sábado, 27 de diciembre de 2008

Hombre y mujer de conocimiento

El lector espera, y con razón, se le expliquen las motivaciones subyacentes a la obra que se le presenta como realizada, se le adelante en pocas palabras la naturaleza de la misma, su organización y estructura, y hasta el estilo en el que está escrita. Tiene derecho a saber si es el tipo de obra que le interesa y a comprender desde el comienzo lo que se le ofrece, para juzgar al mismo tiempo que lee. Como el autor se toma el derecho a decir todavía una última palabra disfrazada de primera, que es en lo que se suele convertir una introducción.

Las motivaciones para escribir la presente obra fueron varias y convergentes, sin que podamos decir cuál fue o es la más importante. Una de ellas nació al primer contacto nuestro con la obra de Carlos Castaneda y todavía no nos ha abandonado. Acostumbrados a pensar en Oriente y en místicos cristianos de Occidente cuando es cuestión de hacer referencia a doctrinas y espirituales profundos, no salíamos de nuestro asombro al sentir estar frente a doctrina y maestro de la misma calidad, personalizados en un indio yaqui, don Juan Matus. Lo que siempre creíamos tener que encontrar fuera, resulta que lo teníamos adentro, en nuestro propio continente, en su cultura o, mejor, culturas, con los mismos giros y el mismo gusto por la vida, con el mismo calor, con el color y sabor de las demás cosas. Y nos acordamos del reproche, pero al revés, que con toda razón Aldous Huxley hiciera en 1945 en La filosofía perenne a los eruditos occidentales. Huxley calificaba el comportamiento de éstos de «ignorancia enteramente voluntaria y deliberada» y, peor aún, de «imperialismo teológico», en el caso de ellos porque mostraban no conocer a los espirituales orientales. ¿Cómo calificaría nuestro proceder de no citar, por desconocimiento, enseñanzas comparables con las elaboradas de Oriente y de Occidente?

Pero no fue esta la única motivación, aunque ella sola fuera más que suficiente. Porque, después de todo, la obra de Carlos Castaneda no es que no sea conocida, todo lo contrario. Sus lectores, como los ejemplares vendidos de sus obras, se cuentan por varios millones y en nuestro medio. Pero también son muchos los que, habiendo leído solamente alguna obra salteada o, menos aún, algunas partes, se sorprenden cuando se les dice que la obra de Carlos Castaneda puede ser valorada como la propuesta de una gran espiritualidad. Nunca la habían considerado así. Largos discursos sobre drogas, aliados, poderes, pases mágicos y punto de encaje, les impidió descubrir esta dimensión. Sin embargo, en la espiritualidad bien entendida, profunda, bien fundamentada, exigente y rigurosa consiste la trascendencia de las “enseñanzas de don Juan”. Y de esta convicción nació nuestro propósito: estas enseñanzas había que mostrarlas a los lectores.


Por otra parte, la propuesta que Carlos Castaneda nos hace es totalmente laica, en otras palabras, es la espiritualidad más pertinente que se pueda hacer hoy. Porque, por razones que encontrará el lector en el capítulo 2, la espiritualidad acorde con la sociedad y cultura de conocimiento como son las nuestras, tiene que ser laica, no puede ser religiosa. Con razón, Carlos Castaneda y su maestro don Juan Matus, que estiman su propuesta «ser hombre de conocimiento » la hazaña más grandes que pueda realizar el ser humano, no la consideran “espiritualidad”, no la consideran religiosa, algo así como una propuesta de fe o de moralidad. Una manera de enfatizar y reivindicar el carácter laico de su propuesta. No es necesario enfatizar cómo, por las mismas razones, personalmente nos identificamos con esta su naturaleza laica.

Lo anterior, en cuanto a lo que fueron y son nuestras motivaciones en esta obra, expresadas de una manera muy sintética. Ahora, ¿en qué consiste? Básicamente, en una introducción temática a la obra de Carlos Castaneda, estructurada en ocho capítulos articulados éstos en tres bloques: uno primero, de dos capítulos, para presentar personajes y obra y fundamentar el carácter laico de la espiritualidad que se va a desarrollar; un segundo, de cuatro capítulos, donde se intenta captar y presentar al lector una síntesis temática de la obra de Carlos Castaneda en la clave aquí retenida de espiritualidad; y un tercer y último bloque, de dos capítulos, para abordar dos temas complementarios muy pedagógicos, por decir lo menos, presentes en la misma obra, la relación de la experiencia narrada y propuesta en ésta con la poesía, por una parte, y con la religión, principalmente en su versión católica, por otra.

Una lectura así de Carlos Castaneda, no está exenta de subjetividad. Como es inevitable, está hecha desde el punto de vista que es el nuestro, y ello no sin una cierta selección y priorización de temas y subtemas. Aunque esperamos no haber traicionado en lo profundo “las enseñanzas de don Juan”, ni decepcionado al lector, quien en definitiva juzgará de la validez y valor del intento.

En todo caso, con este trabajo no hemos pretendido otra cosa que llegar a interesar al lector por la obra misma de Carlos Castaneda. De ahí el estilo en que lo hemos escrito, de énfasis, glosa y comentario, y abundando en citas, tanto en el cuerpo de la obra como a pie de página, para que así el lector pueda admirar la belleza en la expresión y la riqueza de pensamiento. Si leyendo este avance, el lector siente la necesidad de ir directamente a la obra de Carlos Castaneda para, sin desmayo, apropiarse de su propuesta espiritual, nuestra satisfacción será grande, habremos logrado nuestro objetivo y al menos en una primera lectura nuestra obra habrá servido de guía.

Aunque un logro ya es seguro, porque es real, de los que nadie ni nada puede arrebatar: el placer de haber trabajado con lo que constituye el fruto más granado de cualquier cultura: la experiencia que no tiene nombre.

Lea el capítulo 3
Ser hombre de conocimiento

Hombre de conocimiento
Una realidad aparte
Ver
Parar el mundo
Los cuatro enemigos
Tarea ardua

Lea el capítulo 5
Un camino de corazón
La importancia del caminar
Un camino de corazón
«Viaje al Ixtlán »
Sin casa adonde regresar






Un camino de corazón

En las diferentes tradiciones la espiritualidad, así como sus diferentes métodos, con frecuencia es presentada como un camino. Y quien dice camino dice jornada, recorrido, esfuerzo personal, trabajo sobre uno mismo. Lo contrario de automatismo y de magia. Igual sucede en el planteamiento de don Juan Matus y de Carlos Castaneda. Y de ello será objeto en el presente capítulo.

Como veremos, la imagen del camino está muy presente, desde el puro comienzo, en la obra de Carlos Castaneda. Decimos bien desde el puro comienzo, ya que en el primer libro, Las enseñanzas de don Juan, el subtítulo reza “A Jaqui way of Knowledge”. En castellano “way” aparece traducido por “forma”, pero “way” significa también “camino”. Y la tercera obra, llevará por título “journey”, Viaje a Ixtlán, viaje o camino, evidentemente, una metáfora de don Genaro para expresar su vida y la vida de todo aquel que quiere ser hombre de conocimiento. Comencemos por lo importante que es caminar. Sin jornada y esfuerzo, imposible llegar a ser hombre de conocimiento.

La importancia del caminar

Don Juan Matus habló mucho de varias plantas alucinógenas, de poderes y de aliados, de manera que a primera vista, al igual que sucede en las falsas espiritualidades, pareciera que don Juan creyera en la eficacia mágica de ciertos medios y así lo enseñara.

En primer lugar, eso fue al puro comienzo y, ya sabemos, tenía un objetivo pedagógico. En segundo lugar, la desmitificación de cuanto puede dar lugar a una interpretación como ésa es formulada en las mismas páginas. El poder y los medios de poder, por importantes que sean, están supeditados a la clase del saber que se tenga. En otras palabras, el saber es más importante. que el poder, como el saber cosas que valen la pena es más importante que el saber cosas que valen poco. En este sentido, considerar el poder y los aliados como herramientas supremas, es de tontos. Y por lo que refiere a los aliados, éstos no son más que la ayuda relativa que el interesado puede derivar de la experiencia de estados de realidad no ordinaria como los producidos por las drogas. Nada, pues, de saber esotérico o de poderes ocultos. Nada, pues, de propuestas fáciles.

Lo verdaderamente importante, e indispensable, son las actitudes del propio sujeto: tener intención rígida, una claridad de mente, ser inflexible consigo mismo, vencer todas las dudas, ser un guerrero, saber esperar, vivir una vida verdadera. Es trabajo duro.

Porque es cada quien que hace y debe hacer su camino. Progresivamente se lo fue enseñando don Juan a Carlos Castaneda. Así cuando éste le preguntó por el significado de la canción que su “protector” le había enseñado durante una ingestión del humito. Don Juan le hace ver que no le puede enseñar tal cosa, porque no la sabe, porque, como experiencia, es propia de cada quien. Enseñar lo que significa es como aprender canciones ajenas, cuando cada quien debe tener su propia canción. «Oyendo cantar las canciones del protector, luego se conoce quiénes son farsantes. Nada más las canciones con alma son suyas y él las enseñó. Las otras con copias de canciones de otros hombres. La gente es a veces engañosa. Canta canciones que ni siquiera sabe qué dicen.» Caminar no es imitar ni seguir los caminos de otros, es hacer el propio camino. Tanto que el arte de un maestro es llevar su discípulo hasta el borde del camino y poner trampas. «Un maestro sólo puede señalar el camino y hacer trampas.»

De hecho, llegado un momento don Juan le hablará a Castaneda de “ver” como lo que realmente es, un proceso independiente de los aliados y de las técnicas de brujería. Porque se trata de dos cosas bien diferentes. Si drogas y otras técnicas son medios que pueden ayudar en un comienzo y a determinadas personas, el “ver”, el conocimiento, no tiene nada que ver con la brujería, como no tiene nada que ver con la manipulación, es todo lo contrario. “Ver” es el resultado del trabajo más puro, total y desinteresado de cada quien sobre sí mismo. Aún mejor, “ver” es el producto de “ver”, y por eso a “ver” sólo se aprende “viendo”. Como lo que llama voluntad, intento, nagual, espíritu, «ocurre misteriosamente». Existe, sus resultados son asombrosos, pero no hay modo de hablar de ello. Lo que hay que saber es que se puede lograr, que hay que trabajar, caminar en esa dirección y saber esperar. Y el verdadero poder consiste en esa voluntad, en esa fuerza, en esa nueva condición humana.

Es en Viaje a Ixtlán donde Carlos Castaneda evoca la primera vez que logró “parar el mundo”, hecho que con razón califica de monumental en su vida, pero para decirnos lo siguiente: cómo a raíz de tal hecho tuvo que reexaminar en detalle su trabajo de los diez años anteriores y cómo se le hizo evidente que, contra lo que pensaba, las plantas psicotrópicas para nada eran algo esencial en las enseñanzas de don Juan. Lo verdaderamente importante era lo que hasta entonces había dejado de lado: las técnicas de “parar el mundo”, diríamos, las técnicas y actitudes de la verdadera contemplación, del verdadero conocimiento. Ya que para “ver” primero era necesario “parar el mundo”.

Técnicas como borrar la historia personal, perder la importancia de uno mismo, practicar el desatino controlado, tener la muerte como consejera, hacerse responsable de todos sus actos, volverse cazador, romper las rutinas de la vida, ser inaccesible, “no-hacer”, y otras tantas más, es este trabajarse a sí mismo, sin pausa y sin obsesión, libre y creadoramente, sin desmayo y con felicidad. Y lo mismo las artes de estar consciente de ser, del acecho, del intento y del ensueño. El mismo nombre lo dice, son artes, y hay que cultivarlas como tales, con disciplina, concentración y paciencia, como subraya Erich Fromm en El arte de amar, con total dedicación, pero a la vez de una manera realizada y feliz, voluntariamente soberana y libre. Por ello ante cualquier camino, antes de y para poder seguirlo, hay que preguntarse si tiene corazón.

Un camino de corazón

El camino del conocimiento, como cualquier otro camino de espiritualidad, es ya de por sí radical y exigente como para poder seguirlo a la fuerza, contra voluntad. Se podrá seguir, y muchos mal dirigidos así lo intentan, pero no dará los frutos prometidos. El camino quedará en pura ascesis, en moral, pero no llevará al conocimiento.

Don Juan Matus es de claridad meridiana a este respecto. Veamos un pasaje perteneciente a la primera obra de Carlos Castaneda, Las enseñanzas de don Juan: «La yerba del diablo es sólo un camino entre cantidades de caminos. Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada (... ) Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. (…): ¿tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el camino; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro debilita.» El camino tiene que convencer, hay que llegar a sentirlo como propio.

Pero ¿cómo sabe usted cuando el camino no tiene corazón?, le preguntó Castaneda, por él y por nosotros, a don Juan. «—Cualquiera puede saber eso. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando uno por fin se da cuenta de que ha tomado un camino sin corazón, el camino está ya a punto de matarlo. En esas circunstancias muy pocos hombres pueden pararse a considerar, y más pocos aún pueden dejar el camino.»

Este es el problema más grave. No sólo es cuestión de facilidad, que lo es, a un camino con corazón se le toma más el gusto, es más fácil, sino también, con más frecuencia de lo que se piensa, una cuestión de vida o muerte. Un camino sin corazón, como por ejemplo el de la religión convertida en moral, es un camino que puede llegar a matarlo a uno. Fácilmente se convierte en el único camino, el camino de la verdad, y como tal un camino que anestesia. En esta opción la pregunta por el camino se hace prácticamente imposible, no se hace, y el día que se hace, suele ser demasiado tarde: falta energía para abandonar el camino y comenzar de nuevo. Esto mismo es lo que pasa, aunque en forma proporcional, aún entre caminos de espiritualidad, según éstos, y con relación a quien hace el camino, tengan corazón o no lo tengan, sean mejores o peores, más adecuados o menos.

Uno siempre debe escoger el camino, el camino de corazón. «Siempre hay que escoger el camino con corazón para estar lo mejor posible, quizá para poder reír todo el tiempo.» Y para escogerlo tiene que estar libre de ambición y de miedo. Para una vez escogido, recorrerlo con corazón: un camino de corazón y con corazón.

No es el camino en sí lo que es importante. Cualquier camino no será nada más que un camino entre cantidad de caminos. Al final de cuentas un camino es un método, una disciplina, un comportamiento, hasta el punto que cualquier cosa puede ser un camino. Y en tal sentido, todos los caminos son iguales, en sí mismos considerados no llevan a ninguna parte. Son lo que son, y nada más: puros medios. El secreto está en que el camino sea sabio y adecuado para uno, tenga corazón, y en la forma de seguirlo, con sobriedad y serenidad, sin tensión, morbidez ni obsesiones. Aún el mejor camino, vivido con ansiedad y preocupación, resulta una trampa. El camino del conocimiento es el camino por excelencia de la sobriedad. Y la sobriedad no es otra cosa que la realidad tal cual es. Cualquier cosa que se le añada termina sobrando porque la impide.

Viaje a Ixtlán

“Viaje al Ixtlán” es la metáfora, por lo demás muy sugerente, del camino del que estamos hablando. Tan importante como metáfora, que da título a toda la tercera obra de Carlos Castaneda, pese a que en realidad sea sólo en el último capítulo, el XX, en el que la metáfora es utilizada y su sentido, explicado.

Quien hace uso de ella es don Genaro Flores, el indio mazateco, amigo y compañero de don Juan, en una narración de todo punto vista emblemática, dirigida a Castaneda. Aparentemente se trataba de la historia del primer encuentro con su aliado.

Después de una lucha con su aliado en la que don Genaro resultó victorioso, y no sabiendo dónde se encontraba exactamente, éste decide volver a su casa: «—Voy a mi casa, en Ixtlán», dijo a unos indios que se encontró. En el camino se va a encontrar con varios tipos de gentes, hombres y mujeres, incluso a un niño guardando cabras, gentes “fantasmas” como él dice, en el doble sentido de que lo son y de que no hacen su “camino” aunque parecen caminar, y más bien tratan de apartarlo a él del suyo. Les falta lo que él si tiene: conocimiento y determinación. «Supe que Ixtlán quedaba en la dirección que yo llevaba». «Supe entonces que iba bien para Ixtlán y que esos fantasmas trataban de apartarme de mi camino». Perdido, en las montañas peladas y en sus caminos, la tristeza quiso asaltarlo, pero no cede. Recuerda que tiene un aliado y que nada podrán hacerle los fantasmas: «… mi decisión era inflexible». «No me detuve ni las miré». De hecho, después de su encuentro con su aliado, ya nada era real, ya nada era como antes: quienes le rodeaban eran gente, pero no reales. Ante su voluntad, más fuerte que los fantasmas, éstos dejaron de molestar. ¿Qué ocurrió después de eso?, le pregunta Carlos. «—Seguí caminando», fue la respuesta sin énfasis. Y aquí la narración parecía iba a terminar.

En este impase retórico, Castaneda va a hacer la pregunta detonante de la metáfora: «¿Cuál fue el resultado final de aquella experiencia. Digo, ¿cuándo y cómo llegó usted por fin al Ixtlán?. / Ambos echaron a reír al mismo tiempo. / —Con que ése es para ti el resultado final —comentó don Juan—. Digamos entonces que no hubo ningún resultado final. ¡Genaro va todavía camino a Ixtlán!». Y don Genaro remarcó «—Nunca llegaré a Ixtlán. (…) —Pero en mis sentimientos…en mis sentimientos pienso a veces que estoy a un solo paso de llegar. Pero nunca llegaré. En mi viaje, ni siquiera encuentro los sitios que conocía. Nada es ya lo mismo. (…) —En mi viaje a Ixtlán sólo encuentro viajeros fantasmas.»

En este momento Carlos percibe que el viaje a Ixtlán de don Genaro era una metáfora; metáfora sin embargo de un camino bien real, el camino del conocimiento. Los que no eran reales eran los viajeros, porque su vida no era un caminar a Ixtlán. Por ello, señalando a don Juan, dijo don Genaro: « —Este es el único que es real. El mundo es real sólo cuando estoy con éste.»

Un camino que no tiene fin, en este sentido nunca llevará a un resultado final, don Genaro va todavía camino a Ixtlán, pero que tampoco es compatible con la marcha atrás: «te encontrarás vivo en una tierra desconocida —le dice don Juan a Castaneda—. Entonces, como es natural para todos nosotros, lo primero que querrás hacer es volver a Los Angeles. Pero no hay modo de volver a Los Angeles. Lo que dejaste allí está perdido para siempre. (…) y el brujo inicia su camino a casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que ningún poder sobre la tierra, así sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba. Eso es lo que Genaro te dijo. »

Sin casa adonde regresar.

Otro tema clásico en los grandes maestros espirituales: una vez tomada la decisión, no hay posibilidad de volver atrás, a lo conocido, a lo habitual, a la vida de antes. Expresado en otros términos, una vez muertos al yo, superado éste, no hay yo adonde volver, no hay casa adonde regresar. En palabras de Jesús de Nazaret, «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo tienen sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde descansar la cabeza.» (Lucas 9, 58). Palabras que el evangelista Lucas ubica una vez presentada la gran decisión del camino tomada por Jesús: «Como ya se acercaba el tiempo en que debía salir del mundo, emprendió resueltamente el camino a Jerusalén.»

Como en los maestros espirituales, también en las enseñanzas de don Juan Matus el camino del conocimiento no conoce marcha atrás. Muy pronto, y en términos dramáticos, se lo enseñó así a Castaneda: «Mi benefactor decía que, cuando un hombre se embarca en los caminos de la brujería, poco a poco se va dando cuenta de que la vida ordinaria ha quedado atrás para siempre; de que el conocimiento es en verdad algo que da miedo; de que los medios del mundo ordinario ya no le sirven de sostén; y de que si desea sobrevivir debe adoptar una nueva forma de vida.» Esta forma de vida no es otra que la del guerrero.

En el caso de Carlos Castaneda, tan dado a explicarlo todo, una forma de siempre querer regresar a su yo, el no regreso va a ser un tema muy enfatizado. Precisamente, en el capítulo XIX de Viaje a Ixtlán preparando el tema del capítulo XX y último ya visto, le advertirá don Juan a Castaneda: «—Eres muy listo —dijo por fin—. Regresas adonde siempre has estado. Pero esta vez se acabó el juego. No tienes a dónde regresar. Ya no voy a explicarte nada.» En adelante tendrá que conocer con todo su ser, incluido su cuerpo, y vivir en consecuencia, hacer de su vida un camino.

Decir que no hay marcha atrás es una manera de expresar la exigencia del camino del conocimiento, a la vez que la experiencia de quien lo alcanza. Mientras es sentida como una exigencia, siempre es posible la marcha atrás, no así cuando la persona de algún modo se ha visto tocada por el conocimiento. A esta condición se refiere don Juan Matus cuando le enseña a Castaneda: «Los brujos creen que, hasta el momento mismo en que desciende el espíritu, cualquier brujo puede dejar la brujería, pero ya no después. (…). —Existe un umbral que, una vez franqueado, no permite retiradas —dijo—.»

No hay ya marcha atrás, no hay ya regreso a casa, sólo camino hacia delante, en el infinito y en todas las direcciones. Aquí no hay camino, ni siquiera caminos de corazón y que haya que seguir con corazón. Aquí se llegó a la totalidad de la realidad y de uno mismo, aquí se llegó a la nueva casa.
En el taoísmo se le llamará Tao, en el hinduismo Mãrga, en el islam Tarîqa. Los términos como se conocen algunas de las principales formas del budismo, Mahayana = «Gran Vehículo», Hinayana = «Pequeño Vehículo», no son menos expresivos. En cuanto al cristianismo será frecuente hablar de camino de perfección (Santa Teresa de Jesús) y de camino interior, incluso en nuestros días, como lo hace Mariano Corbí en una de sus obras, El camino interior. Más allá de las formas religiosas, Ediciones del Bronce, Barcelona 2001.
Según muy prontamente le sentenciara don Juan Matus a Carlos Castaneda, «nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera de aprender debía aprenderse por el camino difícil.»
«En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas alucinógenas. »
El maestro tiene que no caer en el vicio de ser maestro. «Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maestros —dijo don Juan sin mirarme—. Y no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.»
El desatino controlado es el equivalente de la «santa indiferencia» en los espirituales cristianos, un interés libre de sí mismo, desinteresado, que don Juan explicó a Castaneda de la siguiente manera, respondiendo a la pregunta directa de éste sobre qué es exactamente el desatino controlado: «Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y si embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que me preguntaras, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!»

«Para lograr éxito en cualquier empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.»
«Todo lo que se requiere es impecabilidad, eso es energía. Todo comienza con un solo acto que tiene que ser premeditado, preciso y continuo. Si este acto se lleva a cabo por un período de tiempo largo uno adquiere un sentido de intento inflexible que puede aplicarse a cualquier cosa. Si se logra ese intento inflexible el camino queda despejado. Una cosa llevará a otra hasta que el guerrero emplea todo su potencial.»
«—En el camino del conocimiento hay peligros incalculables para quienes carecen de sobriedad y serenidad —prosiguió—.» «Nadie podría tener convicciones más fuertes que los antiguos videntes, y sin embargo eran débiles. Tener fuerza interna significaba poseer un sentido de ecuanimidad, casi de indiferencia, un sentimiento de sosiego y de holgura. Pero sobre todo, significaba tener una inclinación natural y profunda por el examen, por la comprensión. Los nuevos videntes llamaron sobriedad a todos estos rasgos de carácter.» «Lo que verdaderamente necesitamos es sobriedad, y nadie puede dárnosla, ni ayudarnos a obtenerla, salvo nosotros mismos.»
«La guerra para el brujo es la lucha total contra ese yo individual que ha privado al hombre de su poder.»
«Dijo que el nagual Julián solía decirles que habían sido expulsados de los hogares en los que habían vivido todas sus vidas. Un resultado de ahorro de energía había sido la desorganización de su cómodo y acogedor nido en el mundo de la vida cotidiana.»
«—Sólo como guerrero se puede sobrevivir en el camino del conocimiento —dijo— Porque el arte del guerrero es equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre.»
Otra forma de expresar la no vuelta atrás será decir hay un abismo sin fondo en frente y «una vez que la puerta se abre no hay manera de volverla a cerrar.»

«—Dicen los brujos que el cuarto centro abstracto nos acontece cuando el espíritu corta las cadenas que nos atan a nuestro reflejo —continuó—. Cortar nuestras cadenas es algo maravilloso, pero también algo muy fastidioso porque nadie quiere ser libre.» "Centros abstractos" es una manera de referirse a las manifestaciones de lo que en sí es inefable, lo abstracto, el intento, el espíritu. Y como vemos, para que se dé esta manifestación hay que superar todo conocimiento reflejo de nuestro yo. «—Los brujos ya no son parte del mundo diario —siguió don Juan—, simplemente porque ya no son presa de su reflejo.»


viernes, 26 de diciembre de 2008

Ser hombre de conocimiento

En una entrevista que el psicólogo Sam Keen hiciera a Carlos Castaneda apenas aparecido su tercer libro, Viaje a Ixtlán, y ante la pregunta «¿Cuáles son los elementos de las enseñanzas de don Juan que son importantes para usted? », su respuesta fue: «Para mí las ideas de ser guerrero y un hombre de conocimiento, junto con la eventual esperanza de ser capaz de parar el mundo, han sido más aplicables» . Más aplicables y, muy probablemente, las más importantes. Así quisiéramos destacarlo en nuestro trabajo, teniendo en cuenta que “parar el mundo” es el paso previo necesario para ver, por lo tanto para llegar a ser hombre de conocimiento . Comenzamos por la más importante de todas, por esta última.

«Hombre de conocimiento»

Para expresarlo con una frase, así como con justeza se ha dicho del Evangelio que todo él se puede resumir en un solo concepto, el de reino de Dios, las enseñanzas de don Juan se pueden resumir en el concepto y propuesta ser hombre de conocimiento. Así lo destaca el propio Carlos Castaneda en el análisis estructural que añadió como segunda parte a Las enseñanzas de don Juan.

La estructura de éstas se compondría de cuatro conceptos o unidades, siendo la primera de todas «hombre de conocimiento». Esta era la meta de sus enseñanzas, y así se lo declaró don Juan en una etapa muy temprana: «”enseñar” cómo llegar a ser un hombre de conocimiento». Porque para don Juan conocer, aprender, saber, es también la meta de todo ser humano, su destino y su quehacer. «El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal. » «Nuestra suerte como hombres es aprender», «… los seres vivientes existen solamente para acrecentar la conciencia de ser.»

El día en el que don Juan le comunicó estar decidido a enseñarle los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento, Castaneda presintió que una fase nueva de aprendizaje, seria y exigente, iba a comenzar. No se equivocaba. Tratando de evitarla adelantó la excusa de no llenar los requisitos para una tarea así, y que sería feliz de poder estar sentado allí, escuchándolo durante días enteros, sin hacer otra cosa, que para él «eso sería aprender». Su temor tenía fundamento, solamente que la exigencia iba a ser mayor de lo que él se imaginaba. En el análisis estructural antes citado Castaneda la desagregaría en siete requerimientos:

1) llegar a ser hombre de conocimiento era asunto de aprendizaje;
2) un hombre de conocimiento poseía intención rígida;
3) un hombre de conocimiento poseía claridad de mente;
4) llegar a ser hombre de conocimiento era un asunto de labor esforzada;
5) un hombre de conocimiento era un guerrero;
6) llegar a ser hombre de conocimiento era un proceso incesante;
7) un hombre de conocimiento tenía un aliado.

Don Juan expresaría la misma exigencia de una manera más sintética: «—Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender —dijo—. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que se puede en desenredar los secretos del poder y del conocimiento.»

Ser hombre de conocimiento, pues, es una meta muy exigente, la más exigente que se puede plantear el ser humano, pero que vale la pena, la única que vale la pena. Porque no hay otra manera de vivir o, mejor dicho, la otra manera de vivir, sin conocimiento, es muy triste y, lo que no deja de resultar irónico, demanda el mismo trabajo. De manera que «O nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes. La cantidad de trabajo es la misma.»

La vida del ser humano común es como la tarde de un domingo, al fin de cuentas vacía y efímera . Sin embargo en la vida de un hombre de conocimiento no hay vacío. Todo está lleno hasta el borde. En él no hay victoria, ni derrota, ni vacío «Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena». Es una meta exigente, pero llena de vida y de luz.

La condición que significa ser hombre de conocimiento quizás sea muy corta en términos de duración. Porque «Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante muy corto, después de vencer a los cuatro enemigos naturales.». Y, encima, el camino que conduce a tal condición, eso sí es cierto, es difícil y largo. Pero esta experiencia, que puede ser puntual, no tiene punto de comparación con ningún otro tipo de experiencia en la vida. Es lo máximo que el ser humano puede vivir. En realidad, es todo. Cuando el ser humano adquiere la conciencia de ser todo, es que, en realidad, es todo. Es la condición que corona al ser humano.

Porque el hombre de conocimiento es el que llega a la “totalidad de sí mismo” y vive desde la “totalidad de sí mismo”. Vive la realidad y vida ordinarias, y vive la realidad y vida inmanentes o trascendentes, como quiera expresarse, a aquéllas, que el común de los mortales no sospecha. Vive la vida y realidad totales, que, como totales, constituyen para él una unidad: «… sólo un hombre de conocimiento percibe el mundo con sus sentimientos y con su voluntad y también con su ver.» Después de esa totalidad no hay algo más, es lo último.

Desde esta totalidad de sí mismo, el hombre de conocimiento se percibe literalmente en un mundo maravilloso y rodeado de eternidad, la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz, le dijo don Juan a Carlos Castaneda. «—¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas? (… …). ¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? —prosiguió—.¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.» «Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera. (…) Aquí, alrededor de nosotros, está la eternidad misma.»

De ahí el llamado vehemente de don Juan a Carlos Castaneda a buscar y ver las maravillas que lo rodean y a hacerse responsable de estar en este mundo extraño. Extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, impenetrable: «…mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy corto para presenciar todas las maravillas que existen.» Tantas y de tal calidad, que no hemos agotado nada. «Templa tu espíritu, llega a ser un guerrero, aprende a ver, y entonces sabrás que no hay fin a los mundos nuevos para nuestra visión.» En fin, «Cuando uno ve, no hay detalles familiares en el mundo. Todo es nuevo. Nada ha sucedido antes. ¡El mundo es increíble!»

Pero además el hombre de conocimiento lo es plenamente. Ama y quiere adultamente, sin ninguna preocupación, sin ningún apego ni interés, sin ninguna obsesión ni morbidez. Tiene y vive una vida verdadera, sana, buena, fuerte. Vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar. Más aún, ha aprendido a reducir a nada sus necesidades. Para él sentirse pobre o necesitado, lo mismo que odiar, tener hambre o sentir dolor, es sólo un pensamiento. Porque, hombre de conocimiento, él es todo lo que ve o, mejor, lo es todo: «Un hombre que ve lo es todo». Como conocimiento, conciencia pura y luz que es, para él el mundo y él mismo ya no son objetos: «El es un ser luminoso en un mundo luminoso.»

En este nivel de todo, nada es lo que se puede expresar, si no es mediante metáforas y símbolos, porque nada es lo que se puede conocer en términos de nuestro conocimiento ordinario, y porque cualquier cosa en este nivel de conocimiento en realidad es nada.

¿Qué es la realidad que se ve, el mundo, los otros, la experiencia del conocimiento o ver? ¿Qué es uno mismo? Existen, son reales, son la realidad más real porque es todo. Y a la vez es nada. «¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo eso? —dijo, barriendo el entorno con un gesto de cabeza.» Las cosas que se miran, que ya no son familiares, que son nuevas, lo son tanto que se vuelven nada. El mismo ver será algo que ni siquiera se puede pensar. Otro tanto hay que decir del poder personal. «No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas delante de tus propios ojos.» Y sin embargo visto desde el conocimiento ordinario es inefable. De ahí la justeza de la oposición algo/nada, todo/nada, que tantas veces encontramos expresada en las enseñanzas de Juan.

Hablar de la totalidad de sí mismo, como la condición desde la que conoce y actúa el hombre y mujer de conocimiento, supone hablar de una realidad en el ser humano y en las cosas a la que no estamos acostumbrados. Nos referimos a lo que con el título de un libro Castaneda llama una «realidad aparte»

«Una realidad aparte»

Si no hubiera más realidad que la que vemos, nada de lo hasta aquí dicho sobre el hombre de conocimiento tendría sentido. ¿Qué sentido tendría ser hombre de conocimiento si no hay más realidad y mundo que los que vemos y si para conocer éstos basta con el tipo de conocimiento ordinario que ya tenemos? La posibilidad, pues, de ser hombre y mujer de conocimiento, está en la existencia de esta realidad otra, la misma que vemos, porque no hay otra, pero totalmente diferente de como la vemos.

Las enseñanzas de don Juan a Carlos Castaneda lo fueron en función de que éste llegara a conocer esta realidad. Siempre que habló en términos de hombre de conocimiento, suponía esta realidad otra y era en función de ella. El conocimiento del que don Juan le habló siempre fue el conocimiento de esta realidad. Este era el secreto de don Juan, su conocimiento. Esto es lo que quería trasmitirle o, mejor, por esto quería que Castaneda fuera hombre de conocimiento: para llegar a conocer la realidad como es, en su totalidad, y verla desde la totalidad indivisa de su ser, y no ya a partir de una función tan parcial y tan fraccionada como la razón o el pensamiento.

Al igual que en otros, en las enseñanzas de este tema don Juan mostró seguir un proceso progresivo. Primero fue la necesidad de una preparación remota, concretada en el caso de Castaneda en el uso de drogas; luego fue hablarle del ser del mundo como una descripción; y, por último, de la “realidad aparte” propiamente tal. En nuestra exposición seguiremos este mismo orden.

Como preparación remota, desde el principio don Juan conjuntó en la formación de Castaneda experiencia y teoría, práctica y discurso. Le inició en el uso de ciertas plantas alucinógenas y le habló del mundo que vemos como una percepción. Mediante las drogas Castaneda se iniciaba en la experiencia de percepciones de la realidad diferentes de las normales y más allá de ellas, y de esta manera en la experiencia de lo que el propio Carlos llamaría “estados de realidad no ordinaria”. De esta manera validaba lo que también conceptualmente le trasmitía: que existe más realidad de la que vemos, que el mundo que creemos real, lo único real, no es nada más que un reflejo de nosotros mismos; que en la condición actual conocemos únicamente lo que previamente hemos convenido en describir como existente y como real.

El aprendizaje no podía ser más pragmático. Antes de enseñarle los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento, por doble vía, práctica y teórica, don Juan inició a Castaneda en la experiencia de estados de realidad no ordinaria , estados de los que sería cuestión en sus primeros libros.

Concretamente se trataba de experiencias de alteración, mediante las drogas, de la personalidad (sujeto) y, por con siguiente, de la realidad. En estas experiencia aprendía y descubría cosas muy importantes y aparentemente contradictorias. Por ejemplo, que la realidad es lo que uno siente ser la realidad , y, por otra parte, que la realidad percibida en un estado de conciencia no ordinaria existe como realidad fuera de uno . Que está y que no está, que es y que no es. «Las cosas no desaparecen. No se pierden, si eso es lo que quieres decir; simplemente se vuelven nada y sin embargo siguen estando ahí.» Aprende también que para ver la realidad, cualquier objeto, cualquier cosa, como en sí misma es, hay que verla como en sí misma es, sin imágenes, sentimientos o prejuicios previos, sin interés . De lo contrario, por más que haya logrado cambiar el estado de la conciencia, uno sólo conocerá lo que ya conocía o, mejor, lo que ya creía conocer. De esta manera lo iba preparando para el salto al ver o “estado de conciencia acrecentada”, a la aceptación y a la experiencia de la “realidad aparte”.

La experiencia tenida de la realidad y de él como sujeto mediante las drogas será doblada en todo momento de la enseñanza sobre el mundo como una descripción. Para don Juan, y así se lo advertirá incansablemente a Castaneda, lo que llamamos mundo o realidad es únicamente una descripción socializada que hemos hecho de él y en la que se nos introduce desde nuestra infancia . Pero una descripción tan fuerte, tan imperiosa y avasalladora que sustituye a la propia realidad. La descripción se convierte en la realidad y es la realidad. «El mundo de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por la tierra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos. Nosotros, o mejor dicho nuestra razón, olvida que la descripción es solamente una descripción y así atrapamos la totalidad de nosotros mismos en un círculo vicioso del que rara vez salimos en la vida.»

Lo que nos lleva a describir el mundo como lo hacemos es una fuerza, un poder; la fuerza y el poder que nos impulsan a la sobrevivencia. Don Juan la llama intento, anillo, “primer anillo de poder”. A la capacidad humana correspondiente la llamará atención y razón. Y la parte de nosotros mismos que desarrollamos en función de la realidad así concebida, y a nosotros mismos, tonal. Como fuerza y poder en función de nuestra sobrevivencia forman parte de nuestro ser y son buenas. Lo malo es cuando se erigen en nosotros en la única realidad que importa e incluso en la única realidad.

«Nosotros, los seres luminosos, nacemos con dos anillos de poder, pero sólo usamos uno para crear el mundo. Ese anillo, que se engendra al muy poco tiempo que nacemos, es la razón, y su compañera es el habla. Entre los dos urden y mantienen el mundo.» En efecto, este mundo o realidad en la que nos socializamos, los reproducimos después cada quien sin descanso mediante el diálogo interno continuo que mantenemos con nosotros mismo a propósito de la realidad. De ahí la necesidad de “parar el mundo” y, para parar el mundo, “frenar nuestro diálogo interno”.

Si lo que conocemos como mundo, como realidad, es una descripción en la que no hacemos más que reflejarnos nosotros mismos con nuestras necesidades y deseos, ¿qué es la “realidad aparte”?

La expresión “realidad aparte” no es quizás la mejor, ya que fácilmente puede inducir a error, a pensar en una realidad verdaderamente aparte, propia de otro mundo, de otra existencia. En este sentido, no hay tal realidad aparte. La única realidad es la que hay, la que nosotros rápidamente, impacientes, llenos de pánico a la orfandad, nos apresuramos a describir.

La realidad aparte es esta misma realidad, el mundo y el universo que nos rodean, los otros, nosotros mismos, porque no hay otra realidad, pero vista como en sí misma es, en toda su profundidad. Con una expresión que ya hemos utilizado, es la realidad vista en su totalidad y desde nuestra totalidad. No filtrada por nuestro conocimiento, intereses ni deseos. La realidad como en sí misma es. La realidad que emerge cuando toda otra “realidad” y conocimiento han callado.

Quizás aquí se encuentre el elemento más sugerente en orden a establecer la diferencia: en el conocimiento. Cualquier otro tipo de experiencia y de realidad por difícil que resulte de alguna manera es entendible, analizable y explicable a la luz de nuestro conocimiento analítico y racional. La “realidad aparte” y la experiencia de la misma, no. Aquí el conocimiento es la conciencia pura, que sólo conoce, presencia y testifica, pero que no analiza, comprende o explica. Porque en un acto puro de conocimiento no hay nada que analizar, entender o explicar .

Una realidad que sólo se puede presenciar, vivir, testificar, pero de ninguna manera entender y expresar, porque es inefable. De ahí la expresión tan reiterada de don Juan Matus: “estar ahí y al mismo tiempo ser nada” o, “no se puede explicar”, “no hay en realidad ningún modo de hablar de eso”, “¡todo lo que miras se vuelve nada!”. «A mi modo, yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto.», reconocerá Castaneda en la experiencia, por lo demás bien simbólica, con las lagartijas a las que cosió los ojos.

Y sin embargo, una realidad sentida, percibida y vista con todo el ser, incluido con el propio cuerpo, y no sólo con el entendimiento, con la razón. «Las plantas de poder son sólo una ayuda —dijo don Juan—.Lo de verdad es cuando se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso.»

«Contemplación de la otredad en el mundo de todos los días», la llamó Octavio Paz. Otredad y mismidad, diríamos nosotros. Y sigue diciendo el poeta: «Los brujos no le enseñaron (a Carlos Castaneda) el secreto de la inmortalidad ni le dieron la receta de la dicha eterna: le devolvieron la vista. Le abrieron las puertas de la otra vida. Pero la otra vida está aquí. Sí, allá está aquí, la otra realidad es el mundo de todos los días.» La otra realidad en la realidad del mundo de todos los días, añadiríamos nosotros.

“Ver”

Desde el principio de mi aprendizaje, narra Castaneda, don Juan había descrito el concepto de “ver” como una capacidad especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza “última” de las cosas.

En efecto, “ver” es la experiencia de conocer la “realidad aparte” o de la realidad toda, en su esencia y ultimidad, que son las cosas en su condición de permanencia y de gratuidad. “Ver” es la experiencia de la realidad como en sí misma es, incluida en esa realidad el ser humano mismo. “Ver” es la condición del hombre de conocimiento. “Ver” es la capacidad de ser esa misma realidad, por lo tanto de serlo todo. Por eso un hombre que ve lo es todo. De ahí la exclamación: "¡Cómo puedo saber quién soy cuando soy todo¡"

No hay condición humana más grande, más sublime, más última. Por lo mismo, imposible de explicar. Lo que es el “ver” es algo que no se puede ni siquiera pensar. No se puede entender. Es algo que sólo se puede ver.

Desde luego es algo muy diferente de la brujería y del poder. Don Juan ilustra muy bien la diferencia con el caso de su benefactor. Don Julián era un gran brujo, es decir tenía grandes poderes, era un guerrero hecho y derecho, su voluntad era en verdad su hazaña suprema, pero no veía. No era hombre de conocimiento. Por eso mismo tenía que vivir como guerrero, tenía que mantenerse luchando, esforzándose., mientras que «Un hombre que ve no necesita vivir como un guerrero ni como ninguna otra cosa, porque puede ver las cosas como son y dirigir su vida de acuerdo con eso.»

Y es que un ser humano puede tener poder como realmente lo tiene un brujo, y voluntad como la tiene un guerrero. «Pero un hombre puede ir todavía más allá; puede aprender a ver. Al aprender a ver, ya no necesita vivir como un guerrero, ni ser brujo. Al aprender a ver, un hombre llega a ser todo llegando a ser nada.»

Para don Juan los brujos o videntes antiguos de México, los que él llama toltecas, aunque hicieron grandes hallazgos en materia de conocimiento, quedaron atorados en el poder. Eran magníficos brujos pero malísimos videntes. Por eso él distinguirá siempre entre los antiguos y los nuevos videntes, y al hacerlo a lo que está apuntando es al “ver”, capacidad que caracteriza a estos últimos. Por ello, maestro de verdad, don Juan quería que Carlos aprendiera a ver y no se quedara en brujo como los antiguos.

Definitivamente, “ver” no es brujería. No tiene nada que ver con las técnicas manipuladoras de los brujos. Y es error de muy graves consecuencias confundir una cosa con otra, porque las técnicas del “ver” ni buscan tener poder sobre los seres humanos ni tienen efecto alguno sobre ellos. Es más, ver es lo contrario a la brujería. «Ver le hace a uno darse cuenta de lo insignificante de todo eso». Pero se comete el error apuntado cuando el “ver” o conocimiento es utilizado para tener poder. De ahí también la advertencia de don Juan de que «Lo que hacen los videntes con lo que ven es más importante que el ver en sí.»

Por la misma condición de que se trata, ver no es tan sencillo, es algo muy difícil. Para comenzar, “ver” es algo totalmente diferente de “mirar” . Don Juan le advierte a Castaneda que, dado su carácter, racionalizador hasta los tuétanos como hemos dicho en otros momentos, tal vez nunca aprenda a ver, y en ese caso tendrá que vivir como guerrero toda su vida, en continua lucha y esfuerzo.

Supone una dedicación total, y sin embargo no es algo que se consiga a base de puro esfuerzo, como sería, por ejemplo, el mismo “ver” si se lo busca con obsesión y morbidez, como dirá don Juan tantas veces. Así entendido el “ver”, no pasa de ser una pseudotarea. La búsqueda del “ver” tiene que ser libre y liberadora. Tiene que estar siempre abierta a la maravilla y a la sorpresa. «Los hombres de conocimiento tienen los dos (el conocimiento y el poder). Y sin embargo ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlo; simplemente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento, todo cambió.»

“Ver”, en fin, no es tener o creer tener experiencias personales especiales, en el sentido de no ordinarias o inusitadas pero que en el fondo no hacen más que reflejar nuestro yo proyectando nuestra vida, nuestras sensaciones. Son experiencias pensadas, en las que siguen prevaleciendo los significados de la vida. A este respecto hay que tener en cuenta la advertencia de don Juan, en el sentido de que cuando uno aprende a ver, ni una sola cosa es la misma.

“Ver” es un sentido peculiar de saber, de saber algo, en el fondo todo, sin la menor duda. «Ver es dejar al desnudo la esencia de todo, es ser testigo de lo desconocido y vislumbrar lo que no se puede conocer, pero ello, no nos trae desahogo.» Y aunque ambas son formas metafóricas de hablar, es más una cuestión de oído que de ojos.

Es algo tan sutil que no se puede pensar ni se puede decir cómo se ve, sólo se puede ver. Es más, no sólo el “ver” no se puede pensar sino tampoco la realidad que se pretende “ver”. Pensar algo es la señal inequívoca de que no se está viendo. «Estás pensando en la vida. No estás viendo». Por ello, tampoco es cuestión de hablar, la acción correlativa de pensar. Así, cuando Castaneda le pregunte a don Juan pero cómo es que se ve, la respuesta será: ¡viendo!. No hay otra forma de ver. A ver se aprende viendo, y sólo se puede saber lo que es ver, viendo. Porque, en el fondo, ver es nada. «—Ahí vas otra vez. Ya te dije: no tiene caso hablar de cómo es ver. No es nada.» Y sin embargo, a la pregunta, pero cómo saber que uno ve, la respuesta será, «Sabrás. Te confundes sólo cuando hablas». Porque ver es el acto de tratar directamente con el nagual, con la realidad total, con el todo.

Si “ver” es hacer la experiencia de esa realidad, la más presente y a la vez la más esquiva, nada extraño que, como le pasaba a San Juan de la Cruz en la noche, a la que llamaba “soledad sonora”, también para don Juan Matus sea la oscuridad, a la que él llama “la oscuridad del día”, la mejor hora para “ver”. En la oscuridad nuestra visión de las cosas más fácilmente desaparece y aparece la realidad en su inmensidad.

El “ver” tiene lugar cuando nuestras visiones de las cosas desaparecen para permanecer solamente la realidad. «Ya te dije: el guardián tenía que volverse nada y sin embargo tenía que seguir parado frente a ti. Tenía que estar allí y tenía al mismo tiempo que ser nada.», ¿Absurdo? «—Sí. Pero eso es ver. No hay en realidad ningún otro modo de hablar sobre eso. Ver, como te dije antes, se aprende viendo.»

Sólo restaría añadir que no se puede “ver” sin tener “poder personal”, esa fuerza interior que hace nos convenzamos y actuemos como corresponde. La teología cristiana ha llamado a esta fuerza y preparación gracia preveniente. Don Juan la llama poder personal, y de él es cuestión sobre todo en su obra Relatos de poder. «—No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda —dijo—. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importa un ajo.»

El poder personal es necesario, porque cuesta mucho cambiar. Don Juan se lo confesó a Castaneda: «Creo que para mí lo más difícil fue querer realmente cambiar». Por ello, lleno de experiencia, personal y ajena, le advertirá: «Tardarás años en convencerte, y luego tardarás años en actuar como corresponde. Ojalá te quede tiempo.» Y es que, aunque el conocimiento es poder, «Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder.»

Con razón los hombres de conocimiento tienen los dos, conocimiento y poder. Aunque ambos, también qué cosa sea el poder personal, no se pueden explicar. Ambos son del orden de lo inefable.

«Parar el mundo»

Lo expresamos cuando fue cuestión de la “realidad aparte”. Si el mundo es una descripción continuamente haciéndose, a cuya reproducción nosotros estamos ininterrumpidamente contribuyendo con nuestro diálogo interior, y el “ver” consiste en la superación de esa descripción, para llegar a “ver” hay que “parar el mundo” frenando el diálogo interno. Así de lógico y así de importante. De ahí que “parar el mundo” sea un tema presente en toda propuesta de espiritualidad, no importa a qué tradición, religiosa o no, pertenezca. Es condición sine qua non para el logro de la contemplación y, en cierto modo, uno de los objetivos de ésta. Los maestros de todas las tradiciones saben de su importancia y por ello lo tematizan tanto.

Así lo es también en las enseñanzas de don Juan y, por lo mismo, en la obra de Carlos Castaneda, sobre todo a partir de Viaje al Ixtlán, obra en su mayor parte, y ello pese al título, dedicada a este tema.

Según confiesa Castaneda, durante años la idea de “parar el mundo” fue para él una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo posteriormente, hacia el final de su aprendizaje, llegó a advertir por entero su amplitud e importancia, como «una de las proposiciones principales en el conocimiento de don Juan», y que éste todo el tiempo le había tratado de enseñar. No era para menos, “parar el mundo” era el primer paso para “ver”. «Don Juan declaraba que para llegar a “ver” primero era necesario “parar el mundo”.»

Parar el mundo es parar su descripción, lo que creemos que es la realidad, para poder “ver” la realidad como en sí misma es. Y esto ocurre, tiene que ocurrir, dentro de uno, no fuera, es uno el que cambia no las cosas, frenando precisamente el diálogo interno con el que continuamente estamos reproduciendo la descripción del mundo. Don Juan se le explicó a Carlos en todas las formas: «Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo.» Si no se para el mundo, no se puede “ver”. Lo que se cree ver, sigue siendo el mundo que nos describen y que describimos, una proyección de nuestros deseos, de nuestro yo, por “maravillosa” que tal proyección pueda resultar. Y esto no es lo último, lo incondicional y absoluto, lo gratuito. Sigue siendo una experiencia interesada. Lo último es “ver”. «Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso.»

Si recordamos que la descripción que hacemos del mundo y en la que vivimos, es obra de un poder y de una fuerza, el poder y la fuerza de la realidad descrita como tal, de nosotros mismos, lo que don Juan y Castaneda llaman “primer anillo de poder”, se comprenderá la convicción y la fuerza que se requieren para salir de él. De otra manera es imposible. «El requisito previo que don Juan ponía para “parar el mundo” era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad de mundo, se encuentra más allá de toda duda.»

Enseñanza que se complementa con otra de don Juan respondiendo a la pregunta de Carlos para qué querría alguien parar el mundo: «Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello.»

Además de convicción, hay técnicas para lograrlo: superar la importancia personal o de nuestro ego, y para ello borrar la historia personal, ver la muerte como una realidad presente, como una compañera, convencerse por lo tanto de que no hay tiempo, hacerse responsable, y otras, temas que con razón suenan comunes a las diferentes tradiciones religiosas. Por su significación inmediata para “parar el mundo”, sólo vamos a enfatizar una, el no-hacer, por lo demás de hondas resonancias taoístas.

A la descripción del mundo sigue el hacer, que refuerza la descripción o, mejor aún, describimos el mundo como lo describimos en función de lo que queremos hacer en él. De ahí que no sólo describimos el mundo sino que lo hacemos. La consecuencia, pues, de cara a poder “parar el mundo” es bien lógica y eficaz: no-hacer. «El mundo es el mundo porque tú conoces el hacer implicado en hacerlo así —dijo—. Si no conocieras su hacer, el mundo sería distinto.» El no-hacer no es, pues, realmente un no hacer sino un hacer que no reproduce la descripción del mundo, un hacer que la derriba.

Castaneda narra una anécdota que lo ilustra bien. Como buen antropólogo, adicto a tomar siempre notas y más notas, don Juan y don Genaro se reían de él, hasta llegar a en medio de risas aconsejarle que, ya que le gustaba escribir tanto, escribiera con la punta del dedo en vez de con el bolígrafo. El se molestó al sentir el consejo una broma falta de respeto. Posteriormente cayó en la cuenta de lo pertinente que era la enseñanza implícita en la propuesta. Más él escribía y escribía, más excitaba su diálogo interno y más reproducía el mundo que ya conocía, más lejos estaba de “parar el mundo” y mucho más lejos de “ver”. Para llegar a esta meta era más pertinente el silencio de no escribir, el no-hacer, que el escribir y pensar.

Los ejemplos que le pusieron fueron muchos. De hecho hay tantos no-hacer como hacer. De cualquier hacer se puede hacer un no-hacer. Como cualquier técnica, lo importante es dominarla y saber que no es un fin en sí sino un medio, aunque un medio necesario. «No-hacer es muy sencillo pero muy difícil —dijo—. No es cosa de entenderlo, sino de dominarlo. Ver, por supuesto, es la hazaña final de un hombre de conocimiento, y sólo se logra ver cuando uno ha parado el mundo a través de la técnica de no-hacer.» «Ahora, si quieres parar el mundo, debes parar el hacer.»

Los cuatro enemigos

No hay propuesta de espiritualidad digna de este nombre que no sepa de obstáculos, de dificultades y de enemigos. Por ello todas las propuestas hablan de ellos. La propuesta de don Juan y de Castaneda también. Y para ellos los enemigos, así los llaman, que en el camino del conocimiento enfrenta el ser humano que se propone esta meta, son cuatro: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. Se trata de cuatro enemigos “naturales”, esto es, verdaderos, que es natural que existan, que todo hombre y mujer que emprenden el camino del conocimiento sienten, pero que hay que luchar contra ellos y vencerlos. De que se los venza o no depende el que se llegue o no a ser hombre de conocimiento. No hay otra alternativa.

La penetración psicológica de don Juan al respecto está a la altura de los grandes maestros. Por otra parte con su penetración no hace más que revelar el concepto exigente y profundo que él tiene del conocimiento como realización plena del ser humano. Nos limitamos a enfatizarla.

El miedo es el primer enemigo natural a hacerse presente y a vencer. Lo hemos visto reiteradamente en el caso de Carlos Castaneda, un caso verdaderamente emblemático. Porque, aparte las exigencias morales que conlleva, en su caso sobre todo implicaba el paso de un sistema cognitivo, el único válido para él, con todo lo que esto significa, a otro. Pero se trata de un miedo universal por lo que siempre implica de conversión y de cambio, un miedo que sólo se supera pasando por él. No hay otra alternativa, si se quiere llegar a ser hombre de conocimiento. De hecho, en este primer momento ya muchos abandonan.

Una vez conquistado el miedo, cosa que demanda su proceso y a la vez ocurre de una vez, el ser humano lo vence porque adquiere claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Pero pronto ésta se convierte en obstáculo. Es mucha la seguridad que da para ponerla en riesgo. Por eso se da un aferramiento a ella, y por lo tanto una situación de fijación y estancamiento. Muchas veces cuando Castananeda le expresa a don Juan que tiene miedo, le responderá que lo que él teme es perder su “claridad”, la claridad de su razón y la nueva claridad que iba consiguiendo en su aprendizaje. Esta claridad no es para nada el conocimiento que hay que perseguir. Hay que desafiarla usándola únicamente como medio para seguir avanzando.

Un tercer enemigo es el poder. Cada cultura produce sus formas. En su momento aludimos al poder que según don Juan Matus caracterizó a los videntes o brujos del antiguo México. Tuvieron mucho, pero se quedaron solamente en eso, en hombres con poderes especiales, en brujos. No llegaron a ser hombres de conocimiento. Hoy día el poder puede ser prestigio, reconocimiento, renombre, la misma experiencia espiritual como una mistificación, pero el poder como enemigo sigue siendo muy real. Para don Juan, se trata del enemigo más fuerte. Un ser humano que sucumbe al poder, no tiene dominio sobre sí y, buena prueba de ello, tiene miedo ante su propia muerte.

En fin, el cuarto enemigo es la vejez, el más cruel de todos, el único que no se puede vencer por completo, dice don Juan. Se han vencido los demás enemigos, pero se hace tedioso llegar hasta el final; se experimenta un deseo de quedarse en lo logrado, de repetirse, de no seguir buscando, creando. Hay un sentimiento de cansancio. Pero sólo llegando hasta al final se es hombre de conocimiento.

La vejez tiene otras manifestaciones, que suelen darse mucho antes, desde el puro comienzo. Son las manifestaciones de falta de poder, de desánimo e incluso abatimiento, ante la gran tarea que avizora. No es tanto el miedo a cambiar como la falta de energía para hacerlo, falta que se acrecienta con el paso del tiempo. De ahí la necesidad de contar con poder personal, de contar con una cierta juventud de espíritu.

Los cuatro enemigos son formidables, de verdad poderosos. De ahí la necesidad para ser hombre de conocimiento de desafiarlos y vencerlos. Pero por otra parte, con el mismo aplomo don Juan asegura que quien los venza puede llamarse hombre de conocimiento.

Tarea ardua

Como se ve, la tarea es ardua, demanda mucho esfuerzo. Cada vez que un hombre se propone aprender, tiene que esforzarse como el que más, le dirá don Juan a Castaneda. Ser hombre de conocimiento es la tarea más difícil que un ser humano puede echarse encima.

De una manera provocadora, estilo tan propio de los maestros, don Juan le dirá a Carlos Ccastaneda que sólo a un chiflado se le ocurriría emprender por cuenta propia la tarea de hacerse hombre de conocimiento, que a uno cuerdo hay que engañarlo. Y que si bien hay muchos que acometerían con gusto la tarea, éstos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son calabazas o cuencos que por fuera se ven en buen estado, pero que comenzarán a gotear tan pronto se los llene de agua y se los presiones. En expresión recogida en los evangelios, muchos son los llamados y pocos los escogidos

Pero hay otra aseveración de don Juan más patética, y que dice así: «la experiencia que tengo de mis semejantes me ha mostrado que pocos, poquísimos de ellos estarían dispuestos a escuchar; y de los pocos que escuchan, menos aún estarían dispuestos a actuar de acuerdo a lo que han escuchado; y de aquellos que están dispuestos a actuar, menos aún tienen suficiente poder personal para sacar provecho de sus actos.»

Y sin embargo aprender es nuestro destino, y ser hombres y mujeres de conocimiento, nuestra única alternativa viable. Es nuestro destino. De hecho, para bien o para mal, siempre estamos aprendiendo, le recordará don Juan a Carlos. ¿Qué sentido tiene, pues, aprender cosas inútiles? Por más aterrorizante que sea el aprendizaje, es más terrible ser un hombre sin conocimiento. El hombre de conocimiento es el único que vive una vida verdadera. Una vida con la certeza nítida de estar viviéndola; una vida sana, buena, feliz, fuerte.

La tarea de conocer y ser hombre de conocimiento ha quedado personalizada en don Juan. «Usted no es igual a ninguno de nosotros, don Juan —dije—. Usted es un espejo que no refleja nuestras imágenes. Usted ya está fuera de nuestro alcance. / — Lo que estás presenciando es el resultado de una lucha que toma toda una vida —dijo—. Lo que ves es un brujo que finalmente ha aprendido a seguir los designios del espíritu. Y eso es todo.»

Pero ya estos temas, enemigos, tarea ardua y lucha, además de habernos ayudado a apreciar mejor lo que en las enseñanzas de don Juan significa ser hombre de conocimiento, nos llevan a hablar de otro de los grandes temas retenidos por Carlos Castaneda como más importantes para él en las enseñanzas de don Juan: ser guerrero.




Prólogo de "Un Mundo feliz"

El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.

También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo "Un Mundo feliz" sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.

Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de lo que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.

Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Su Monumentum Requiris Circumspice.

Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del Mundo feliz, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: ¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del hombre?

Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, "Un Mundo feliz" poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.

Pero "Un Mundo feliz" es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?

Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. "Un Mundo feliz" no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de "Un Mundo feliz" no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más profunda.

Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.

En la actualidad nos hallamos en la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.

El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.

Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será, evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho -no humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.

Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En "Un Mundo feliz" esta uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos característicos de este mundo más feliz y más estable -los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas-, probablemente no se hallan más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.

Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales, militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.

Fuentes:

"Un Mundo feliz" de Aldous Huxley


El conocimiento como una función de ser

Philosophia perennis—Esta frase fue acuñada por Leibniz; pero no el asunto—la metafísica, que reconoce la Realidad divina como sustancial al mundo de las cosas, las vidas, y las mentes; la psicología, que encuentra en el alma algo semejante, o incluso idéntico, a la Realidad divina; la ética, que coloca la finalidad del hombre en el conocimiento del terreno inmanente y trascendente de todos los seres—el asunto es inmemorial y universal.

Los rudimentos de la Filosofía Perenne se encuentran entre las tradiciones de los pueblos primitivos de cada región del mundo, y en sus formas completamente desarrolladas están presentes en cada una de las grandes religiones. Una versión de este factor común más elevado, presente en todas las teologías precedentes y subsiguientes, se recogió en las escrituras de hace más de veinticinco siglos, y desde entonces el inagotable tema se ha tratado una y otra vez, desde el punto de vista de cada tradición religiosa, y en los principales idiomas de Asia y Europa.

El conocimiento es una función del ser. Cuando hay un cambio en el ser del conocedor, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y la cantidad de conocimiento. Por ejemplo, el ser de un niño se transforma mediante el crecimiento y la educación en el de un hombre. Entre los resultados de esta transformación está un cambio revolucionario en las formas de conocer y la cantidad y el carácter de las cosas conocidas. Cuando el individuo crece, su conocimiento llega a ser más conceptual y sistemático en la forma, y su contenido en hechos e utilidad se incrementa
enormemente. Pero estas ganancias se ven afectadas por un cierto deterioro en la calidad de cuanto abarca la comprensión inmediata, con un embotamiento y una pérdida del poder intuitivo. O considere también el cambio en el ser que un científico es capaz de inducir mecánicamente por medio de sus instrumentos. Equipado con un espectroscopio y un reflector de sesenta pulgadas, un astrónomo se convierte, en cuanto a la vista concierne, en una criatura sobrehumana y, como naturalmente debemos esperar, el conocimiento que posee esta criatura sobrehumana es muy
distinto, en cantidad y calidad, del que puede adquirir alguien que contempla las estrellas sin modificación alguna, con ojos meramente humanos.

Tampoco son los cambios en el ser fisiológico o intelectual del conocedor los únicos que afectan su conocimiento. Lo que nosotros sabemos depende también de lo que hemos escogido ser moralmente. “La práctica,” en las palabras de William James, “puede cambiar nuestro horizonte teórico, y esto ocurre de dos formas: puede llevarnos hacia nuevos mundos, y a la obtención de nuevos poderes. El conocimiento que nunca podríamos obtener siendo como somos, puede ser accesible en consecuencia de mayores poderes y de una vida más elevada, lo cual moralmente
podemos lograr”. Para expresarlo sucintamente: “Benditos sean los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y la misma idea ha sido expresada por el poeta Sufi, Jalaluddin Rumi, en términos de una metáfora científica: “El astrolabio de los misterios de Dios es el amor”.

La Filosofía Perenne se relaciona principalmente con el uno, con la Realidad divina esencial en el mundo múltiple de las cosas, las vidas, y las mentes. Pero la naturaleza de esta Realidad es tal, que no puede comprenderse directa ni inmediatamente, excepto por quienes han escogido cumplir con ciertas condiciones, haciéndose amorosos, puros de corazón y simples de espíritu. ¿Por qué debe ser así? Nosotros no sabemos. Esto es uno de esos hechos que tenemos que aceptar, tanto si queremos o no, a pesar de lo inverosímil y poco probable que nos parezca. Nada en nuestra experiencia diaria nos da razón alguna para suponer que el agua esté compuesta de
hidrógeno y oxígeno, y aún así, cuando sometemos el agua a ciertos tratamientos bastante drásticos, la naturaleza de sus elementos constituyentes se manifiesta. En forma similar, nada en nuestra experiencia cotidiana nos da mucha razón para suponer que la mente de un individuo sensual prometio tiene, como uno de sus constituyentes, algo que se asemeja—o que es idéntico—a la Realidad sustancial del mundo múltiple; y aún así, cuando la mente se sujeta a ciertos tratamientos bastante drásticos, el elemento divino, del cual al menos en parte está compuesto, llega a manifestarse, no sólo en la mente misma, sino en su reflejo en la conducta externa, y hacia otras mentes. Es sólo haciendo experimentos físicos que podemos descubrir la
naturaleza íntima del asunto y sus potencialidades. Y es sólo haciendo experimentos psicológicos y morales, que podemos descubrir la naturaleza íntima de la mente y sus potencialidades. En las circunstancias ordinarias de la vida sensual promedio, estas potencialidades de la mente permanecen latentes y no manifestadas. Para darnos cuenta de ellas, debemos cumplir con ciertas condiciones y obedecer ciertas reglas, que la experiencia ha demostrado que son empíricamente válidas.

En relación con los pocos filósofos y hombres de letras, no hay allí evidencia alguna de que hicieron mucho en la forma de cumplir con las necesarias condiciones por medio de un conocimiento espiritual directo. Cuando los poetas o los metafísicos hablan acerca del tema de la Filosofía Perenne, es generalmente como una referencia de segunda mano. Pero en cada época ha habido algunos hombres y mujeres que escogieron cumplir las condiciones por medio de las cuales, como un hecho empírico en bruto, ese conocimiento puede obtenerse de inmediato, y de éstos, apenas unos pocos han dado cuenta de la Realidad que así pudieron conocer, y han tratado de relacionar, en un amplio sistema de pensamiento, los hechos acontecidos en esta experiencia, con los de otras experiencias. A tales exponentes de primera mano de la Filosofía Perenne, quienes los conocieron generalmente les han dado el nombre de “santo”, “profeta”, “sabio” o “iluminado”. Y hay buenas razones para suponer que ellos—y no los filósofos u hombres de letras—sabían de lo que estaban hablando.

Es un hecho, confirmado y reconfirmado durante dos o tres mil años de historia religiosa, que la Realidad ultérrima no puede ser comprendida en forma clara ni inmediata, excepto por aquéllos que se convirtieron en todo amor, puros de corazón, y simples de espíritu. La auto-validada certeza del conocimiento directo no puede lograrse a partir de la naturaleza misma de las cosas, excepto por quienes estén equipados con la moral del “astrolabio de los misterios de Dios”. Si uno no es en sí mismo un sabio, ni un santo, lo mejor que puede hacer, en el campo de la metafísica,
es estudiar los trabajos de quienes lo fueron, y quienes, debido a que modificaron su forma de obrar meramente humana, fueron capaces de tener un alcance y un conocimiento que está más allá de lo humano.




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Según Platón, el conocimiento es un subconjunto de lo que forma parte a la vez de la verdad y de la creencia.
Integral Philosopher Michel Bauwens "Vision"