así pues, si quiere trabajar con el resto de esta sección, lea las instrucciones de manera lenta y atenta y sumérjase en las palabras y las repeticiones. También puede trabajar con lo que sigue como un objeto de meditación, leyendo en tal caso uno o dos párrafos a una o dos frases en cada sesión.)

Comenzaremos con la realización de que el yo puro o testigo transpersonal es una conciencia omnipresente, aunque dudemos de su existencia. Supongamos que usted es ahora consciente de este libro, de la habitación en que se encuentra, de una ventana, del cielo o de las nubes... Usted puede sentarse y advertir simplemente que es consciente de todos los objetos que discurren a su alrededor. Las nubes flotan a través del cielo del mismo modo que los pensamientos a través de su mente, y cuando usted se percata de ello, simplemente es consciente sin tener que realizar el menor esfuerzo. Entonces testimonia de manera simple, espontánea y sin esfuerzo todo lo que se halla presente.

Manteniéndome en esa actitud de conciencia testigo puedo darme cuenta de que, al ser consciente de mi cuerpo, yo no soy mi cuerpo. Cuando advierto que soy consciente de mi mente, no me cabe duda de que yo no soy mi mente. Si soy consciente de mi yo, yo no soy mi yo. Yo soy el testigo de mi cuerpo, de mi mente y de mi yo.

Esto es algo realmente fascinante. Yo puedo ver mis pensamientos pero no soy esos pensamientos. Yo soy consciente de las sensaciones corporales, de modo que no soy esas sensaciones. Y, como también puedo ser consciente de mis emociones, no debo ser sólo esas emociones. ¡Yo soy el testigo de todo eso!

Pero ¿qué es ese testigo?. ¿Qué o quién es el testigo de todos esos objetos?. ¿Qué o quién es el que observa el desfile de los pensamientos, de los pensamientos y los objetos?. ¿Qué o quién es el vidente puro, el testigo puro que constituye la esencia misma de todo lo que soy?

Según afirman las tradiciones, la conciencia testigo es el Espíritu, la mente iluminada, la naturaleza esencial de¡ Buda, Dios mismo, en su totalidad.

Así pues, las tradiciones afirman que permanecer en contacto con el Espíritu, Dios o con la mente iluminada no es nada difícil de lograr, porque tal es precisamente su conciencia ordinaria testigo en este mismo instante. Si usted puede ver este libro ya dispone plenamente, en este mismo instante, de esa conciencia.

Un texto muy famoso del dzogchen o budismo maha-ati (una de las principales tradiciones no duales) afirma que «en ocasiones ocurre que algunos meditadores dicen que es difícil reconocer la naturaleza de la mente» (en el dzogchen «la naturaleza de la mente» es la pureza primordial o la vacuidad radical o, dicho de otro modo, el Espíritu no dual). El hecho es que «la naturaleza de la mente» es la conciencia testigo omnipresente, algo que, según afirma el texto, algunos meditadores encuentran difícil de creer. Ellos consideran, por el contrario, que la conciencia omnipresente es difícil o incluso imposible de reconocer y que tienen que trabajar muy duro y meditar durante mucho tiempo antes de alcanzar la mente iluminada... cuando lo cierto es que su propia conciencia testigo omnipresente está operando plenamente ahora mismo.

El texto prosigue diciendo que «algunos practicantes, tanto hombres como mujeres, creen tanto en la imposibilidad de reconocer la naturaleza de la mente que se deprimen hasta que las lágrimas resbalan por sus mejillas. Pero lo cierto es que no hay el menor motivo para entristecerse porque la naturaleza de la mente iluminada no es imposible de reconocer, sino que reposa precisamente detrás de quien piensa en esa imposibilidad, ahí es donde se halla».

En lo que concierne a la dificultad de establecer contacto con la conciencia testigo omnipresente, el texto dice que «hay meditadores que no permiten que su mente descanse en ella [en la simple conciencia presente], sino que, por el contrario, se aprestan a buscar fuera y dentro de sí. Pero la búsqueda, sea externa o interna, jamás nos permitirá verlo ni encontrarlo [al Espíritu]. No existe la menor razón para emprender ninguna búsqueda externa o interna, basta simplemente con reposar directamente en la mente que busca externa o internamente. Con eso basta».

Cuando nosotros somos conscientes de esta habitación, tal y como es, esa misma conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros somos conscientes de las nubes que discurren por el cielo, esa misma conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros somos conscientes del dolor, de la agitación, del terror o del miedo, esa misma conciencia, precisamente tal y como es, es el Espíritu omnipresente.

Dicho en otros términos, la realidad última no es algo visto sino el testigo omnipresente. Las cosas pueden ser vistas, van y vienen, son felices o tristes, placenteras o dolorosas, pero el vidente no es nada de eso y no va ni viene. El testigo no fluctúa, desaparece ni entra, en modo alguno, en la corriente del tiempo. El testigo no es un objeto ni una cosa vista, sino el vidente omnipresente de todas las cosas, el testigo es el yo del Espíritu, el centro del ciclón, la apertura divina, la transparencia de la pura vacuidad.

No hay un solo instante en que usted no tenga acceso a esta conciencia testigo. En cada instante hay una conciencia espontánea de lo que se presenta, y esa conciencia simple, espontánea y sin esfuerzo es el mismo Espíritu omnipresente. Aun en el caso de que usted crea no verla, no por ello deja de estar ahí. Así pues, el estado último de la conciencia —la esencia misma del Espíritu— no es difícil de alcanzar sino imposible de evitar.

Éste es, precisamente, el secreto más celosamente guardado por las escuelas no duales.

Y poco importa cuáles sean los objetos o contenidos que aparezcan, porque todos ellos son perfectos. En ocasiones las personas tienen dificultades en entender el Espíritu porque tratan de verlo como un objeto de conciencia o como un objeto de comprensión. Pero la realidad última no es algo visto, es el vidente. El Espíritu no es un objeto, sino el sujeto radical y omnipresente. De este modo, no es algo que se presente ante usted como una roca, una imagen, una idea, una luz, un sentimiento, una intuición, una nube luminosa, una visión intensa o una sensación de gran beatitud. Todo eso está muy bien pero no dejan de ser objetos, es decir, algo que el Espíritu no es.

Yo soy consciente de las sensaciones de mi cuerpo y, al ser consciente de todos esos objetos no puedo, en consecuencia, ser eso. Yo soy consciente de los pensamientos que discurren por mi mente y, al ser consciente de todos esos objetos, no puedo, en consecuencia, ser eso. Yo soy consciente de mi yo presente pero, del mismo modo, ése no es más que otro objeto y yo no puedo, en consecuencia, ser eso.

Las imágenes flotan en la naturaleza, los pensamientos discurren por mi mente, los sentimientos se suceden en mi cuerpo y yo, en consecuencia que no soy un objeto, sino el testigo puro de todos esos objetos, la conciencia como tal, no puedo ser nada de eso.

Así pues, en la medida en que usted descansa en el testigo puro, no anhela nada en concreto y todo lo que se presenta está bien. Es más, cuando usted reposa en el testigo puro, en el sujeto último, cuando usted se desidentifica de los objetos, comienza a advertir una sensación de inmensa libertad. Pero esa libertad no es algo que usted pueda ver, sino algo que usted es. Cuando usted es el testigo de sus pensamientos, usted no está atado a ellos, del mismo modo que, cuando usted es el testigo de sus sentimientos, tampoco está atado a ellos. Donde anteriormente se hallaba su yo contraído sólo queda una inmensa sensación de apertura y libertad. Como objeto, usted está encadenado, como testigo, en cambio, es libre.

Pero nosotros no vemos esta libertad, sino que descansamos en ella, reposamos en el vasto océano de la serenidad infinita.

Por ello cuando descansamos en este estado del testigo puro y simple, cuando nos tomamos el auténtico vidente, la vacuidad y la libertad pura, permitimos que todo lo visto emerja como quiera. El Espíritu no es ninguno de los objetos limitados, encadenados, mortales y finitos que desfilan por el mundo del tiempo, sino el vidente libre y vacío. Así es como descansamos en la vacuidad y libertad inmensas en que emergen todas las cosas.

Pero nosotros no alcanzamos o establecemos contacto con la conciencia pura del testigo porque no es posible restablecer el contacto con lo que nunca hemos perdido. Por el contrario, para reposar en la conciencia serena, clara y omnipresente basta simplemente con tomar conciencia de lo que ya está sucediendo. Nosotros ya vemos el cielo, ya escuchamos el canto de los pájaros, ya percibimos el frescor de la brisa. Porque el hecho es que el testigo simple ya está presente y plenamente operativo. Ése es el motivo por el que no restablecemos contacto ni actualizamos ese testigo, sino que simplemente advertimos lo que siempre ha estado presente, la conciencia espontánea y simple de lo que ocurre en este mismo instante.

También advertimos entonces que el testigo simple y omnipresente tiene lugar sin el menor esfuerzo. Porque escuchar los sonidos, ver las imágenes y percibir el frescor de la brisa no requiere ningún esfuerzo, es algo que ya está ocurriendo y basta simplemente con descansar en este testigo sin realizar el menor esfuerzo. Nosotros no perseguimos esos objetos, como tampoco los evitamos. El Espíritu es el vidente omnipresente y no una cosa limitada que pueda ser vista; en consecuencia, podemos dejar ver las cosas yendo y viniendo exactamente tal y como son. «La persona perfecta utiliza su mente como un espejo —dice Chuang Tzu—, ni se aferra ni rechaza; recibe, pero no atesora nada». El espejo refleja sin el menor esfuerzo las imágenes que inciden en él y, de¡ mismo modo que usted ve sin el menor esfuerzo el cielo ahora mismo, el testigo presencia, sin esfuerzo alguno, cualquier objeto que se presente. Todas las cosas aparecen y desaparecen reflejándose sin el menor esfuerzo en el espejo de testigo.

Cuando descanso en el testigo puro y simple, me doy cuenta de que no estoy atrapado en el mundo de tiempo. El testigo existe únicamente en el presente atemporal. Y, una vez más, ése no es un estado que sea difícil de alcanzar sino, por el contrario, un estado que resulta imposible de evitar. El testigo sólo ve el presente eterno porque lo único realmente verdadero es el presente eterno. Cuando pienso en el pasado, esos pensamientos pasados existen ahora mismo, en este mismo instante, y cuando pienso en el futuro, esos pensamientos futuros existen ahora mismo, en este mismo instante. El pasado y el futuro aparecen precisamente ahora, en la simple conciencia omnipresente.

Y aquel momento pasado en que ocurrió tal o cual cosa también tuvo lugar en el presente, de¡ mismo modo que, cuando en un futuro ocurra esto o aquello, también ocurrirá en el presente. Lo único que existe es el ahora, lo único que existe es la omnipresencia de¡ presente, eso es lo único que puedo conocer directamente. Así pues, el presente eterno no es difícil de alcanzar sino imposible de evitar, algo que resulta evidentemente patente cuando descanso en el puro y simple testigo y observo el modo en que el pasado y el futuro discurren por la simple conciencia omnipresente.

Ése es el motivo por el cual, cuando descanso en el testigo simple y omnipresente, me hallo fuera del tiempo, porque cuando descanso en la simple conciencia testigo, advierto que el tiempo discurre frente a mí o a través de mí del mismo modo que las nubes a través del cielo. Y precisamente por ello puedo ser consciente del tiempo, puesto que en la simple presencia, cuando mi esencia reposa en el puro y simple testigo del Kosmos, yo soy atemporal.

Así pues, cuando descanso en el simple testigo omnipresente, estoy enfrente mismo del Espíritu. De hecho, hoy y siempre estoy con Dios en el estado de testigo simple omnipresente. Eckhart dijo que «Dios se halla más cerca de mí que yo mismo», porque en el testigo omnipresente que es precisamente la naturaleza intrínseca del Espíritu (mi propia esencia), Dios y yo somos uno.. De modo que cuando no soy un objeto, soy Dios. (Y eso es algo que puede decir verazmente cualquier yo del Kosmos.)

Pero yo no puedo entrar en el estado de testigo omnipresente -que es el Espíritu mismo- porque ese estado se halla precisamente presente en todo momento. Yo no puedo comenzar a testimoniar, sino que sólo puedo advertir que eso es algo que ya está ocurriendo. Este estado no tiene un comienzo ni un final en el tiempo porque es, en realidad, omnipresente. Y, del mismo modo que no podemos acercamos a él, tampoco podemos alejarnos de él, porque siempre somos él. Ése es también, precisamente, el motivo por el cual los budas nunca han entrado en ese estado y los seres sensibles jamás lo han abandonado.

Cuando descanso en el testigo simple, claro y omnipresente, estoy reposando en lo no nacido, en el Espíritu intrínseco, en la Vacuidad primordial, en la libertad infinita. Yo no puedo ser visto porque carezco de todo tipo de cualidades. Yo no soy eso, yo no soy esto, yo no soy un objeto, yo no soy luz ni oscuridad, grande ni pequeño, aquí ni ahí, yo carezco de color y de ubicación y estoy fuera del espacio y del tiempo. Yo soy la vacuidad última, otro modo de llamar a la libertad infinita, esencialmente libre. Yo soy la apertura, el claro del que ahora mismo emana la totalidad del mundo manifiesto pero yo no emerjo ahí, eso emerge en mí, en la inmensa vacuidad y libertad de lo que soy.

Las cosas que pueden ser vistas son placenteras o dolorosas, afortunadas o tristes, gozosas o temibles, sanas o enfermas, pero el vidente de todas esas cosas no es afortunado ni triste, gozoso ni temible, sano ni enfermo, sino sencillamente Libre. Como testigo puro y simple yo estoy libre de todos los objetos, libre de todos los sujetos, completamente libre del tiempo y del espacio, del nacimiento, de la muerte y de todas las cosas que se hallan entre el nacimiento y la muerte. Yo soy, sencillamente, libre.

Cuando descanso en el testigo puro y simple advierto que esta conciencia no es una experiencia. Es consciente de las experiencias pero no es, en sí misma, una experiencia. Las experiencias van y vienen, aparecen y desaparecen, tienen un comienzo en el tiempo, perduran durante un tiempo y terminan desvaneciéndose. Pero todas ellas emergen en la simple apertura o claro que es la inmensa expansión de lo que soy. Las nubes discurren por esa inmensa vastedad, los pensamientos discurren por esa inmensa vastedad y las experiencias discurren por esa inmensa vastedad. Todo objeto aparece y termina desvaneciéndose por esa inmensa vastedad, el vidente libre y vacío, la espaciosa apertura o claro de donde emergen todas las cosas, no aparece ni desaparece ni tampoco se mueve en modo alguno.

Así pues, cuando descanso en el testigo puro y simple he dejado ya de estar atrapado en la búsqueda de experiencias, sean de la canse, de la mente o del espíritu. Las experiencias —sean sublimes o abyectas, sagradas o profanas, dichosas o auténticas pesadillas— simplemente van y vienen de continuo como las olas del océano que soy. Cuando descanso en el testigo puro y simple, dejo de estar a merced de las experiencias gozosas o aterradoras, todas las experiencias discurren por mi rostro original como lo hacen las nubes por el cielo transparente de otoño y en mí hay cabida para todo.

Cuando descanso en el testigo puro y simple, comienzo incluso a advertir que el testigo no es una entidad o una cosa separada de lo que atestigua, Todas las cosas emanan de¡ testigo y el testigo mismo se derrama en todas las cosas.

Así es, descansando en la conciencia simple, clara y omnipresente, como descubro que no existen ningún interior y ningún exterior, ningún sujeto y ningún objeto. Las cosas y los sucesos siguen emergiendo con claridad —las nubes se desplazan, los pájaros cantan y la brisa fresca sigue soplando—, pero no hay ningún yo separado detrás de todo ello. Los hechos simplemente emergen tal como son, sin la menor referencia constante al yo o al sujeto contraído. Los sucesos emergen tal y como son y lo hacen con la libertad de no verse limitados por un pequeño yo que los contempla. Emergen con el Espíritu y como Espíritu, en la apertura o claro que soy, no lo hacen para ser vistos y distorsionados perceptivamente por ningún ego.

En la modalidad contraída yo estoy «aquí», a este lado de mi rostro, contemplando el mundo que se halla «ahí», del lado «objetivo». Yo existo a este lado de mi rostro y mi vida entera gravita en tomo al intento de protegerme, de salvaguardar esta contracción, de mantener la sensación de búsqueda e identificación, una contracción que me aliena del mundo externo, un mundo que desearé o detestaré, amaré u odiaré, ante el que me acercaré o retrocederé, que trataré, en fin, de apresar o de evitar. El interior y el exterior están en lucha perpetua, desempeñando todos los papeles posibles del drama esperanzado o aterrador de proteger la contracción sobre mí mismo.

Creemos que «perder nuestro prestigio es como morir», lo que es profundamente cierto: ¡no queremos perder nuestro prestigio porque no queremos morir!. ¡No queremos perder la sensación de identidad separada!. Pero ese miedo primordial a perder prestigio es, en realidad, la raíz de nuestra agonía más profunda, porque el intento de protegemos —de salvar nuestra identidad con el cuerpo-mente— es el propio mecanismo del sufrimiento, el propio mecanismo que termina escindiendo el Kosmos en un interior versus un exterior, fractura brutal que experimentamos como sufrimiento.

Pero cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente simplemente dejo de protegerme, dentro y fuera desaparecen por completo y lo único que existe es lo siguiente:

Cuando abandono todos los objetos —yo no soy esto, yo no soy eso— y descanso en el testigo puro y simple, todos los objetos emergen sencillamente en mi campo visual, todos los objetos emergen en el espacio del testigo. Yo soy simplemente la apertura o claro en que emergen todos los objetos. Yo advierto que todas las cosas emergen en mí, emergen en la apertura o claro que soy. Las nubes flotan en la vasta apertura que soy, el sol resplandece en la vasta apertura que soy y el mismo cielo se halla en mí. Yo puedo degustar el cielo porque se halla más cerca de mí que mi propia piel. Las nubes están en mi interior y yo las veo desde dentro. Cuando todas las cosas emergen en mí yo soy todas las cosas, el universo es un solo sabor y yo soy eso.

Así pues, cuando descanso en el testigo todas las cosas emergen en mí y yo soy la totalidad de las cosas. No hay sujeto y objeto porque yo no veo las nubes sino que soy las nubes; no hay sujeto y objeto porque yo no siento el frescor de la brisa sino que soy la brisa fresca; no hay sujeto y objeto porque yo no escucho el fragor del trueno sino que soy el propio estruendo que retumba.

Yo ya no estoy aquí, a este lado de mi rostro, contemplando un mundo que se halle ahí fuera, sino que simplemente soy el mundo. Yo ya no estoy aquí, he perdido mi identidad y he descubierto mi rostro original, el Kosmos mismo. En la pura conciencia omnipresente, los pájaros cantan y yo soy eso, el sol resplandece y yo soy eso, la luna riela y yo soy eso.

Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, cada objeto es su propio sujeto, cada evento, por así decirlo, «se ve a sí mismo» porque yo soy ahora el que se está viendo a sí mismo. Yo no estoy mirando el árbol sino que soy el árbol viéndose a sí mismo. La totalidad del mundo manifiesto sigue apareciendo tal y como es, con la única salvedad de que sujeto y objeto han desaparecido. La montaña sigue siendo la montaña pero ya no es un objeto contemplado y yo no soy el sujeto separado que la contempla. La montaña y yo aparecemos en la conciencia simple y omnipresente, y en ese claro ambos somos libres, en ese espacio no dual ambos estamos liberados, en esa apertura de la conciencia omnipresente ambos estamos iluminados. Tal apertura está libre de esa violencia divisora llamada sujeto y objeto, aquí versus ahí y yo contra el mundo. Cuando dejo de protegerme y desaparezco termino descubriendo a Dios en la conciencia simple omnipresente.

Cuando descanso en el testigo atemporal, la gran búsqueda finalmente termina. La gran búsqueda es el principal enemigo del Espíritu omnipresente, la más violenta mentira ante el más amable infinito. La gran búsqueda es el intento de alcanzar una experiencia última, una visión fabulosa, un paraíso de placer, un tiempo incesantemente esplendoroso, una intuición poderosa —sea la búsqueda de Dios, la búsqueda de la Diosa o la búsqueda del Espíritu— ... pero el Espíritu no es un objeto, y en consecuencia no puede ser buscado, apresado, encontrado ni visto porque es el testigo omnipresente. Buscar al testigo es equivocarse por completo, porque el mismo hecho de buscar constituye el principal de los errores. ¿Cómo sería posible buscar lo que ahora mismo es consciente de esta página? ¡Tú eres eso!. Es imposible buscar al buscador.

Cuando dejo de ser un objeto soy Dios, y cuando voy tras un objeto —el que sea—, dejo de ser Dios. Y esa lamentable catástrofe jamás podrá ser corregida mediante la búsqueda de más objetos.

Al contrario, yo sólo puedo descansar en el testigo, que ya está realmente libre de objetos, libre del tiempo y libre de la búsqueda. Cuando yo no soy un objeto soy el Espíritu, cuando descanso en el testigo libre y sin forma soy uno con Dios, ahora mismo, en este instante atemporal y eterno. Sólo puedo degustar el infinito y empaparme de la plenitud cuando dejo de seguir buscando y descanso simplemente en lo que soy.

Antes de que Abraham fuera, yo ya era. Antes del Big Bang, yo ya era. Y después de que el universo se disuelva, yo seguiré siendo. En todas las cosas, grandes o pequeñas, yo soy. Y jamás podré ser visto, oído, sentido, ni conocido. Yo soy es el testigo omnipresente.

Poco importa, pues, lo que se vea en un determinado momento, ya que la realidad esencial no es nada que pueda verse, sino el vidente mismo. Poco importa, pues, que experimentemos paz o inquietud, ecuanimidad o agitación, dicha o terror, felicidad o tristeza, porque todos estos son objetos de nuestra conciencia y el testigo que los experimenta es ya libre.

Poco importan, pues, los estados fluctuantes, porque lo que realmente importa es reconocer al testigo omnipresente. Aun en medio de la gran búsqueda o en la más intensa de mis contracciones en mí mismo, sigo teniendo acceso directo e inmediato al testigo omnipresente. No es que tenga que intentar traer esa conciencia simple a la existencia, ni tampoco que deba tratar de entrar en ese estado. No tengo que hacer el menor esfuerzo, sólo darme cuenta de que ya soy consciente de los cielos, percatarme de que ya soy consciente de las nubes, advertir que el testigo omnipresente se halla ya completamente operativo y que no es algo difícil de alcanzar sino, por el contrario, imposible de evitar. Nunca he dejado de estar inmerso en esa conciencia omnipresente, la vacuidad esencial de la que emana toda manifestación.

Cuando usted es el testigo de todos los objetos y todos los objetos emanan de usted, usted permanece en la libertad última, en la vasta amplitud de la inmensidad del espacio. En ese único gusto, el viento ya no sopla sobre usted, sino que lo hace desde su interior, el Sol ya no brilla sobre usted sino que irradia desde el centro mismo de su ser, y cuando llueve es usted mismo quien está derramándose. Entonces podrá beberse el océano Pacífico de un solo trago y tragarse el universo entero, las supernovas nacerán y morirán dentro de su corazón y las galaxias girarán incesantemente en el centro de su corazón y todo resultará tan sencillo como el canto del petirrojo en un amanecer transparente como el cristal.

Cada vez que me doy cuenta o reconozco al testigo omnipresente, pongo fin a la gran búsqueda y acabo de una vez con la sensación de identidad separada. Esa es la práctica no dual, la práctica última, la práctica secreta, la práctica de la no práctica, la práctica del simple reconocimiento, la práctica de la remembranza y del reconocimiento que se asienta eterna y atemporalmente en el hecho de que lo único que existe es el Espíritu, un Espíritu que no es difícil de encontrar sino, por el contrario, imposible de evitar.

El Espíritu es lo único que nunca ha estado ausente, lo único que ha permanecido inmutable en medio del flujo incesante de la experiencia. Y esto es algo que usted sabe desde hace literalmente millones de años y no hay, en consecuencia, nada que le impida reconocerlo. «Si usted comprende esto, descansa en lo que comprende y eso, precisamente, es el Espíritu. Si usted no lo comprende, descansa en lo que no comprende y eso, precisamente, es el Espíritu.» Por toda la eternidad sólo hay Espíritu, el testigo de este, y de este y también de este instante... hasta el mismísimo fin del mundo.

El ojo del Espíritu

Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, estoy descansando en el Espíritu intrínseco, yo no soy, de hecho, más que el Espíritu testigo. No es que me convierta en Espíritu sino que simplemente reconozco el Espíritu que siempre he sido. Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, yo soy el testigo del mundo, el ojo del Espíritu. Entonces veo el mundo como lo ve Dios, como lo ve la Diosa, como lo ve el Espíritu, y todo objeto es la más pura expresión de la belleza, toda cosa y todo evento un gesto de gran perfección, todo proceso el latido mismo de mi ser eterno. Entonces no soy un testigo ajeno a todo lo que aparece sino que soy un solo sabor con todo lo que emana de mi interior. El Kosmos entero brota ante el ojo del Espíritu, ante el yo del Espíritu, ante mi propia conciencia, el estado simple omnipresente que siempre he sido.

Desde el fundamento de la conciencia simple y omnipresente el cuerpo-mente se renueva por completo. Cuando usted descansa en la conciencia primordial, la conciencia satura todo su ser y de la corriente misma de la conciencia emerge un nuevo destino. Cuando la gran búsqueda ha finalizado, cuando la sensación de identidad separada ha desaparecido, cuando la continuidad del testigo se ha estabilizado, cuando la conciencia omnipresente constituye su continuó sustrato, su cuerpo-mente resucitará y se reconstruirá en tomo al Espíritu intrínseco y usted se levantará de entre los muertos, por así decirlo, para asumir un nuevo destino y una nueva misión.

Cuando usted deje de existir como yo separado (y ponga fin al daño que eso provoca al cuerpo-mente), se convertirá en un vehículo del Espíritu (y su cuerpo-mente, libre ya de las distorsiones y brutalidades de la contracción sobre sí mismo, podrá actuar desde sus potencialidades más elevadas). Desde el sustrato de su conciencia omnipresente, usted personificará todas y cada una de las cualidades iluminadas de los budas y los bodhisattvas («aquellos cuyo ser [sattva] es la conciencia [bodhi] omnipresente»).

Los términos budistas son poco importantes, lo único que importa son las cualidades iluminadas que representan. El hecho es que, una vez que usted ha estabilizado la conciencia simple y omnipresente —una vez que la gran búsqueda y la contracción sobre el yo ha dejado de seguir alimentando la vida separada y ha vuelto a Dios, ha vuelto a su fundamento en la conciencia omnipresente—, entonces podrá resurgir desde el sustrato de su conciencia omnipresente y personificar las posibilidades más elevadas de ese sustrato. Entonces usted será el vehículo del Espíritu que ya es, el sustrato omnipresente vivirá a través de usted, como usted, en una extraordinaria diversidad de formas.

Tal vez entonces usted se convierta en Samantabhadra —cuya conciencia omnipresente asume la forma de una inmensa conciencia de igualdad— y entonces se dé cuenta de que la conciencia omnipresente que se halla en usted es la misma conciencia que se halla totalmente presente en todos los seres sensibles sin excepción alguna. Una y la misma, singular y única, un solo corazón, una sola mente, una sola alma que respira y late en todos los seres sensibles recordándoles ese simple hecho, recordándoles que lo único que existe es el Espíritu, recordándoles que nada se halla más cerca de Dios que otra cosa, porque sólo existe Dios, sólo existe divinidad.

Quizás usted devenga Avalokiteshvara, cuya conciencia omnipresente asume la forma de la compasión bondadosa. En la resplandeciente claridad de la conciencia omnipresente, todos los seres sensibles emergen como formas iguales del Espíritu intrínseco, de la vacuidad pura, y todos ellos son tratados como hijos e hijas del Espíritu que son. Usted habrá elegido vivir esta compasión con una delicada entrega, de modo que su misma sonrisa caldeará los corazones de quienes sufren y ellos le buscarán para que les confirme la promesa de su posible liberación en la gran amplitud de su conciencia primordial y usted nunca les dará la espalda.

Quizás aparezca entonces como Prajnaparamita, la madre de los budas, cuya simple conciencia omnipresente asume la forma de inmensa vastedad, el útero de lo no nacido en que reside el Kosmos entero. Porque lo cierto es que, del sustrato de su propia conciencia, simple, clara y omnipresente, nacen todos los seres y a él terminan retornando. Cuando descansa en el claro resplandor de su conciencia omnipresente, contempla el nacimiento de los mundos del que emergen y al que terminan regresando también todos los budas y todos los seres sensibles. Y usted permanecerá sonriendo y abrazando la inmensa amplitud de la sabiduría eterna mientras todo comienza de nuevo, una y otra vez, por siempre jamás, desde el útero de su omnipresente estado.

Tal vez se presente como Manjushri, cuya conciencia omnipresente asume la forma de la inteligencia luminosa. Aunque todos los seres sean igualmente Espíritu intrínseco, los hay que no reconocen fácilmente esta esencia omnipresente y la sabiduría discriminativa emergerá brillantemente del sustrato de la conciencia de igualdad. Entonces usted percibirá instintivamente lo verdadero y lo falso y clarificará todo lo que toque. Y si el yo contraído sobre sí no escucha su amable voz, su conciencia omnipresente se manifestará en su forma más airada que, según se dice, no es sino el temible Yamantaka, el vencedor del Señor de la Muerte.

Quizás aparezca como Yamantaka, el fiero protector de la conciencia omnipresente, el samurai del Espíritu intrínseco. Este aspecto terrible aparece para superar los obstáculos que bloquean la conciencia omnipresente. En tal caso, usted simplemente brotará desde el sustrato de la conciencia de igualdad para revelar lo falso, lo superficial y lo menos-que-omnipresente. Ese ya no es un tiempo de sonrisas, sino de la espada de la sabiduría discriminativa, que atraviesa sin piedad todos los obstáculos que impiden acceder al sustrato que todo lo engloba.

Tal vez se presente como Bhaishajyaguru, cuyo conciencia omnipresente asume la forma del resplandor curativo. Desde la brillante claridad de la conciencia omnipresente, usted siempre recordará a los enfermos, a los afligidos y a los que sufren que, aunque su sufrimiento sea real, ése no es su verdadero ser. Y ante la simple presencia de su sonrisa, las almas contraídas se relajarán en la inmensa vastedad de la conciencia intrínseca, una relajación ante la que la enfermedad perderá todo su sentido. Y esa conciencia omnipresente es tan ajena al esfuerzo que nunca se agotará y recordará de continuo a todos los seres qué y quiénes son, del otro lado del miedo, en el amor esencial y la aceptación ecuánime que es la mente-espejo de la conciencia omnipresente.

Quizás devenga usted Maitreya, cuya omnipresente conciencia asume la forma de la promesa de que, aun en el más alejado de los futuros, la conciencia siempre se hallará presente. Desde la brillante claridad de la conciencia primordial, usted hará el voto de permanecer con todos los seres hasta una eternidad de futuros, porque esos mismos futuros emergerán en la simple conciencia del presente, la misma conciencia que ahora ve da cuenta de ello.

Éstas son, simplemente, algunas de las potencialidades de la conciencia omnipresente. Poco importan, repito, los términos budistas, porque no son más que algunas de las formas de su propia resurrección, algunas de las posibilidades que pueden presentársela cuando haya llegado al final de la gran búsqueda, algunas de las formas en que el mundo se aparece ante el ojo omnipresente del Espíritu, ante el yo omnipresente del Espíritu, lo que usted ve, ahora mismo, cuando contempla el mundo tal como lo ve Dios, desde el sustrato sin fundamento de la simple conciencia omnipresente.

Cuando todo ha concluido

Tal vez usted aparezca como cualquiera de esas formas de la conciencia omnipresente. Pero en realidad eso tampoco importa, porque cuando usted descansa en la resplandeciente claridad de la conciencia omnipresente, no es buda bodhisattva, no es esto ni eso, no se halla aquí ni ahí. Cuando usted descansa en la conciencia simple y omnipresente, usted es lo no nacido y carece de todo tipo de cualidades. Carente de color, usted es lo incoloro, carente de tiempo, usted es lo atemporal, carente de forma usted es lo sin forma. Cuando usted descansa en la vacuidad primordial, es invisible a este mundo.

Sólo que, como ser encarnado, usted también emerge al mundo de la forma que es su propia manifestación. Y algunos de los potenciales intrínsecos de la mente iluminada (los potenciales intrínsecos de su conciencia omnipresente) —como la ecuanimidad, la sabiduría discriminativa, la sabiduría semejante a un espejo, la conciencia sustrato y la conciencia que todo lo alcanza— se combinan con las predisposiciones naturales y los talentos concretos de su cuerpo-mente individual. Así pues, cuando el yo separado muere en la vasta amplitud de su propia conciencia omnipresente, usted aparece alentado por algunos o varios de estos potenciales iluminados. Entonces ya no se halla motivado por la gran búsqueda, sino por la gran compasión de esas potencialidades, algunas de las cuales son amables, otras airadas, pero todas, a fin de cuentas, posibilidades de ese estado omnipresente.

Así pues, cuando usted descansa en la conciencia simple, clara y omnipresente, usted reaparece con las cualidades y virtudes de sus posibilidades más elevadas, como la compasión, la sabiduría discriminativa, el discernimiento, la intuición cognitiva, la presencia curativa, el recuerdo airado, las habilidades artísticas, las destrezas atléticas, las virtudes pedagógicas o algo —por qué no— tan sencillo como ser el mejor jardinero del barrio. (Dicho en otras palabras, cualquiera de las líneas del desarrollo llevada a su condición primordial, liberada de su condición post-postconvencional). Cuando el cuerpo-mente se libera de las brutalidades infligidas por la contracción sobre uno mismo, naturalmente gravita en torno a su estado más elevado, manifestado en los potenciales superiores de la mente iluminada, las grandes potencialidades de la conciencia simple y omnipresente.

De modo que cuando usted descansa en la conciencia simple y omnipresente, usted es lo no nacido, pero en la medida en que nace —en la medida en que emerja de la conciencia omnipresente— lo hará manifestando ciertas cualidades, las cualidades inherentes al Espíritu intrínseco teñidas por las predisposiciones de su cuerpo-mente y de sus talentos particulares.

Y sea cual fuere la forma de su propia resurrección, no lo hará motivado por la gran búsqueda, sino impulsado por el gran deber, por su Dharma ilimitado, por la manifestación de su potencialidades más elevadas, y entonces el mundo comenzará a cambiar gracias a usted. Y usted nunca se desalentará, nunca temerá fracasar en su gran misión y nunca se alejará de ella, porque la conciencia simple y omnipresente se halla con usted, ahora y siempre, hasta el fin de todos los mundos, porque ahora, siempre e interminablemente siempre, lo único que existe es el Espíritu, la conciencia intrínseca, la conciencia simple de esto y nada más.

Pero el viaje que conduce a lo que es empieza en el comienzo sin principio, empieza reconociendo lo que siempre ha sido así. («Si usted comprende esto, descansa en lo que comprende y eso, precisamente, es el Espíritu. Si usted no comprende esto, descansa en lo que no comprende y eso, precisamente, es el Espíritu.») Nosotros permitimos que el reconocimiento de la conciencia omnipresente aparezca, de manera amable, accidental y espontánea, a lo largo del día y de la noche. Basta, simplemente, con percatamos de que la conciencia simple y omnipresente no es difícil de alcanzar sino, por el contrario, imposible de evitar.

Así pues, seguimos haciendo esto, de manera amable, accidental y espontánea, a lo largo de¡ día y de la noche. No tardará, este reconocimiento, en crecer e impregnar los tres estados de la vigilia, el sueño y el sueño sin ensueños, evidenciando los obstáculos que fingen ocultar su naturaleza hasta que la conciencia simple y omnipresente se revele en una continuidad ininterrumpida a través de todos los cambios de estado, a través de todos de cambios de espacio y de tiempo, tras de lo cual el espacio y el tiempo pierden todo su significando manifestando lo que son, velos resplandecientes de la radiante vacuidad que usted es y pronto se desvanecerá en la belleza, morirá en la verdad y se disolverá en la bondad y no quedará nadie para testimoniar el terror, nadie para derramar seriamente sus lágrimas, nadie para inquietarse, nadie para negar lo divino, lo único que es, lo único que fue y lo único que será.

Y en una fría y cristalina noche la luna brillará sobre una Tierra silenciosa para recordarnos lo que hay detrás de todo este juego. El brillo de la Luna consumirá los sueños que alientan nuestros adormecidos corazones y el anhelo de despertar conmoverá los cimientos mismos de esa noche y usted se verá impulsado, una vez más, a responder a los más apesadumbrados de los lamentos y se descubrirá, aquí y ahora mismo, preguntándose qué es lo que realmente significa todo esto, hasta que un fogonazo traspase su mente y el sueño concluya de una vez por todas. Entonces podrá aparecer como la Luna misma y cantar los sueños de su propio corazón; entonces podrá aparecer como la Tierra misma y glorificar a todos sus benditos habitantes; entonces podrá aparecer como el mismo Sol, tan infinitamente radiante que resulta evidente. Y en ese único sabor de pureza primordial, carente de todo comienzo y de todo final, en el que no puede entrarse y del que no se puede salir, que no nace ni tampoco muere, todo es. Y el remoto sonido de una cascada es todo lo que queda de este relato, en una noche fría y cristalina bañada, en este instante, y también en éste, y en este otro, por la luz de la Luna.

Cuando el gran maestro zen Fa-ch'ang estaba muriendo, una ardilla jugueteaba en el tejado. «Esto es todo —dijo Fa-ch'ang—, nada más.»




viernes, 26 de septiembre de 2008

¿Quién soy yo?

De improviso me encontré envuelto en una nube de color semejante al de las llamas. Por un instante pensé en un incendio, en una inmensa conflagración en algún lugar inmediato a aquella gran ciudad; al momento siguiente comprendí que el fuego estaba dentro de mi. Entonces me inundó un sentimiento de júbilo. Un inmenso regocijo acompañado o seguido inmediatamente por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas. No llegué simplemente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que es -por el contrario- una presencia viviente: tomé conciencia de que la poseía ya entonces; vi que todos los hombres son inmortales; que el orden cósmico es tal que sin la menor duda todas las cosas colaboran para el bien de todas v cada una de ellas; que el principio fundamental del mundo, de todos los mundos, es lo que llamamos amor, y que felicidad de todos y, de cada uno es, a la larga, absolutamente segura”.
(Cita de R. M. Bucke)


Que magníficas visiones. Cometeríamos seguramente un grave error si llegáramos a la apresurada conclusión de que tales experiencias son alucinaciones, ya que en su definitiva revelación nada hay de la angustia torturada de las visiones sicóticas.

William James, el padre de los sicólogos norteamericanos, insistió una y otra vez en que, “nuestra conciencia normal de vigilia no es más que un tipo especial de conciencia, en tanto que en derredor de ella, y separada por la más tenue de las pantallas, se extienden formas de conciencia totalmente diferentes”. Es como si nuestra percepción habitual de la realidad no fuera más que una isla insignificante, rodeada por un vasto océano de conciencia, insospechado y sin cartografiar, cuyas olas se estrellan continuamente contra los arrecifes que ha erigido nuestra percepción cotidiana... hasta que, espontáneamente, las rompen e inundan esa isla con el conocimiento, de un nuevo mundo de conciencia, tan vasto como inexplorado, pero intensamente real.

El aspecto más fascinante de esas sobrecogedoras vivencias de iluminación, es que el individuo llega a sentir, mas allá de cualquier sombra de duda, que fundamentalmente él es uno con todo el universo, con todos los mundos, superiores o inferiores. Su sentimiento de identidad se expande mucho más allá de los estrechos confines de su mente y su cuerpo, hasta abarcar la totalidad del cosmos. Por esta razón, precisamente, R.M. Bucke denominaba “conciencia cósmica” a esta modalidad de percepción. El musulmán lo llama la “Identidad Suprema”, porque es una identidad con el Todo. En general, nos referimos a ella valiéndonos de la expresión “conciencia de la unidad”: un abrazo de amor con la totalidad del universo.

Abundan las pruebas de que este tipo de experiencia o conocimiento es el núcleo central de toda religión importante.

Esta modalidad de la percepción, esta unidad de la conciencia o identidad suprema, constituye la naturaleza y condición de todos los seres sensibles: pero paulatinamente vamos limitando nuestro mundo y nos apartamos de nuestra verdadera naturaleza al establecer fronteras.

La incógnita de quiénes somos probablemente ha atormentado a la humanidad desde el amanecer de la civilización y hoy sigue siendo uno de los interrogantes humanos más perturbadores. Pero, en vez de examinar la multitud de respuestas posibles a esta pregunta, echemos una mirada a un proceso muy específico y básico que se da cuando una persona se formula los interrogantes: ¿quién soy?, ¿en qué consiste mi verdadero ser y mi identidad fundamental? y se responde a si mismo.

Hay un proceso básico que subyace en todo el procedimiento para establecer una identidad. Cuando uno responde a la pregunta ¿quién soy yo?, sucede algo muy simple. Lo que en realidad está haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su totalidad el campo de la experiencia y a todo lo que queda dentro de ese límite lo percibe como “yo” o lo llama así, mientras siente que todo lo que está por fuera del límite queda excluido del “yo mismo”. En otras palabras, nuestra identidad depende totalmente del lugar donde tracemos la línea limítrofe.

Lo que solemos llamar crisis de identidad se produce cuando uno no puede decidir cómo ni dónde trazar la línea. En pocas palabras, preguntar: ¿quién eres? Significa preguntar: ¿dónde trazar la frontera?

Lo más interesante de esta línea divisoria es que puede desplazarse y con frecuencia se desplaza. Su trazado puede rectificarse. En cierto sentido, la persona puede volver a cartografiar su yo y tal vez encuentre territorios que jamás habría creído posibles y ni siquiera deseables. Tal como hemos visto, las formas más radicales de rehacer el mapa o de cambiar de lugar la línea limítrofe se dan en las experiencias de la identidad suprema, en las que la persona expande el límite de su propia identidad hasta incluir la totalidad del universo. Hasta podríamos decir que pierde completamente la línea limítrofe, porque cuando está identificada con el “todo único y armonioso”, ya no hay dentro ni fuera y por lo tanto no hay dónde trazar la línea.

La frontera más común que trazan los individuos es la de la piel, que envuelve la totalidad del organismo. Aparentemente, se trata de una demarcación entre lo que uno es y lo que no es que goza de universal aceptación. Todo lo que está dentro de la piel es, en algún sentido, “yo”, mientras que todo lo que está fuera de ese límite es “no-yo”. Algo que esté fuera del límite de la piel puede ser “mío” pero no es “yo”. Por ejemplo, reconozco “mi” coche, “mi” trabajo, “mi” casa, “mi” familia, pero desde luego nada de eso es directamente “yo” de la misma manera que lo son todas las cosas que están dentro de mi piel. El límite de la piel, es, una de las fronteras más básicamente aceptadas entre lo que uno es y lo que no es.

La mayoría de las personas, aunque reconozcan y acepten como un hecho que la piel es un límite entre lo que uno es y lo que no es, trazan otra demarcación, para ellas más significativo, en el interior mismo del organismo.

Si al lector le parece rara la idea de una línea limítrofe en el interior del organismo, permítame que le pregunte: ¿siente que usted es un cuerpo, o siente que tiene un cuerpo?. La mayoría de lo individuos sienten que tienen un cuerpo, como si fueran dueños o propietarios tal como pueden serlo de un coche, una casa o cualquier otro objeto. En estas circunstancias, parece como si el cuerpo no fuera tanto “yo” como “mío”, y lo que es “mío” por definición, se encuentra fuera del límite entre lo que uno es y lo que no es.

Biológicamente, no hay el menor fundamento para esta disociación o escisión entre la mente y el cuerpo, la psique y el soma. La escisión mente-cuerpo y el consiguiente dualismo es, no obstante, un punto de vista fundamental de la civilización occidental.

La frontera se traza entre la mente y el cuerpo, y la persona se identifica sin más ni más con la primera. Incluso llega a tener la sensación de que vive en su cabeza, dando órdenes a su cuerpo, que a su vez puede obedecer o no.

En pocas palabras, lo que el individuo siente como su propia identidad no abarca directamente el organismo como un todo, sino solamente una faceta del organismo, a saber, el ego. El individuo se identifica con una imagen mental de si mismo, más o menos precisa, y con los procesos intelectuales y emocionales que van asociados a dicha imagen. Siente, pues, que es un yo y que por debajo de el cuelgan su cuerpo. Vemos aquí otro tipo importante de línea limítrofe, el cual establece que la identidad de la persona se da principalmente con el ego, con la imagen de si mismo.

Por diversas razones, es posible que el individuo se niegue incluso a admitir que algunas facetas de su propia psique son suyas. En lenguaje sicológico se dice que las aliena, las reprime, las escinde o las proyecta. En definitiva, se trata de que reduce el límite entre lo que él es y lo que no es de manera que sólo da cabida a ciertas partes de sus tendencias yoicas. Como el individuo se identifica solamente con facetas de su psique, siente que lo que resta de ella “no es él”, es territorio extranjero, extraño y peligroso. Y vuelve a trazar el mapa de su “yo” de manera que niegue y excluya de la conciencia los aspectos de si mismo que no acepta. Evidentemente tenemos aquí otro tipo general, e importante, de línea limítrofe.

No tratamos de decidir cuál de estos tipos de mapas de uno mismo está “bien”, es “correcto” o “verdadero”. Simplemente vamos tomando nota, de manera imparcial, de que existen varios tipos principales de líneas limítrofes entre lo que uno es y lo que uno no es.

Dado que estudiamos el tema sin ninguna intención valorativa, podemos mencionar al menos otro tipo de línea limítrofe y que es la asociada con los llamados fenómenos transpersonales.

El término “transpersonal” significa que es está produciendo en el individuo alguna clase de proceso que, en cierto sentido, va más allá del individuo. El ejemplo más sencillo lo constituyen los casos de percepción extrasensorial, o ESP, de la cual los sicólogos reconocen varias formas: telepatía, clarividencia, precognición y retrocognición. También podríamos incluir las experiencias extracorporales, las de un yo transpersonal –testigo-, las experiencias de conciencia cósmica, etc. Lo que todos estos hechos tienen en común es una expansión del límite entre lo que uno es y lo que uno no es, que llega a trascender la frontera del organismo constituido por la piel. Aunque las experiencias o vivencias transpersonales son, hasta cierto punto, similares a la conciencia de la unidad, es menester no confundirlas. En la conciencia de la unidad, la identidad de la persona es identidad con el Todo, absolutamente con todas las cosas. En las vivencias transpersonales, la identidad de la persona no llega a expandirse hasta la Totalidad, pero si se expande, o al menos se extiende, más allá del límite orgánico de la piel. Aunque no se identifique con el Todo, tampoco su identidad se mantiene confinada exclusivamente al organismo. Al margen de la consideración que merezcan las experiencias transpersonales, las pruebas de que existen al menos algunas de sus formas son abrumadoras, por lo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que estos fenómenos representan una clase más de líneas limítrofes del yo.

Lo que importa de este análisis de los límites entre lo que uno es y lo que uno no es, estriba en que el individuo no solamente tiene acceso a uno, sino a muchos niveles de identidad. Tales niveles de identidad no son postulados teóricos, sino realidades observables, que cada uno puede verificar por si mismo y en si mismo. Por lo que respecta a estos diferentes niveles, es casi como si ese fenómeno familiar pero, en última instancia, misterioso, que llamamos conciencia, fuera un espectro, una especie de arco iris compuesto por numerosas bandas o niveles de identidad.

Es evidente que cada nivel sucesivo del espectro representa un tipo de estrechamiento o de restricción de lo que el individuo siente que es “el mismo”, su verdadera identidad, su respuesta a la pregunta: ¿quién eres?.

En la base del espectro, la persona siente que es una con el universo, que su verdadero yo no es solamente su organismo, sino la totalidad de la creación. En el nivel siguiente del espectro (ascendiendo por el), el individuo siente que no es uno con el Todo, sino más bien uno con la totalidad de su organismo. Su sentimiento de identidad se ha desplazado y reducido, desde la totalidad del universo a una faceta de éste, a saber, su propio organismo. En el nivel siguiente, la identidad vuelve a estrecharse, porque ahora el individuo se identifica principalmente con su ego, que no es más que una faceta de la totalidad del organismos. Y llegado al nivel final del espectro, puede incluso reducir su identidad a facetas de su mente, alineando y reprimiendo la sombra, es decir, los aspectos no aceptados de su psique. Entonces se identifica solamente con una parte de la psique, que es lo que llamamos la persona (máscara).

Los diferentes niveles del espectro representan no solo diferencias en la identidad, por más importante que esto sea, sino también en aquellas características que directa o indirectamente estén ligadas con la identidad. Pensemos, por ejemplo, en un problema corriente: el “conflicto consigo mismo”. Puesto que hay diferentes niveles de conflicto del yo, es obvio que también hay diferentes niveles de conflicto consigo mismo. La razón estriba en que, en cada nivel del espectro, la línea limítrofe de lo que es la identidad de una persona se traza de diferente manera, pero, como bien saben los expertos en temas militares, una línea limítrofe es también una línea de batalla en potencia, ya que delimita los territorios de dos campos potencialmente en pugna. Así, por ejemplo, una persona que esté en el nivel medio ambiente, pues esté se le parece como extranjero, externo y, por consiguiente, como una amenaza para su vida y su bienestar. Una persona que está en el nivel del ego, no solo encuentra que su medio es territorio extranjero sino que lo es también su propio cuerpo, lo cual significa que la naturaleza de sus conflictos y perturbaciones es diferente en sumo grado. Una persona así ha desplazado la línea limítrofe de “lo que uno es” y, por consiguiente, ha desplazado la línea de batalla de sus conflictos y sus guerras personales. En este caso, su cuerpo se ha pasado al enemigo.

Esta línea de batalla puede adquirir una gran importancia en el nivel de la persona (máscara), porque aquí el individuo ha trazado la línea limítrofe entre facetas de su propia psique, de modo que la línea de batalla se encuentra ahora entre el individuo en cuanto persona y su medio, pero también su cuerpo y ciertos aspectos de su propia mente.

Lo que aquí importa es que cuando un individuo dibuja los límites de su alma, establece al mismo tiempo las batallas de su alma. Cada nivel ve diferentes procesos del universo como extraños a él; y puesto que, como en cierta ocasión señaló Freud todo extraño parece un enemigo, cada nivel está potencialmente comprometido en diferentes conflictos con diversos enemigos. Dicho en la jerga sicológica, los diferentes “síntomas” se originan en distintos niveles.

En la actualidad hay un interés increíblemente amplio, y que no deja de crecer, en toda clase de escuelas y técnicas que se ocupan de los diversos aspectos de la conciencia. Mucha gente recurre a la sicoterapia, el análisis junguiano, el misticismo, la sicosíntesis, el zen, el análisis transaccional, el rolfing, el hinduismo, la bioenergética. Etc. Lo que tienen en común estas escuelas es que, de una manera u otra, todas intentan efectuar cambios en la conciencia de una persona. Pero ahí acaba la similitud.

El individuo sinceramente interesado en aumentar y enriquecer su conocimiento de si mismo, se encuentra con una variedad tan asombrosa de sistemas sicológicos y religiosos que apenas si sabe por dónde comenzar o a quién creer. Incluso si estudia cuidadosamente todas las escuelas importantes de sicología o de religión, lo más probable es que termine tan confundido como cuando empezó, porque estas diversas escuelas, tomadas en conjunto, indiscutiblemente se contradicen entre si.

¿Apuntan todas ellas al mismo nivel de la conciencia de la persona? ¿No podría ser que estos enfoques tan diferentes, lejos de estar en conflicto o de ser contradictorios, reflejan realmente diferencias muy concretas en los diversos niveles del espectro de la conciencia? ¿No sería posible que esos diferentes enfoques sean, todos ellos, más o menos correctos cuando se emplean en su propio nivel principal?

Si así fuera estaríamos en condiciones de introducir considerable orden y coherencia en un campo que, de otra manera, es de una complejidad enloquecedora. Entonces se pondría de manifiesto que todas estas escuelas sicológicas y religiosas diferentes no representan tanto maneras sino que son más bien enfoques complementarios de diferentes niveles del individuo.

De este modo, para no dar más que unos pocos ejemplos muy breves y generales, el objetivo del sicoanálisis y de la mayoría de las formas de terapia convencional, tales como: sicodinámica, análisis transaccional, terapia primal, etc. Es remediar la radical escisión entre los aspectos conscientes e inconscientes de la psique, de modo tal que la persona se ponga en contacto con “la totalidad de su mente”. Estas terapias apuntan a reunificar la persona. En otras palabras, son todas ellas terapias orientadas hacia el nivel del ego, intentan ayudar al individuo que está viviendo como “persona” para que vuelva a cartografías su alma como ego.

La meta de la mayoría de las llamadas terapias humanísticas tales como la bioenergética, la rogeriana, la guestáltica, la logoterapia, el análisis existencia, etc. Es curar la escisión entre el ego y el cuerpo, re-unir la psique y el soma para así revelar el organismo total. Por eso, a la sicología humanista –llamada Tercera Fuerza (si se considera que las dos principales fuerzas, en sicología, son el sicoanálisis y el conductismo)- se le designa también como “movimiento de potencial humano”. Al extender la identidad de la persona desde la mente o ego hasta la totalidad del organismo, se liberan los vastos potenciales del ser total, poniéndolos a disposición del individuo.

Si profundizamos aún más, encontraremos que la meta de disciplinas como el budismo zen, el hinduismo vendanta, el esoterismo, el taoísmo, la meditación transcendental, etc., es curar la escisión entre el organismo total y el medio, para revelar una identidad –una identidad suprema- con el universo entero. En otras palabras, apuntan al nivel de la conciencia de unidad, pero no olvidemos que entre ese nivel y el del organismo total están las bandas transpersonales del espectro. Las terapias que se dirigen a este nivel se interesan profundamente por los procesos que se dan en la persona, pero que son realmente “supraindividuales” o “colectivos” o “transpersonales”. Incluso hay quienes se refieren a un “yo transpersonal”, que si bien no es idéntico al Todo (entonces sería conciencia de unidad), trasciende los límites del organismo individual. Entre las terapias que se dirigen a este nivel se encuentran la sicosíntesis, el análisis junguiano, diversas prácticas preliminares del yoga, las técnicas de meditación trascendental y otras.

Todo esto es, naturalmente, una versión muy simplificada de las cosas, pero señala con eficiencia de qué manera, en general, la mayor parte de las principales escuelas de sicología, sicoterapia y religión no hacen más que dirigirse a los diferentes niveles principales del espectro.

El crecimiento es redistribución, nuevo trazado de zonas y diseño del mapa. Es primero un reconocimiento, y después un enriquecimiento de niveles cada vez más profundos y más vastos de lo que uno es.

Fuentes:

Ken Wilber.
Tomado del Capitulo I del libro "Conciencia sin Fronteras", por K. Wilber.

Extractado por Alberto Merlano A. Marzo 1992

http://www.geocities.com/ludico_pei/ludica.gif
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Ver tambien:

Extractado por Alberto Carvajal de
K. Wilber.- Conciencia sin Fronteras.

http://www.alcione.cl/nuevo/assets/logo.gif



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