viernes, 26 de diciembre de 2008

Ser hombre de conocimiento

En una entrevista que el psicólogo Sam Keen hiciera a Carlos Castaneda apenas aparecido su tercer libro, Viaje a Ixtlán, y ante la pregunta «¿Cuáles son los elementos de las enseñanzas de don Juan que son importantes para usted? », su respuesta fue: «Para mí las ideas de ser guerrero y un hombre de conocimiento, junto con la eventual esperanza de ser capaz de parar el mundo, han sido más aplicables» . Más aplicables y, muy probablemente, las más importantes. Así quisiéramos destacarlo en nuestro trabajo, teniendo en cuenta que “parar el mundo” es el paso previo necesario para ver, por lo tanto para llegar a ser hombre de conocimiento . Comenzamos por la más importante de todas, por esta última.

«Hombre de conocimiento»

Para expresarlo con una frase, así como con justeza se ha dicho del Evangelio que todo él se puede resumir en un solo concepto, el de reino de Dios, las enseñanzas de don Juan se pueden resumir en el concepto y propuesta ser hombre de conocimiento. Así lo destaca el propio Carlos Castaneda en el análisis estructural que añadió como segunda parte a Las enseñanzas de don Juan.

La estructura de éstas se compondría de cuatro conceptos o unidades, siendo la primera de todas «hombre de conocimiento». Esta era la meta de sus enseñanzas, y así se lo declaró don Juan en una etapa muy temprana: «”enseñar” cómo llegar a ser un hombre de conocimiento». Porque para don Juan conocer, aprender, saber, es también la meta de todo ser humano, su destino y su quehacer. «El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal. » «Nuestra suerte como hombres es aprender», «… los seres vivientes existen solamente para acrecentar la conciencia de ser.»

El día en el que don Juan le comunicó estar decidido a enseñarle los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento, Castaneda presintió que una fase nueva de aprendizaje, seria y exigente, iba a comenzar. No se equivocaba. Tratando de evitarla adelantó la excusa de no llenar los requisitos para una tarea así, y que sería feliz de poder estar sentado allí, escuchándolo durante días enteros, sin hacer otra cosa, que para él «eso sería aprender». Su temor tenía fundamento, solamente que la exigencia iba a ser mayor de lo que él se imaginaba. En el análisis estructural antes citado Castaneda la desagregaría en siete requerimientos:

1) llegar a ser hombre de conocimiento era asunto de aprendizaje;
2) un hombre de conocimiento poseía intención rígida;
3) un hombre de conocimiento poseía claridad de mente;
4) llegar a ser hombre de conocimiento era un asunto de labor esforzada;
5) un hombre de conocimiento era un guerrero;
6) llegar a ser hombre de conocimiento era un proceso incesante;
7) un hombre de conocimiento tenía un aliado.

Don Juan expresaría la misma exigencia de una manera más sintética: «—Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender —dijo—. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que se puede en desenredar los secretos del poder y del conocimiento.»

Ser hombre de conocimiento, pues, es una meta muy exigente, la más exigente que se puede plantear el ser humano, pero que vale la pena, la única que vale la pena. Porque no hay otra manera de vivir o, mejor dicho, la otra manera de vivir, sin conocimiento, es muy triste y, lo que no deja de resultar irónico, demanda el mismo trabajo. De manera que «O nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes. La cantidad de trabajo es la misma.»

La vida del ser humano común es como la tarde de un domingo, al fin de cuentas vacía y efímera . Sin embargo en la vida de un hombre de conocimiento no hay vacío. Todo está lleno hasta el borde. En él no hay victoria, ni derrota, ni vacío «Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena». Es una meta exigente, pero llena de vida y de luz.

La condición que significa ser hombre de conocimiento quizás sea muy corta en términos de duración. Porque «Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante muy corto, después de vencer a los cuatro enemigos naturales.». Y, encima, el camino que conduce a tal condición, eso sí es cierto, es difícil y largo. Pero esta experiencia, que puede ser puntual, no tiene punto de comparación con ningún otro tipo de experiencia en la vida. Es lo máximo que el ser humano puede vivir. En realidad, es todo. Cuando el ser humano adquiere la conciencia de ser todo, es que, en realidad, es todo. Es la condición que corona al ser humano.

Porque el hombre de conocimiento es el que llega a la “totalidad de sí mismo” y vive desde la “totalidad de sí mismo”. Vive la realidad y vida ordinarias, y vive la realidad y vida inmanentes o trascendentes, como quiera expresarse, a aquéllas, que el común de los mortales no sospecha. Vive la vida y realidad totales, que, como totales, constituyen para él una unidad: «… sólo un hombre de conocimiento percibe el mundo con sus sentimientos y con su voluntad y también con su ver.» Después de esa totalidad no hay algo más, es lo último.

Desde esta totalidad de sí mismo, el hombre de conocimiento se percibe literalmente en un mundo maravilloso y rodeado de eternidad, la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz, le dijo don Juan a Carlos Castaneda. «—¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas? (… …). ¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? —prosiguió—.¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.» «Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera. (…) Aquí, alrededor de nosotros, está la eternidad misma.»

De ahí el llamado vehemente de don Juan a Carlos Castaneda a buscar y ver las maravillas que lo rodean y a hacerse responsable de estar en este mundo extraño. Extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, impenetrable: «…mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy corto para presenciar todas las maravillas que existen.» Tantas y de tal calidad, que no hemos agotado nada. «Templa tu espíritu, llega a ser un guerrero, aprende a ver, y entonces sabrás que no hay fin a los mundos nuevos para nuestra visión.» En fin, «Cuando uno ve, no hay detalles familiares en el mundo. Todo es nuevo. Nada ha sucedido antes. ¡El mundo es increíble!»

Pero además el hombre de conocimiento lo es plenamente. Ama y quiere adultamente, sin ninguna preocupación, sin ningún apego ni interés, sin ninguna obsesión ni morbidez. Tiene y vive una vida verdadera, sana, buena, fuerte. Vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar. Más aún, ha aprendido a reducir a nada sus necesidades. Para él sentirse pobre o necesitado, lo mismo que odiar, tener hambre o sentir dolor, es sólo un pensamiento. Porque, hombre de conocimiento, él es todo lo que ve o, mejor, lo es todo: «Un hombre que ve lo es todo». Como conocimiento, conciencia pura y luz que es, para él el mundo y él mismo ya no son objetos: «El es un ser luminoso en un mundo luminoso.»

En este nivel de todo, nada es lo que se puede expresar, si no es mediante metáforas y símbolos, porque nada es lo que se puede conocer en términos de nuestro conocimiento ordinario, y porque cualquier cosa en este nivel de conocimiento en realidad es nada.

¿Qué es la realidad que se ve, el mundo, los otros, la experiencia del conocimiento o ver? ¿Qué es uno mismo? Existen, son reales, son la realidad más real porque es todo. Y a la vez es nada. «¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo eso? —dijo, barriendo el entorno con un gesto de cabeza.» Las cosas que se miran, que ya no son familiares, que son nuevas, lo son tanto que se vuelven nada. El mismo ver será algo que ni siquiera se puede pensar. Otro tanto hay que decir del poder personal. «No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas delante de tus propios ojos.» Y sin embargo visto desde el conocimiento ordinario es inefable. De ahí la justeza de la oposición algo/nada, todo/nada, que tantas veces encontramos expresada en las enseñanzas de Juan.

Hablar de la totalidad de sí mismo, como la condición desde la que conoce y actúa el hombre y mujer de conocimiento, supone hablar de una realidad en el ser humano y en las cosas a la que no estamos acostumbrados. Nos referimos a lo que con el título de un libro Castaneda llama una «realidad aparte»

«Una realidad aparte»

Si no hubiera más realidad que la que vemos, nada de lo hasta aquí dicho sobre el hombre de conocimiento tendría sentido. ¿Qué sentido tendría ser hombre de conocimiento si no hay más realidad y mundo que los que vemos y si para conocer éstos basta con el tipo de conocimiento ordinario que ya tenemos? La posibilidad, pues, de ser hombre y mujer de conocimiento, está en la existencia de esta realidad otra, la misma que vemos, porque no hay otra, pero totalmente diferente de como la vemos.

Las enseñanzas de don Juan a Carlos Castaneda lo fueron en función de que éste llegara a conocer esta realidad. Siempre que habló en términos de hombre de conocimiento, suponía esta realidad otra y era en función de ella. El conocimiento del que don Juan le habló siempre fue el conocimiento de esta realidad. Este era el secreto de don Juan, su conocimiento. Esto es lo que quería trasmitirle o, mejor, por esto quería que Castaneda fuera hombre de conocimiento: para llegar a conocer la realidad como es, en su totalidad, y verla desde la totalidad indivisa de su ser, y no ya a partir de una función tan parcial y tan fraccionada como la razón o el pensamiento.

Al igual que en otros, en las enseñanzas de este tema don Juan mostró seguir un proceso progresivo. Primero fue la necesidad de una preparación remota, concretada en el caso de Castaneda en el uso de drogas; luego fue hablarle del ser del mundo como una descripción; y, por último, de la “realidad aparte” propiamente tal. En nuestra exposición seguiremos este mismo orden.

Como preparación remota, desde el principio don Juan conjuntó en la formación de Castaneda experiencia y teoría, práctica y discurso. Le inició en el uso de ciertas plantas alucinógenas y le habló del mundo que vemos como una percepción. Mediante las drogas Castaneda se iniciaba en la experiencia de percepciones de la realidad diferentes de las normales y más allá de ellas, y de esta manera en la experiencia de lo que el propio Carlos llamaría “estados de realidad no ordinaria”. De esta manera validaba lo que también conceptualmente le trasmitía: que existe más realidad de la que vemos, que el mundo que creemos real, lo único real, no es nada más que un reflejo de nosotros mismos; que en la condición actual conocemos únicamente lo que previamente hemos convenido en describir como existente y como real.

El aprendizaje no podía ser más pragmático. Antes de enseñarle los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento, por doble vía, práctica y teórica, don Juan inició a Castaneda en la experiencia de estados de realidad no ordinaria , estados de los que sería cuestión en sus primeros libros.

Concretamente se trataba de experiencias de alteración, mediante las drogas, de la personalidad (sujeto) y, por con siguiente, de la realidad. En estas experiencia aprendía y descubría cosas muy importantes y aparentemente contradictorias. Por ejemplo, que la realidad es lo que uno siente ser la realidad , y, por otra parte, que la realidad percibida en un estado de conciencia no ordinaria existe como realidad fuera de uno . Que está y que no está, que es y que no es. «Las cosas no desaparecen. No se pierden, si eso es lo que quieres decir; simplemente se vuelven nada y sin embargo siguen estando ahí.» Aprende también que para ver la realidad, cualquier objeto, cualquier cosa, como en sí misma es, hay que verla como en sí misma es, sin imágenes, sentimientos o prejuicios previos, sin interés . De lo contrario, por más que haya logrado cambiar el estado de la conciencia, uno sólo conocerá lo que ya conocía o, mejor, lo que ya creía conocer. De esta manera lo iba preparando para el salto al ver o “estado de conciencia acrecentada”, a la aceptación y a la experiencia de la “realidad aparte”.

La experiencia tenida de la realidad y de él como sujeto mediante las drogas será doblada en todo momento de la enseñanza sobre el mundo como una descripción. Para don Juan, y así se lo advertirá incansablemente a Castaneda, lo que llamamos mundo o realidad es únicamente una descripción socializada que hemos hecho de él y en la que se nos introduce desde nuestra infancia . Pero una descripción tan fuerte, tan imperiosa y avasalladora que sustituye a la propia realidad. La descripción se convierte en la realidad y es la realidad. «El mundo de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por la tierra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos. Nosotros, o mejor dicho nuestra razón, olvida que la descripción es solamente una descripción y así atrapamos la totalidad de nosotros mismos en un círculo vicioso del que rara vez salimos en la vida.»

Lo que nos lleva a describir el mundo como lo hacemos es una fuerza, un poder; la fuerza y el poder que nos impulsan a la sobrevivencia. Don Juan la llama intento, anillo, “primer anillo de poder”. A la capacidad humana correspondiente la llamará atención y razón. Y la parte de nosotros mismos que desarrollamos en función de la realidad así concebida, y a nosotros mismos, tonal. Como fuerza y poder en función de nuestra sobrevivencia forman parte de nuestro ser y son buenas. Lo malo es cuando se erigen en nosotros en la única realidad que importa e incluso en la única realidad.

«Nosotros, los seres luminosos, nacemos con dos anillos de poder, pero sólo usamos uno para crear el mundo. Ese anillo, que se engendra al muy poco tiempo que nacemos, es la razón, y su compañera es el habla. Entre los dos urden y mantienen el mundo.» En efecto, este mundo o realidad en la que nos socializamos, los reproducimos después cada quien sin descanso mediante el diálogo interno continuo que mantenemos con nosotros mismo a propósito de la realidad. De ahí la necesidad de “parar el mundo” y, para parar el mundo, “frenar nuestro diálogo interno”.

Si lo que conocemos como mundo, como realidad, es una descripción en la que no hacemos más que reflejarnos nosotros mismos con nuestras necesidades y deseos, ¿qué es la “realidad aparte”?

La expresión “realidad aparte” no es quizás la mejor, ya que fácilmente puede inducir a error, a pensar en una realidad verdaderamente aparte, propia de otro mundo, de otra existencia. En este sentido, no hay tal realidad aparte. La única realidad es la que hay, la que nosotros rápidamente, impacientes, llenos de pánico a la orfandad, nos apresuramos a describir.

La realidad aparte es esta misma realidad, el mundo y el universo que nos rodean, los otros, nosotros mismos, porque no hay otra realidad, pero vista como en sí misma es, en toda su profundidad. Con una expresión que ya hemos utilizado, es la realidad vista en su totalidad y desde nuestra totalidad. No filtrada por nuestro conocimiento, intereses ni deseos. La realidad como en sí misma es. La realidad que emerge cuando toda otra “realidad” y conocimiento han callado.

Quizás aquí se encuentre el elemento más sugerente en orden a establecer la diferencia: en el conocimiento. Cualquier otro tipo de experiencia y de realidad por difícil que resulte de alguna manera es entendible, analizable y explicable a la luz de nuestro conocimiento analítico y racional. La “realidad aparte” y la experiencia de la misma, no. Aquí el conocimiento es la conciencia pura, que sólo conoce, presencia y testifica, pero que no analiza, comprende o explica. Porque en un acto puro de conocimiento no hay nada que analizar, entender o explicar .

Una realidad que sólo se puede presenciar, vivir, testificar, pero de ninguna manera entender y expresar, porque es inefable. De ahí la expresión tan reiterada de don Juan Matus: “estar ahí y al mismo tiempo ser nada” o, “no se puede explicar”, “no hay en realidad ningún modo de hablar de eso”, “¡todo lo que miras se vuelve nada!”. «A mi modo, yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto.», reconocerá Castaneda en la experiencia, por lo demás bien simbólica, con las lagartijas a las que cosió los ojos.

Y sin embargo, una realidad sentida, percibida y vista con todo el ser, incluido con el propio cuerpo, y no sólo con el entendimiento, con la razón. «Las plantas de poder son sólo una ayuda —dijo don Juan—.Lo de verdad es cuando se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso.»

«Contemplación de la otredad en el mundo de todos los días», la llamó Octavio Paz. Otredad y mismidad, diríamos nosotros. Y sigue diciendo el poeta: «Los brujos no le enseñaron (a Carlos Castaneda) el secreto de la inmortalidad ni le dieron la receta de la dicha eterna: le devolvieron la vista. Le abrieron las puertas de la otra vida. Pero la otra vida está aquí. Sí, allá está aquí, la otra realidad es el mundo de todos los días.» La otra realidad en la realidad del mundo de todos los días, añadiríamos nosotros.

“Ver”

Desde el principio de mi aprendizaje, narra Castaneda, don Juan había descrito el concepto de “ver” como una capacidad especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza “última” de las cosas.

En efecto, “ver” es la experiencia de conocer la “realidad aparte” o de la realidad toda, en su esencia y ultimidad, que son las cosas en su condición de permanencia y de gratuidad. “Ver” es la experiencia de la realidad como en sí misma es, incluida en esa realidad el ser humano mismo. “Ver” es la condición del hombre de conocimiento. “Ver” es la capacidad de ser esa misma realidad, por lo tanto de serlo todo. Por eso un hombre que ve lo es todo. De ahí la exclamación: "¡Cómo puedo saber quién soy cuando soy todo¡"

No hay condición humana más grande, más sublime, más última. Por lo mismo, imposible de explicar. Lo que es el “ver” es algo que no se puede ni siquiera pensar. No se puede entender. Es algo que sólo se puede ver.

Desde luego es algo muy diferente de la brujería y del poder. Don Juan ilustra muy bien la diferencia con el caso de su benefactor. Don Julián era un gran brujo, es decir tenía grandes poderes, era un guerrero hecho y derecho, su voluntad era en verdad su hazaña suprema, pero no veía. No era hombre de conocimiento. Por eso mismo tenía que vivir como guerrero, tenía que mantenerse luchando, esforzándose., mientras que «Un hombre que ve no necesita vivir como un guerrero ni como ninguna otra cosa, porque puede ver las cosas como son y dirigir su vida de acuerdo con eso.»

Y es que un ser humano puede tener poder como realmente lo tiene un brujo, y voluntad como la tiene un guerrero. «Pero un hombre puede ir todavía más allá; puede aprender a ver. Al aprender a ver, ya no necesita vivir como un guerrero, ni ser brujo. Al aprender a ver, un hombre llega a ser todo llegando a ser nada.»

Para don Juan los brujos o videntes antiguos de México, los que él llama toltecas, aunque hicieron grandes hallazgos en materia de conocimiento, quedaron atorados en el poder. Eran magníficos brujos pero malísimos videntes. Por eso él distinguirá siempre entre los antiguos y los nuevos videntes, y al hacerlo a lo que está apuntando es al “ver”, capacidad que caracteriza a estos últimos. Por ello, maestro de verdad, don Juan quería que Carlos aprendiera a ver y no se quedara en brujo como los antiguos.

Definitivamente, “ver” no es brujería. No tiene nada que ver con las técnicas manipuladoras de los brujos. Y es error de muy graves consecuencias confundir una cosa con otra, porque las técnicas del “ver” ni buscan tener poder sobre los seres humanos ni tienen efecto alguno sobre ellos. Es más, ver es lo contrario a la brujería. «Ver le hace a uno darse cuenta de lo insignificante de todo eso». Pero se comete el error apuntado cuando el “ver” o conocimiento es utilizado para tener poder. De ahí también la advertencia de don Juan de que «Lo que hacen los videntes con lo que ven es más importante que el ver en sí.»

Por la misma condición de que se trata, ver no es tan sencillo, es algo muy difícil. Para comenzar, “ver” es algo totalmente diferente de “mirar” . Don Juan le advierte a Castaneda que, dado su carácter, racionalizador hasta los tuétanos como hemos dicho en otros momentos, tal vez nunca aprenda a ver, y en ese caso tendrá que vivir como guerrero toda su vida, en continua lucha y esfuerzo.

Supone una dedicación total, y sin embargo no es algo que se consiga a base de puro esfuerzo, como sería, por ejemplo, el mismo “ver” si se lo busca con obsesión y morbidez, como dirá don Juan tantas veces. Así entendido el “ver”, no pasa de ser una pseudotarea. La búsqueda del “ver” tiene que ser libre y liberadora. Tiene que estar siempre abierta a la maravilla y a la sorpresa. «Los hombres de conocimiento tienen los dos (el conocimiento y el poder). Y sin embargo ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlo; simplemente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento, todo cambió.»

“Ver”, en fin, no es tener o creer tener experiencias personales especiales, en el sentido de no ordinarias o inusitadas pero que en el fondo no hacen más que reflejar nuestro yo proyectando nuestra vida, nuestras sensaciones. Son experiencias pensadas, en las que siguen prevaleciendo los significados de la vida. A este respecto hay que tener en cuenta la advertencia de don Juan, en el sentido de que cuando uno aprende a ver, ni una sola cosa es la misma.

“Ver” es un sentido peculiar de saber, de saber algo, en el fondo todo, sin la menor duda. «Ver es dejar al desnudo la esencia de todo, es ser testigo de lo desconocido y vislumbrar lo que no se puede conocer, pero ello, no nos trae desahogo.» Y aunque ambas son formas metafóricas de hablar, es más una cuestión de oído que de ojos.

Es algo tan sutil que no se puede pensar ni se puede decir cómo se ve, sólo se puede ver. Es más, no sólo el “ver” no se puede pensar sino tampoco la realidad que se pretende “ver”. Pensar algo es la señal inequívoca de que no se está viendo. «Estás pensando en la vida. No estás viendo». Por ello, tampoco es cuestión de hablar, la acción correlativa de pensar. Así, cuando Castaneda le pregunte a don Juan pero cómo es que se ve, la respuesta será: ¡viendo!. No hay otra forma de ver. A ver se aprende viendo, y sólo se puede saber lo que es ver, viendo. Porque, en el fondo, ver es nada. «—Ahí vas otra vez. Ya te dije: no tiene caso hablar de cómo es ver. No es nada.» Y sin embargo, a la pregunta, pero cómo saber que uno ve, la respuesta será, «Sabrás. Te confundes sólo cuando hablas». Porque ver es el acto de tratar directamente con el nagual, con la realidad total, con el todo.

Si “ver” es hacer la experiencia de esa realidad, la más presente y a la vez la más esquiva, nada extraño que, como le pasaba a San Juan de la Cruz en la noche, a la que llamaba “soledad sonora”, también para don Juan Matus sea la oscuridad, a la que él llama “la oscuridad del día”, la mejor hora para “ver”. En la oscuridad nuestra visión de las cosas más fácilmente desaparece y aparece la realidad en su inmensidad.

El “ver” tiene lugar cuando nuestras visiones de las cosas desaparecen para permanecer solamente la realidad. «Ya te dije: el guardián tenía que volverse nada y sin embargo tenía que seguir parado frente a ti. Tenía que estar allí y tenía al mismo tiempo que ser nada.», ¿Absurdo? «—Sí. Pero eso es ver. No hay en realidad ningún otro modo de hablar sobre eso. Ver, como te dije antes, se aprende viendo.»

Sólo restaría añadir que no se puede “ver” sin tener “poder personal”, esa fuerza interior que hace nos convenzamos y actuemos como corresponde. La teología cristiana ha llamado a esta fuerza y preparación gracia preveniente. Don Juan la llama poder personal, y de él es cuestión sobre todo en su obra Relatos de poder. «—No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda —dijo—. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importa un ajo.»

El poder personal es necesario, porque cuesta mucho cambiar. Don Juan se lo confesó a Castaneda: «Creo que para mí lo más difícil fue querer realmente cambiar». Por ello, lleno de experiencia, personal y ajena, le advertirá: «Tardarás años en convencerte, y luego tardarás años en actuar como corresponde. Ojalá te quede tiempo.» Y es que, aunque el conocimiento es poder, «Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder.»

Con razón los hombres de conocimiento tienen los dos, conocimiento y poder. Aunque ambos, también qué cosa sea el poder personal, no se pueden explicar. Ambos son del orden de lo inefable.

«Parar el mundo»

Lo expresamos cuando fue cuestión de la “realidad aparte”. Si el mundo es una descripción continuamente haciéndose, a cuya reproducción nosotros estamos ininterrumpidamente contribuyendo con nuestro diálogo interior, y el “ver” consiste en la superación de esa descripción, para llegar a “ver” hay que “parar el mundo” frenando el diálogo interno. Así de lógico y así de importante. De ahí que “parar el mundo” sea un tema presente en toda propuesta de espiritualidad, no importa a qué tradición, religiosa o no, pertenezca. Es condición sine qua non para el logro de la contemplación y, en cierto modo, uno de los objetivos de ésta. Los maestros de todas las tradiciones saben de su importancia y por ello lo tematizan tanto.

Así lo es también en las enseñanzas de don Juan y, por lo mismo, en la obra de Carlos Castaneda, sobre todo a partir de Viaje al Ixtlán, obra en su mayor parte, y ello pese al título, dedicada a este tema.

Según confiesa Castaneda, durante años la idea de “parar el mundo” fue para él una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo posteriormente, hacia el final de su aprendizaje, llegó a advertir por entero su amplitud e importancia, como «una de las proposiciones principales en el conocimiento de don Juan», y que éste todo el tiempo le había tratado de enseñar. No era para menos, “parar el mundo” era el primer paso para “ver”. «Don Juan declaraba que para llegar a “ver” primero era necesario “parar el mundo”.»

Parar el mundo es parar su descripción, lo que creemos que es la realidad, para poder “ver” la realidad como en sí misma es. Y esto ocurre, tiene que ocurrir, dentro de uno, no fuera, es uno el que cambia no las cosas, frenando precisamente el diálogo interno con el que continuamente estamos reproduciendo la descripción del mundo. Don Juan se le explicó a Carlos en todas las formas: «Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo.» Si no se para el mundo, no se puede “ver”. Lo que se cree ver, sigue siendo el mundo que nos describen y que describimos, una proyección de nuestros deseos, de nuestro yo, por “maravillosa” que tal proyección pueda resultar. Y esto no es lo último, lo incondicional y absoluto, lo gratuito. Sigue siendo una experiencia interesada. Lo último es “ver”. «Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso.»

Si recordamos que la descripción que hacemos del mundo y en la que vivimos, es obra de un poder y de una fuerza, el poder y la fuerza de la realidad descrita como tal, de nosotros mismos, lo que don Juan y Castaneda llaman “primer anillo de poder”, se comprenderá la convicción y la fuerza que se requieren para salir de él. De otra manera es imposible. «El requisito previo que don Juan ponía para “parar el mundo” era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad de mundo, se encuentra más allá de toda duda.»

Enseñanza que se complementa con otra de don Juan respondiendo a la pregunta de Carlos para qué querría alguien parar el mundo: «Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello.»

Además de convicción, hay técnicas para lograrlo: superar la importancia personal o de nuestro ego, y para ello borrar la historia personal, ver la muerte como una realidad presente, como una compañera, convencerse por lo tanto de que no hay tiempo, hacerse responsable, y otras, temas que con razón suenan comunes a las diferentes tradiciones religiosas. Por su significación inmediata para “parar el mundo”, sólo vamos a enfatizar una, el no-hacer, por lo demás de hondas resonancias taoístas.

A la descripción del mundo sigue el hacer, que refuerza la descripción o, mejor aún, describimos el mundo como lo describimos en función de lo que queremos hacer en él. De ahí que no sólo describimos el mundo sino que lo hacemos. La consecuencia, pues, de cara a poder “parar el mundo” es bien lógica y eficaz: no-hacer. «El mundo es el mundo porque tú conoces el hacer implicado en hacerlo así —dijo—. Si no conocieras su hacer, el mundo sería distinto.» El no-hacer no es, pues, realmente un no hacer sino un hacer que no reproduce la descripción del mundo, un hacer que la derriba.

Castaneda narra una anécdota que lo ilustra bien. Como buen antropólogo, adicto a tomar siempre notas y más notas, don Juan y don Genaro se reían de él, hasta llegar a en medio de risas aconsejarle que, ya que le gustaba escribir tanto, escribiera con la punta del dedo en vez de con el bolígrafo. El se molestó al sentir el consejo una broma falta de respeto. Posteriormente cayó en la cuenta de lo pertinente que era la enseñanza implícita en la propuesta. Más él escribía y escribía, más excitaba su diálogo interno y más reproducía el mundo que ya conocía, más lejos estaba de “parar el mundo” y mucho más lejos de “ver”. Para llegar a esta meta era más pertinente el silencio de no escribir, el no-hacer, que el escribir y pensar.

Los ejemplos que le pusieron fueron muchos. De hecho hay tantos no-hacer como hacer. De cualquier hacer se puede hacer un no-hacer. Como cualquier técnica, lo importante es dominarla y saber que no es un fin en sí sino un medio, aunque un medio necesario. «No-hacer es muy sencillo pero muy difícil —dijo—. No es cosa de entenderlo, sino de dominarlo. Ver, por supuesto, es la hazaña final de un hombre de conocimiento, y sólo se logra ver cuando uno ha parado el mundo a través de la técnica de no-hacer.» «Ahora, si quieres parar el mundo, debes parar el hacer.»

Los cuatro enemigos

No hay propuesta de espiritualidad digna de este nombre que no sepa de obstáculos, de dificultades y de enemigos. Por ello todas las propuestas hablan de ellos. La propuesta de don Juan y de Castaneda también. Y para ellos los enemigos, así los llaman, que en el camino del conocimiento enfrenta el ser humano que se propone esta meta, son cuatro: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. Se trata de cuatro enemigos “naturales”, esto es, verdaderos, que es natural que existan, que todo hombre y mujer que emprenden el camino del conocimiento sienten, pero que hay que luchar contra ellos y vencerlos. De que se los venza o no depende el que se llegue o no a ser hombre de conocimiento. No hay otra alternativa.

La penetración psicológica de don Juan al respecto está a la altura de los grandes maestros. Por otra parte con su penetración no hace más que revelar el concepto exigente y profundo que él tiene del conocimiento como realización plena del ser humano. Nos limitamos a enfatizarla.

El miedo es el primer enemigo natural a hacerse presente y a vencer. Lo hemos visto reiteradamente en el caso de Carlos Castaneda, un caso verdaderamente emblemático. Porque, aparte las exigencias morales que conlleva, en su caso sobre todo implicaba el paso de un sistema cognitivo, el único válido para él, con todo lo que esto significa, a otro. Pero se trata de un miedo universal por lo que siempre implica de conversión y de cambio, un miedo que sólo se supera pasando por él. No hay otra alternativa, si se quiere llegar a ser hombre de conocimiento. De hecho, en este primer momento ya muchos abandonan.

Una vez conquistado el miedo, cosa que demanda su proceso y a la vez ocurre de una vez, el ser humano lo vence porque adquiere claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Pero pronto ésta se convierte en obstáculo. Es mucha la seguridad que da para ponerla en riesgo. Por eso se da un aferramiento a ella, y por lo tanto una situación de fijación y estancamiento. Muchas veces cuando Castananeda le expresa a don Juan que tiene miedo, le responderá que lo que él teme es perder su “claridad”, la claridad de su razón y la nueva claridad que iba consiguiendo en su aprendizaje. Esta claridad no es para nada el conocimiento que hay que perseguir. Hay que desafiarla usándola únicamente como medio para seguir avanzando.

Un tercer enemigo es el poder. Cada cultura produce sus formas. En su momento aludimos al poder que según don Juan Matus caracterizó a los videntes o brujos del antiguo México. Tuvieron mucho, pero se quedaron solamente en eso, en hombres con poderes especiales, en brujos. No llegaron a ser hombres de conocimiento. Hoy día el poder puede ser prestigio, reconocimiento, renombre, la misma experiencia espiritual como una mistificación, pero el poder como enemigo sigue siendo muy real. Para don Juan, se trata del enemigo más fuerte. Un ser humano que sucumbe al poder, no tiene dominio sobre sí y, buena prueba de ello, tiene miedo ante su propia muerte.

En fin, el cuarto enemigo es la vejez, el más cruel de todos, el único que no se puede vencer por completo, dice don Juan. Se han vencido los demás enemigos, pero se hace tedioso llegar hasta el final; se experimenta un deseo de quedarse en lo logrado, de repetirse, de no seguir buscando, creando. Hay un sentimiento de cansancio. Pero sólo llegando hasta al final se es hombre de conocimiento.

La vejez tiene otras manifestaciones, que suelen darse mucho antes, desde el puro comienzo. Son las manifestaciones de falta de poder, de desánimo e incluso abatimiento, ante la gran tarea que avizora. No es tanto el miedo a cambiar como la falta de energía para hacerlo, falta que se acrecienta con el paso del tiempo. De ahí la necesidad de contar con poder personal, de contar con una cierta juventud de espíritu.

Los cuatro enemigos son formidables, de verdad poderosos. De ahí la necesidad para ser hombre de conocimiento de desafiarlos y vencerlos. Pero por otra parte, con el mismo aplomo don Juan asegura que quien los venza puede llamarse hombre de conocimiento.

Tarea ardua

Como se ve, la tarea es ardua, demanda mucho esfuerzo. Cada vez que un hombre se propone aprender, tiene que esforzarse como el que más, le dirá don Juan a Castaneda. Ser hombre de conocimiento es la tarea más difícil que un ser humano puede echarse encima.

De una manera provocadora, estilo tan propio de los maestros, don Juan le dirá a Carlos Ccastaneda que sólo a un chiflado se le ocurriría emprender por cuenta propia la tarea de hacerse hombre de conocimiento, que a uno cuerdo hay que engañarlo. Y que si bien hay muchos que acometerían con gusto la tarea, éstos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son calabazas o cuencos que por fuera se ven en buen estado, pero que comenzarán a gotear tan pronto se los llene de agua y se los presiones. En expresión recogida en los evangelios, muchos son los llamados y pocos los escogidos

Pero hay otra aseveración de don Juan más patética, y que dice así: «la experiencia que tengo de mis semejantes me ha mostrado que pocos, poquísimos de ellos estarían dispuestos a escuchar; y de los pocos que escuchan, menos aún estarían dispuestos a actuar de acuerdo a lo que han escuchado; y de aquellos que están dispuestos a actuar, menos aún tienen suficiente poder personal para sacar provecho de sus actos.»

Y sin embargo aprender es nuestro destino, y ser hombres y mujeres de conocimiento, nuestra única alternativa viable. Es nuestro destino. De hecho, para bien o para mal, siempre estamos aprendiendo, le recordará don Juan a Carlos. ¿Qué sentido tiene, pues, aprender cosas inútiles? Por más aterrorizante que sea el aprendizaje, es más terrible ser un hombre sin conocimiento. El hombre de conocimiento es el único que vive una vida verdadera. Una vida con la certeza nítida de estar viviéndola; una vida sana, buena, feliz, fuerte.

La tarea de conocer y ser hombre de conocimiento ha quedado personalizada en don Juan. «Usted no es igual a ninguno de nosotros, don Juan —dije—. Usted es un espejo que no refleja nuestras imágenes. Usted ya está fuera de nuestro alcance. / — Lo que estás presenciando es el resultado de una lucha que toma toda una vida —dijo—. Lo que ves es un brujo que finalmente ha aprendido a seguir los designios del espíritu. Y eso es todo.»

Pero ya estos temas, enemigos, tarea ardua y lucha, además de habernos ayudado a apreciar mejor lo que en las enseñanzas de don Juan significa ser hombre de conocimiento, nos llevan a hablar de otro de los grandes temas retenidos por Carlos Castaneda como más importantes para él en las enseñanzas de don Juan: ser guerrero.




Prólogo de "Un Mundo feliz"

El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.

También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo "Un Mundo feliz" sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.

Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de lo que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.

Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Su Monumentum Requiris Circumspice.

Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del Mundo feliz, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: ¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del hombre?

Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, "Un Mundo feliz" poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.

Pero "Un Mundo feliz" es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?

Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. "Un Mundo feliz" no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de "Un Mundo feliz" no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más profunda.

Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.

En la actualidad nos hallamos en la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.

El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.

Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será, evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho -no humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.

Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En "Un Mundo feliz" esta uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos característicos de este mundo más feliz y más estable -los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas-, probablemente no se hallan más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.

Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales, militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.

Fuentes:

"Un Mundo feliz" de Aldous Huxley


El conocimiento como una función de ser

Philosophia perennis—Esta frase fue acuñada por Leibniz; pero no el asunto—la metafísica, que reconoce la Realidad divina como sustancial al mundo de las cosas, las vidas, y las mentes; la psicología, que encuentra en el alma algo semejante, o incluso idéntico, a la Realidad divina; la ética, que coloca la finalidad del hombre en el conocimiento del terreno inmanente y trascendente de todos los seres—el asunto es inmemorial y universal.

Los rudimentos de la Filosofía Perenne se encuentran entre las tradiciones de los pueblos primitivos de cada región del mundo, y en sus formas completamente desarrolladas están presentes en cada una de las grandes religiones. Una versión de este factor común más elevado, presente en todas las teologías precedentes y subsiguientes, se recogió en las escrituras de hace más de veinticinco siglos, y desde entonces el inagotable tema se ha tratado una y otra vez, desde el punto de vista de cada tradición religiosa, y en los principales idiomas de Asia y Europa.

El conocimiento es una función del ser. Cuando hay un cambio en el ser del conocedor, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y la cantidad de conocimiento. Por ejemplo, el ser de un niño se transforma mediante el crecimiento y la educación en el de un hombre. Entre los resultados de esta transformación está un cambio revolucionario en las formas de conocer y la cantidad y el carácter de las cosas conocidas. Cuando el individuo crece, su conocimiento llega a ser más conceptual y sistemático en la forma, y su contenido en hechos e utilidad se incrementa
enormemente. Pero estas ganancias se ven afectadas por un cierto deterioro en la calidad de cuanto abarca la comprensión inmediata, con un embotamiento y una pérdida del poder intuitivo. O considere también el cambio en el ser que un científico es capaz de inducir mecánicamente por medio de sus instrumentos. Equipado con un espectroscopio y un reflector de sesenta pulgadas, un astrónomo se convierte, en cuanto a la vista concierne, en una criatura sobrehumana y, como naturalmente debemos esperar, el conocimiento que posee esta criatura sobrehumana es muy
distinto, en cantidad y calidad, del que puede adquirir alguien que contempla las estrellas sin modificación alguna, con ojos meramente humanos.

Tampoco son los cambios en el ser fisiológico o intelectual del conocedor los únicos que afectan su conocimiento. Lo que nosotros sabemos depende también de lo que hemos escogido ser moralmente. “La práctica,” en las palabras de William James, “puede cambiar nuestro horizonte teórico, y esto ocurre de dos formas: puede llevarnos hacia nuevos mundos, y a la obtención de nuevos poderes. El conocimiento que nunca podríamos obtener siendo como somos, puede ser accesible en consecuencia de mayores poderes y de una vida más elevada, lo cual moralmente
podemos lograr”. Para expresarlo sucintamente: “Benditos sean los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y la misma idea ha sido expresada por el poeta Sufi, Jalaluddin Rumi, en términos de una metáfora científica: “El astrolabio de los misterios de Dios es el amor”.

La Filosofía Perenne se relaciona principalmente con el uno, con la Realidad divina esencial en el mundo múltiple de las cosas, las vidas, y las mentes. Pero la naturaleza de esta Realidad es tal, que no puede comprenderse directa ni inmediatamente, excepto por quienes han escogido cumplir con ciertas condiciones, haciéndose amorosos, puros de corazón y simples de espíritu. ¿Por qué debe ser así? Nosotros no sabemos. Esto es uno de esos hechos que tenemos que aceptar, tanto si queremos o no, a pesar de lo inverosímil y poco probable que nos parezca. Nada en nuestra experiencia diaria nos da razón alguna para suponer que el agua esté compuesta de
hidrógeno y oxígeno, y aún así, cuando sometemos el agua a ciertos tratamientos bastante drásticos, la naturaleza de sus elementos constituyentes se manifiesta. En forma similar, nada en nuestra experiencia cotidiana nos da mucha razón para suponer que la mente de un individuo sensual prometio tiene, como uno de sus constituyentes, algo que se asemeja—o que es idéntico—a la Realidad sustancial del mundo múltiple; y aún así, cuando la mente se sujeta a ciertos tratamientos bastante drásticos, el elemento divino, del cual al menos en parte está compuesto, llega a manifestarse, no sólo en la mente misma, sino en su reflejo en la conducta externa, y hacia otras mentes. Es sólo haciendo experimentos físicos que podemos descubrir la
naturaleza íntima del asunto y sus potencialidades. Y es sólo haciendo experimentos psicológicos y morales, que podemos descubrir la naturaleza íntima de la mente y sus potencialidades. En las circunstancias ordinarias de la vida sensual promedio, estas potencialidades de la mente permanecen latentes y no manifestadas. Para darnos cuenta de ellas, debemos cumplir con ciertas condiciones y obedecer ciertas reglas, que la experiencia ha demostrado que son empíricamente válidas.

En relación con los pocos filósofos y hombres de letras, no hay allí evidencia alguna de que hicieron mucho en la forma de cumplir con las necesarias condiciones por medio de un conocimiento espiritual directo. Cuando los poetas o los metafísicos hablan acerca del tema de la Filosofía Perenne, es generalmente como una referencia de segunda mano. Pero en cada época ha habido algunos hombres y mujeres que escogieron cumplir las condiciones por medio de las cuales, como un hecho empírico en bruto, ese conocimiento puede obtenerse de inmediato, y de éstos, apenas unos pocos han dado cuenta de la Realidad que así pudieron conocer, y han tratado de relacionar, en un amplio sistema de pensamiento, los hechos acontecidos en esta experiencia, con los de otras experiencias. A tales exponentes de primera mano de la Filosofía Perenne, quienes los conocieron generalmente les han dado el nombre de “santo”, “profeta”, “sabio” o “iluminado”. Y hay buenas razones para suponer que ellos—y no los filósofos u hombres de letras—sabían de lo que estaban hablando.

Es un hecho, confirmado y reconfirmado durante dos o tres mil años de historia religiosa, que la Realidad ultérrima no puede ser comprendida en forma clara ni inmediata, excepto por aquéllos que se convirtieron en todo amor, puros de corazón, y simples de espíritu. La auto-validada certeza del conocimiento directo no puede lograrse a partir de la naturaleza misma de las cosas, excepto por quienes estén equipados con la moral del “astrolabio de los misterios de Dios”. Si uno no es en sí mismo un sabio, ni un santo, lo mejor que puede hacer, en el campo de la metafísica,
es estudiar los trabajos de quienes lo fueron, y quienes, debido a que modificaron su forma de obrar meramente humana, fueron capaces de tener un alcance y un conocimiento que está más allá de lo humano.




Filosofía Perenne

La idea de una filosofía perenne, preferentemente con un denominador común, el factor común más importante - que forme la base de la verdad en los múltiples sistemas de pensamiento religioso, filosófico y científico del mundo -, se remonta a miles de años al menos.

Cicerón, por ejemplo, hablando sobre la existencia del alma tras la muerte, menciona que no solo tiene de su parte la autoridad de toda la antigüedad, sino también las enseñanzas de los Misterios Griegos y de la naturaleza, pero que 'estas cosas datan de antiguo y tienen, además, la aprobación de la religión universal'.

Fue sin embargo el filósofo alemán del s. XVII, Leibniz, quien popularizó la frase latina philosophia perennis. La empleó para describir lo que necesitaba para completar su propio sistema. Este debía ser un análisis ecléctico de la verdad y la falsedad de todas las filosofías, antiguas y modernas, por el cual "se debería retirar el oro de la escoria, el diamante de su mina, la luz de las sombras; y esto sería en efecto, un tipo de filosofía perenne".

Con similar ánimo, Ammonius Saccas, fundador de la escuela teosófica ecléctica de Alejandría en el s. III d.C. e inspirador de Plotino y del movimiento NeoPlatónico, persiguió el propósito de reconciliar las diferentes filosofías religiosas. Leibniz, no obstante, no reivindicó la invención de la frase. Dijo haberla encontrado en los escritos de un teólogo del s. XVI, Augustine Steuch, a quien consideraba como uno de los mejores escritores cristianos de toda época. Steuch describió la filosofía perenne como la verdad absoluta original revelada y hecha asequible al hombre antes de su caída, completamente olvidada en este lapso y solo gradualmente recuperada en forma fragmentada en la historia subsecuente del pensamiento humano. El Cristianismo Ortodoxo, era según su punto de vista, su restauración más pura y la historia de la redención incluye la larga búsqueda de esta sabiduría.

Antes de Steuch, no hay, según mi conocimiento, ninguna mención del termino philosofia perennis aunque se encuentran en escritos anteriores frases similares, expresando esencialmente la misma idea. La más notable de ellas es 'la sabiduría perenne de Dios' - 'theosophia perennis' - en textos latinos. Mas recientemente, hace unos cuarenta años, Aldous Huxley compiló una antología de las tradiciones religiosas y místicas del mundo que describe muchos rasgos comunes a esta 'filosofía de las filosofías'. En su prefacio, la define como sigue: Filosofía Perennis... - la metafísica que reconoce una Realidad divina substancial al mundo de las cosas, de las vidas y de las mentes; la psicología que encuentra en el alma algo similar o incluso idéntico a la realidad divina; la ética que sitúa el propósito final del hombre en el conocimiento del fundamento inmanente y trascendente de todo ser - siendo inmemorial e universal. Los rudimentos de la Filosofía Perenne pueden ser encontrados en el señor tradicional de los pueblos primitivos en cada región del mundo y tiene lugar, en su forma plenamente desarrollada, en cada una de las religiones superiores.

Huxley señaló que no se había remitido a los escritos de los filósofos "profesionales" al compilar su libro, sino a unos pocos de aquellos extraños individuos en la historia, que habían elegido cumplir ciertas condiciones - según sus palabras: "haciéndose ellos mismos, amantes, puros de corazón y pobres (humildes) de espíritu' - condiciones a través de las cuales tuvieron de primera mano, una directa aprehensión de la realidad divina. Si no se fuera un sabio o un santo, pensaba, la mejor cosa y más cercana que se debía hacer era 'estudiar los trabajos de aquellos que lo fueron y que, debido a que habían modificado su modo de ser meramente humano, fueron capaces de ser algo mas que una mera especie humana con mucho conocimiento".

No es tan extraordinario que las enseñanzas centrales de todas las filosofías espirituales principales sean idénticas, aunque las tradiciones estén separadas geográfica y culturalmente y por vastos periodos de tiempo, pues era la misma teosofía o sabiduría divina que fue universalmente divulgada por todos los sabios y maestros, la "misma doctrina secreta, eterna e inagotable" que Krishna impartió eones atrás a Vivasvat (el Sol), y que fue transmitida de época en época y que éste comunicó igualmente a Arjuna, su"devoto y amigo".

La presentación moderna más comprensiva de la 'theosophia perennis', con pruebas de su difusión a través del mundo en cada época, puede ser encontrada en los escritos de H.P. Blavatsky, en particular en su magnus opus, La Doctrina Secreta, subtitulada "La Síntesis de la Ciencia, Religión y Filosofía". Educada ella misma por los estudiosos mas avanzados de la tradición teosófica, escribió: "Las enseñanzas, no obstante fragmentarias e incompletas, contenidas en estos volúmenes, no pertenecen ni a los Hindúes, ni a los Zoroastrianos, ni a los Caldeos, ni a la religión egipcia, ni al Budismo, ni al Islam, Judaísmo o Cristianismo en exclusiva. La Doctrina Secreta es la esencia de todas ellas. Nacidos de ella en sus orígenes, los diversos esquemas religiosos están dispuestos ahora para fundirse en su elemento original, fuera del cual todo misterio y dogma ha crecido, se ha desarrollado y materializado."

Aparte de elaborar las enseñanzas fundamentales y mostrar su analogía natural, H.P. Blavatsky explica como la secreta 'sabiduría de las cosas divinas' fue 'revelada' a la humanidad y renovada periódicamente a través de la historia. Haciendo referencia a un hecho histórico con la alegoría de la historia del Jardín del Edén, el mito del fuego prometeico y también la historia hindú del descenso de los manasaputras ('hijos de la mente'), ella describe como, unos 18 millones de años atrás, seres divinos, hombres 'perfeccionados' de ciclos anteriores y nativos de esferas de vida cósmica superiores e invisibles, mezclaron una porción de su consciencia con la humanidad naciente, inflamándoles con la inteligencia racional. En este acto de sacrificio y necesidad evolutiva, indeleblemente imprimieron en 'la substancia-mente plástica' de la vida de la humanidad, verdades importantes de modo que nunca fueran totalmente olvidadas. Aquí tenemos, también la base de la doctrina de Platón de la Anamnesis ('el no olvido'): el aprender es realmente un proceso de 'reminiscencia' - 'recuerdo' o 're-descubrimiento', conocimiento primordial embebido en la porción inmortal del alma.

Desde aquel tiempo antiguo, se ha intentado regularmente restituir la tradición-sabiduría en cada parte del globo, por dos razones: primera, a causa de las fuerzas erosivas que con el tiempo desfiguran cada presentación - a saber, enseñanzas originales, comúnmente orales, que se recuerdan imperfectamente o se olvidan, textos que se pierden, copias y traducciones que se editan, cambios de significado de la palabra y la gente que a menudo mal interpreta o pasa por alto puntos esenciales.

La segunda razón, y la más apremiante, es que la humanidad está evolucionando, con necesidades igualmente evolutivas y cuando el grito del corazón humano colectivo es suficiente, aparece una respuesta de las regiones adecuadas que satisfará las necesidades del ciclo que se está abriendo. Es bien conocido que los Mesías, Avatares, Budas, Profetas y 'los instruidos de Dios' de toda nación llegaron como reformadores y transmisores, no como creadores de nada, sino como el 'ropaje terreno' de su presentación, tejido con los materiales disponibles. También hay que hacer notar que los mensajes son raramente conocidos por sus contemporáneos, ni es completamente comprendido el significado de su mensaje.

Toda innovación atrae oposición, dragones poderosos que rodean el Grial. Nuestra propia era, como cualquier otra, está llena de 'falsos profetas' cuya, a menudo, fascinante mezcla de verdad y error ha despistado a muchos por vías secundarias improductivas e incluso peligrosas. ¿Cómo entonces, nos podemos preguntar, podemos determinar qué es genuinamente del espíritu y qué es paja?.

Sensiblemente suficiente, aunque requiere perseverancia y un estudio discriminativo, podemos aplicar los tests de la perennidad y universalidad: ¿La enseñanza está explícitamente afirmada o supuesta por todos los grandes maestros espirituales del mundo a través de las épocas? Y, lo que es igualmente importante, ¿Lleva en sí el sello del espíritu: su llamada se dirige al lado altruista y desinteresado de nuestra naturaleza?

El universo, físico y metafísico, es todo una realidad y de acuerdo con la simple lógica solo puede haber una verdad, aunque pueda ser limitada, variada y aparentemente divergente en sus expresiones en el lenguaje humano. La influencia fragmentada de las teologías dogmáticas, de los intentos de arrogar la verdad bajo estandartes de todo tipo, incluyendo aquellos de la ciencia y la filosofía, no pueden afectar al bienestar humano mas que negativamente. Quizá sea mejor recordar entonces, que como el amor, la mayoría de nosotros no somos nada mas que 'medio camino' entre la ignorancia y la sabiduría.

Si tenemos indicios de las realidades divinas sobre las cuales buscamos completo conocimiento, o si buscamos solo ser una fuerza activa para el bien en el mundo, pero necesitamos una filosofía que pueda ayudarnos a capear las tormentas de la vida y los momentos de calma, podemos confiar que tal conocimiento existe y que satisface tanto corazón como intelecto. La humanidad no está despojada de la protección compasiva de los dioses y nunca lo ha estado. Ambos, ellos y sus representantes en la tierra, siempre han ofrecido la brújula de la sabiduría amante como la guía más segura para nuestro destino. Siguiendo el curso trazado por estos caminantes avanzados, no solo descubriremos qué es verdadero en la vida y qué no, sino que nos adecuaremos para expresar las invariables características del espíritu.



Las Puertas de la Percepción (3)

4. Más allá del mundo verbal

(...) Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es un experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual. Porque el intelectual es por definición el hombre para el que, según la frase de Goethe, "la palabra es esencialmente fecunda". Es el hombre que entiende que "lo que percibimos con los ojos nos es extraño como tal y no debe impresionamos mucho". Y sin embargo, aunque él mismo es un intelectual y uno de los supremos maestros del lenguaje, Goethe no se muestra siempre de acuerdo con sus propias valoración de la palabra. En la madurez de su vida, escribió: "Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más. A mi, personalmente, me gustaría renunciar totalmente a la palabra y, como la Naturaleza orgánica, comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar de mi ventana a la serena espera de su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta -siento la tentación de decirlo- afectado en la palabra. En cambio, ¡cómo Impresiona la gravedad y el silencio de la Naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes!" No podremos nunca eximirnos dcl lenguaje o de los otros sistemas de símbolos; porque es gracias a ellos, solamente a ellos, como hemos podido elevamos por encima de los brutos, al nivel de los seres humanos. Pero, así como somos sus beneficiarios, podemos también muy fácilmente convertirnos en sus víctimas. Debemos aprender a manejar con eficacia las palabras, pero, al mismo tiempo, debemos preservar y, en caso necesario, intensificar nuestra capacidad para mirar al mundo directamente y no a través del medio semiopaco de los conceptos.
(...) En un mundo donde la educación es predominantemente verbal, las personas muy cultas encuentran casi imposible dedicar una seria atención a lo que no sea palabras y nociones. Siempre hay dinero y doctorados para la culta necedad de lo que constituye entre los eruditos el problema más importante: ¿Quién influyó en quien para decir tal o cual cosa en tal o cual ocasión? Hasta en estos tiempos de tecnología se rinde pleitesía a las Humanidades. En cambio, apenas se hace el menor caso a las humanidades no verbales, a las artes de percibir directamente los hechos concretos de nuestra existencia. Es completamente seguro que hallarán aprobación y ayuda financiera, un catálogo, una bibliografía, una edición definitiva de un versificador de tercera clase, un estupendo índice que pone fin a todos los índices. Pero si se trata de averiguar cómo usted y yo, nuestros hijos y nuestros nietos podemos hacernos más perceptivos, más intensamente conscientes de la realidad interior y exterior, más abiertos al Espíritu, menos propenso a caer, por nuestros vicios psicológicos, físicamente enfermos y más capaces de regular nuestro propio sistema nervioso; si se trata de cualquier forma de educación verbal que sea más fundamental que la Gimnasia Sueca, ninguna persona respetable ni ninguna universidad o religión que se respete hará absolutamente nada.

Los verbalistas temen a los no verbales; los racionalistas temen al hecho concreto no racional; los intelectuales entienden que "lo que percibimos con el ojo (o de cualquier otro modo) nos es extraño como tal y no debe impresionarnos mucho". Además, este asunto de la educación en las Humanidades no verbales no encaja en ninguno de los casilleros establecidos. No es religión, ni es neurología, ni es gimnasia, ni es moral, ni es civismo, ni es psicología experimental. Siendo esto así, el tema, a los efectos académicos y eclesiásticos no existe y puede ser tranquilamente pasado por alto o dejado, con una sonrisa de superioridad, a quienes son llamados farsantes, curanderos, charlatanes y aficionados ineptos por los fariseos de la ortodoxia verbal.
Blake escribió con mucha amargura: "Siempre he advertido que los Ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como de los únicos sabios. Hacen esto con una confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático."
El razonamiento sistemático es algo de lo que tal vez no podamos prescindir ni como especie ni como individuos. Pero tampoco podemos prescindir, si hemos de permanecer sanos, de la percepción directa de los mundos interior y exterior en los que hemos nacido. Esta realidad es un infinito que está más allá de toda comprensión y, sin embargo, puede ser percibida directamente, y desde cierto punto de vista, de modo total. Es una trascendencia que pertenece a un orden distinto del humano y que, sin embargo, puede estar presente en nosotros como una inmanencia sentida, corno una participación experimentada. Saber es darse cuenta, siempre, de la realidad total en su diferenciación inmanente; darse cuenta de ello y, aun así, permanecer en condiciones de sobrevivir como animal, de pensar y sentir como ser humano, de recurrir cuando convenga al razonamiento sistemático. Nuestra finalidad es descubrir que siempre hemos estado donde deberíamos estar. Por desdicha, nos hacemos muy difícil esta tarea. Bajo un sistema de educación más realista y menos exclusivamente verbal que el nuestro, todo Ángel -en el sentido que Blake le da a la palabra- tendría autorización para un banquete sabático, sería inducido y hasta, en caso necesario, obligado a hacer de cuando en cuando, por medio de alguna Puerta Química en el Muro, un viaje al mundo de la experiencia trascendental. Si esto le aterrara, sería una desdicha, sin duda, pero probablemente saludable. Si le procurara una iluminación breve, pero sin tiempo, tanto mejor. En cualquiera de los casos, el Ángel perdería algo de la confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático y de la conciencia de haber leído todos los libros.
Cerca ya del fin de su vida, Aquino experimentó la Contemplación Infusa. Después de esto, se negó a trabajar de nuevo en su libro no terminado. Comparado con esto, cuanto había leído, discutido y escrito -Aristóteles y las Sentencias, las Cuestiones, las Proporciones, las majestuosas Summas- no era más que broza o paja. Para la mayoría de los intelectuales, una huelga de brazos cruzados así sería una equivocación y algo moralmente censurable. Pero el Doctor Angélico había hecho más razonamiento sistemático que doce Ángeles ordinarios juntos y estaba ya maduro para la muerte. Había conquistado el derecho, en esos últimos meses
de su mortalidad, a pasar de la broza o paja meramente simbólica al plan del Hecho real y sustancial. Para Ángeles de un orden menor y con mejores perspectivas de longevidad, conviene que haya un retorno a la broza. Pero el hombre que regresa por la Puerta en el Muro ya no será nunca el mismo que salió por ella. Será más instruido y menos engreído, estará
menos satisfecho de sí mismo, reconocerá su ignorancia humildemente, pero, al mismo tiempo, equipado para comprender la relación de las palabras con las cosas, del razonamiento sistemático con el insondable Misterio que trata, por siempre jamás, vanamente, de comprender.







Las Puertas de la Percepción (2)

2. La visión artística en lo cotidiano

El artista está congénitamente equipado para ver todo el tiempo lo que los demás vemos únicamente bajo la influencia de la mescalina. La percepción del artista no esta limitada a lo que es biológica o socialmente útil....Para el artista y para el que toma mescalina, los ropajes son jeroglíficos vivos que representa, de un modo peculiarmente expresivo, el insondable misterio del puro ser. Más inclusive que la carne, aunque menos tal vez que aquella flores totalmente sobrenaturales, los pliegues de mis pantalones grises de fanela estaban cargados de "ser-encia". No puedo decir a qué debían esta privilegiada condición. ¿Se debe acaso a que las formas del ropaje plegado son tan extrañas y dramáticas que atraen al ojo y, de este modo, imponen a la atención el hecho milagroso de la pura existencia? ¿Quién sabe? La razón de la experiencia importa menos que la experiencia misma. Al fijarme en la falda de Judit, allí en la Droguería Mayor del Mundo, comprendí que Botticelli, y no solamente Botticelli, sino también muchos otros, habían contemplado los ropajes con los mismos ojos transfigurados y transfigurantes que yo había tenido aquella mañana. Habían visto la Istigikeit, la Totalidad e Infinitud de la ropa pegada, y habían hecho todo lo posible para expresar esto en pintura o piedra. Necesariamente, desde luego, sin lograrlo. Porque la gloria y la maravilla de la pura existencia pertenecen a otro orden, más allá del poder de expresión que tiene el arte más alto. Pero yo pude ver claramente en las faldas de Judit lo que hubiera podido hacer con mis viejos pantalones grises si hubiese sido un pintor de genio. No gran cosa, Dios lo sabe, en comparación con la realidad, pero lo bastante para deleitar a generación tras generación de espectadores, lo bastante para hacerles comprender un poco por lo menos del verdadero significado de lo que, en nuestra patética imbecilidad, llamamos "meras cosas" y desdeñamos en favor de la televisión.
"Es así como deberíamos ver", decía una y otra vez, mientras miraba mis pantalones, los enjoyados libros de los anaqueles o las patas de mi silla. "Así es como deberíamos ver; así son realmente las cosas. " Y, sin embargo, había reparos. Porque si viera siempre así, nunca se querría hacer otra cosa. Bastaría con mirar, con ser el divino No-mismo de la flor, del libro, de la silla, del pantalón. Esto sería suficiente. Pero en este caso, ¿qué sería los demás? ¿Qué de las relaciones humanas? En la grabación de las conversaciones de aquella mañana, hallo constantemente repetida esta pregunta: "¿Qué hay acerca de la relaciones humanas?" ¿Cómo se podrían conciliar esta bienaventuranza sin tiempo de ver como se debería ver con los deberes temporales de hacer lo que se debería sentir? "Deberíamos ser capaces de ver estos pantalones como infinitamente importantes", dije. Deberíamos... Pero, en la práctica, esto parecía imposible. Esta participación en la gloria manifiesta de las cosas no dejaba sitio, por decirlo así, a lo ordinario, a los asuntos necesarios de la existencia humana, y, ante todo, a los asuntos relacionados con las personas. Porque las personas son ellas mismas y, en un aspecto por lo menos, yo era ahora un No-mismo, que simultáneamente percibía y era el No-mismo de las cosas que me rodeaban. Para este No-mismo recién nacido, el comportamiento, la apariencia y la misma idea de sí mismo habían dejado momentáneamente de existir y, en cuanto a los otros sí mismos, sus antes semejantes, no parecían realmente desagradables -el desagrado no era una de las categorías en función de la que estaba pensando-, sino enormemente ajenos. Obligado por el investigador a analizar y decir lo que estaba haciendo -¡cómo ansiaba estar a solas con la Eternidad en una flor, con la Infinitud en las cuatro patas de una silla y con lo Absoluto en los pliegues de unos pantalones de franela!-, advertí que estaba eludiendo deliberadamente las miradas de quienes estaban conmigo en la habitación, tratando deliberadamente de no darme cuenta de sus presencias. Una de aquellas personas era mi mujer y otra un hombre al que respetaba y tenía mucha simpatía pero ambos pertenecían al mundo del que, por el momento la mescalina me había liberado, al mundo de los sí mismos, del tiempo, de los juicios morales y las consideraciones utilitarias al mundo - y era este aspecto de la vida humana el que quería ante todo olvidar- de la afirmación de sí mismo, de la presunción de las palabras excesivamente valoradas y de las naciones adoradas idolátricamente.

En esta frase de la experiencia se me entregó una reproducción en gran tamaño del conocido autorretrato de Cézanne: la cabeza y los hombros de un hombre con sombrero de paja, de mejillas coloradas y labios muy rojos, con unas pobladas patillas negras y unos ojos oscuros de pocos amigos. Es una pintura magnífica pero yo no la veía ahora como pintura. Porque la cabeza adquirió muy pronto una tercera dimensión y surgió a la vida como un duendecillo que se asomara a la ventana en la página que yo tenía delante. Me eché a reír y, cuando me preguntaron por qué me reía dije una y otra vez: "¡Que pretensiones! pero ¿quién se cree que es?" La pregunta no estaba dirigida a Cézanne en particular, sino a la especie humana en general. ¿Quiénes se creían que eran?


3. Pintura y vacío

La mayoría de los imaginativos se transforman con la mescalina en visionarios. Algunos de ellos -y son tal vez más numerosos de lo que generalmente se supone- no necesitan transformación: son visionarios todo el tiempo. La especie mental a la que Blake pertenecía está muy difundida hasta en las sociedades urbanas-industriales de nuestros días. El carácter único del poeta-artista no consiste en el hecho -para citar sus Catálogos Descriptivos - de que veía realmente "estos maravillosos originales llamados el Querubín en las Sagradas Escrituras". No consiste en el hecho de que "estos maravillosos originales percibidos en mis visiones eran a veces de cien pies de estatura... todos con un significado mitológico y recóndito". Consiste únicamente en la capacidad de este hombre para expresar, en palabras, o de manera algo menos lograda, en línea y color, alguna indicación por lo menos de una experiencia no extraordinariamente desusada. El visionario sin talento puede percibir una realidad interior no menos tremenda, hermosa y significativa que el mundo contemplado por Blake, pero carece totalmente de la capacidad de expresar, en símbolos literarios o plásticos, lo que ha visto. Resulta manifiesto de las constancias religiosas y de los momentos sobrevivientes de la poesía y las artes plásticas que, en la mayoría de los tiempo y lugares, los hombres han atribuido más
importancia al paisaje interior que a las experiencias objetivas y han atribuido a lo que veían con los ojos cerrados una significación espiritualmente más alta que a lo que veían con los ojos abiertos. ¿La razón? La familiaridad engendra el desdén y el cómo sobrevivir es un problema cuya urgencia va de lo crónicamente tedioso al auténtico tormento. El mundo exterior es aquello a lo que nos despertamos cada mañana de nuestras vidas, es el lugar donde, nos guste o no, tenemos que esforzamos por vivir. En el mundo interior no hay en cambio ni trabajo ni monotonía. Lo visitamos únicamente en sueños o en la meditación, y su maravilla es tal que nunca encontramos el mismo mundo en dos sucesivas ocasiones. ¿Cómo puede extrañar entonces que los seres humanos, en su busca de lo divino, hayan preferido generalmente mirar hacia adentro? Generalmente pero no siempre. En su arte del mismo modo que en su religión, los taoístas y los budistas Zen miraban, más allá de las visiones, al Vacío y, a través del Vacío, a las diez mil cosas de la realidad objetiva. A causa de su doctrina del Verbo hecho carne, los cristianos hubieran debido ser capaces, desde el principio, de adoptar una actitud análoga frente al universo que los rodeaba. Pero, como consecuencia de la doctrina del Pecado, les resultaba ortodoxa y comprensible una expresión de total negación del mundo y hasta de su condenación. "Nada nos debe asombrar en la Naturaleza, con la sola excepción de la Encamación de Cristo." En el siglo XVII, la frase de Lallemant parecía tener sentido. Hoy, suena a locura.

La elevación de la pintura de paisajes al rango de forma de arte mayor se produjo en China hace unos mil años, en Japón hace un seiscientos años y en Europa hace unos trescientos. La creación del Dharma-Cuerpo con el seto fue formada por esos Maestros Zen que unieron el naturalismo taoísta con el trascendentalismo budista. Fue, por tanto, únicamente en el Lejano Oriente donde los paisajistas consideraron conscientemente su arte cono religioso. En Occidente, la pintura religiosa consistía en retratar a santos personajes, en ilustrar textos sagrados. Los paisajistas se consideraban a sí mismos artistas del siglo. Hoy reconocemos en Seurat a uno de los supremos maestros de lo que podría ser llamada pintura mística de paisajes. Y sin embargo, este hombre que fue capaz, más efectivamente que cualquier otro, de expresar lo Uno en los muchos, se indignaba cuando alguien le alababa por la "poesía" de su trabajo. "Yo me limito a aplicar el Sistema", protestaba. En otros términos, era meramente un pointilliste y, a sus propios ojos, nada más. Se cuenta una anécdota análoga de John Constable. Hacia el fin de su vida, Blake conoció a Constable en Hampstead y contempló uno de los boceto del joven artista. A pesar de su desdén por el arte naturista, el anciano visionario advertía algo bueno cuando lo veía. "Esto no es dibujo; esto es inspiración", exclamó. "Yo he tratado de que sea dibujo", fue la característica respuesta de Constable. Los dos hombres tenían razón. Era dibujo, preciso, veraz, y era al mismo tiempo inspiración, inspiración de un orden tan alto por lo menos como la de Blake. Los pinos del Heath habían sido vistos verdaderamente como identificados con el Dharma-Cuerpo. El boceto era una expresión, necesariamente impresionante de lo que una percepción purificada había revelado a los ojos abiertos de un eran pintor. De una contemplación según la tradición de Wordsworth y Whitman, del Dharma-Cuerpo como seto y de visiones, como las de Blake, "de los originales maravillosos" dentro del espíritu, los poetas contemporáneos se han retirado a una investigación de lo subconsciente personal y a una expresión en términos sumamente abstractos no del hecho dado objetivo, sino de meras nociones científicas y teológicas. Y algo parecido ha sucedido en el campo dc la pintura. Aquí hemos experimentado un abandono general del paisaje, la forma artística predominante en el siglo XIX. Este abandono del paisaje no ha sido para pasar a eso otro, al Dato divino interior a que se han dedicado la mayoría de las escuelas tradicionales del pasado, al Mundo Arquetípico donde los hombres han hallado siempre las materias primeras del mito y de la religión. No, ha sido un paso al Dato exterior a lo subconsciente personal, a un mundo mental más escuálido y más herméticamente cerrado que inclusive el mundo de la personalidad consciente. ¿Donde había había visto yo antes estas chucherías de hojalata y materias plásticas? En cualquiera de las galerías que exponen lo último en arte no representativo.





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Según Platón, el conocimiento es un subconjunto de lo que forma parte a la vez de la verdad y de la creencia.
Integral Philosopher Michel Bauwens "Vision"