"En el fondo de todo adulto yace un niño eterno, en continua formación, nunca terminado, que solicita cuidado, atención y educación constantes. Ésta es la parte de la personalidad humana que aspira a desarrollarse y a alcanzar la plenitud".
C.G. Jung
"Es el Niño quien percibe el secreto primordial de la Naturaleza y es al Niño que hay en nosotros a quien regresamos. El Niño es lo bastante simple y osado como para vivir el Secreto".
Chuang-TzéEn buena parte de la historia humana las sociedades se han dotado de ritos de iniciación o ritos de paso que marcaban las diferencias entre los grupos de edad y, además, ofrecían las condiciones de tránsito de unos a otros. Por medio estaban en juego los procesos de inclusión que obligaban a los jóvenes a hacer frente a determinadas pruebas y desafíos que evaluaban su madurez para gestionar las exigencias del mundo adulto.
Si antaño los límites entre el joven y el adulto estaban marcados por unos papeles y funciones sociales y, en especial, por unos ritos de iniciación que acreditaba en el joven la pérdida de la inocencia y la asimilación de la dureza de la vida, hoy nada de esto tiene lugar. Especialmente importante es la desaparición de estos ritos. No habiendo, “estado adulto”, o habiéndose prolongado la juventud en grado sumo, no hay necesidad de rito ni de sus figuras tutelares.
Una juventud que se ha quedado sin rito desconoce, de igual modo, la experiencia de la privación, la pérdida, el dolor. Ignora límites de sus comportamientos y prácticas que le convierten en humano y mortal. En ese sentido, se ve abocada a vivir la vida desde el desenfreno y la omnipotencia, en definitiva, desde experiencias que reproducen la placidez del útero materno.
Destaca el anhelo de vivir al margen del tiempo: como Peter Pan, en el país de nunca jamás, con una inocencia incorruptible.
Ahora, la adolescencia se prolonga mucho más allá de sus fronteras biológicas, y las obligaciones para con la vida adulta se posponen hasta después de los veinticinco e incluso de los treinta años.
No se busca acumular tiempo, más bien, desprenderse de él, perderlo, echarlo por la borda, transformándose en infantes y adolescentes que empiezan de nuevo a vivir pero ya en un “ahora” despojado de inocencia. Los adultos quieren vivir siendo jóvenes, quieren llegar hasta el final de sus días sintiéndose próximos a los inicios. Luchan por estacionarse ahí, por cerrar el paso del tiempo, por dejar de acumular experiencia. Al mismo tiempo, de negar los espacios de la mácula, el deterioro, la arruga, la degeneración. En este estilo de vida es el yo el agente responsable de sus prácticas e iniciativas.
El niño eterno como arquetipo universal
En el nivel arquetípico de la experiencia humana donde no existe el tiempo histórico, donde rige más la potencia que lo actual, donde se comprime lo vivido y la memoria viva de la humanidad. En este nivel de la experiencia humana desaparece el tiempo cronológico y rige el tiempo recurrente en el que todo lo ideado por la inteligencia humana deja huella para las sociedades futuras.
Los arquetipos remiten a potencialidades de acción y representación que cada presente histórico incorpora.
Más que representaciones cerradas y clausuradas, constituyen condensaciones de sentido que orientan y estimulan la creatividad social.
“El arquetipo es un elemento formal, en sí vacío, que no es sino una facultas praeformandi, una posibilidad dada a priori de la forma de la representación. No se heredan las representaciones sino las formas, que desde este punto de vista corresponden exactamente a los instintos, los cuales también está determinados formalmente”
C.G.Jung
Su significado universal referido a situaciones y estados recurrentes en la vida del hombre les hace pervivir al paso del tiempo. Mircea Eliade se refiera a ellos en términos de fósiles vivientes. Ejemplos como el Héroe, la Gran Madre, el Hermafrodita, el Extraño, el Chamán, el guerrero, independientemente del valor y protagonismo que tengan en cada entorno cultural, forman parte de la peripecia humana.
En este nivel nada de lo creado y vivido por el hombre muere definitivamente. Siempre un halo de cada gesto humano surca la memoria filogenética de la especie. Cada ahora, cada época, cada momento histórico contiene y convive con los dibujos de los que el hombre se ha servido para narrar y definir su experiencia en el mundo. Corresponde a los arquetipos las nociones de lo transhistórico y lo transpersonal. No en vano, lo producido por el hombre pervive y sobrevive al tiempo de su producción y permanece intacto como potencia legada a las sociedades venideras.
En este dominio la infancia se vive de manera muy distinta. No es tanto una fase a superar como un estado constante y recurrente. Este no deja de acompañar la vida de cada sociedad y actor. No se trata de convertir esa posibilidad en un estilo de vida, con el que la infancia y la adolescencia caracterizan el semblante de nuestra época. Más bien, el acento hay que ponerlo en la dimensión recurrente e insuperable de un estado, el de la calidez de los inicios, que podemos activar y recuperar en determinados momentos de la biografía personal.
Experiencias cargadas de recuerdos, momentos de desgarro, el amor renovado y renovador, acontecimientos sociales muy significativos nos trasladan a estados de nuestra vida cuya narración regenera y sana.
El niño que llevamos dentro no muere nunca y a él volvemos para hilvanar periódicamente la narración de nuestra biografía. No se trata tanto del niño que fuimos realmente, como de una fase insuperable e insuperada que se encuentra próxima al pensamiento arcaico caracterizado por la anulación del tiempo, la integración de lo real con lo posible, de la parte con el todo, del final con el inicio.
El arquetipo del niño eterno inmerso en las profundidades de toda conciencia individual y social tiene la virtualidad de nutrir los matices y revitalizar la percepción uniforme e inercial que rige en todo marco de convivencia.
A su trasluz se constata una mayor continuidad y consanguineidad entre las cosas separadas y aisladas por el pensamiento conceptual y diferenciado de la modernidad. Posibilita un proceso de compensación que enriquece los reduccionismos de una mirada funcional y parcial del mundo atenta a lo cuantitativo e insensible a lo singular y lo denso.
Es una manera de regenerar la vida individual ante un mundo al que hoy sólo cabe tratar desde una conciencia hegemónica movida por el apetito dominador de la técnica. Sin embargo, su cercanía a los inicios de nuestra conciencia, su proximidad a los grandes interrogantes del mundo, hacen de la infancia un acontecimiento fantástico e irrepetible.
Como dice la mitóloga Blanca Solares: “cuanto más tiende la conciencia a autonomizarse de sus fundamentos, el misterio de su nacimiento y su sentido, más se separa de la experiencia de plenitud y totalidad de los orígenes, hasta desembarazarse de ellos por completo, como sucede en la época moderna, y privilegiar el progreso abstracto, unilateral y reductivo de su proceso de racionalidad técnica y mercantil. Es aquí, en contraste, donde el arquetipo del niño surge como una clave compensatoria básica”.
Esta experiencia es arquetípica porque es universal, porque es posible y posibilitante para cualquier humano independientemente de época, cultura y sociedad. Remite a los inicios regeneradores, exuberantes y prodigiosos que recrean el mundo en lo que tiene de espacio de expansión fecunda y de experiencia inagotable .
En él se hace notar la fuerza milagrosa e irreprimible de la vida en su máxima expresión, el milagro de la existencia. La infancia vive y se vive en contacto directo con el misterio que alienta el discurrir del mundo. Por ello, su carácter inicial teñido de misterio y enigma imprime a la niñez una dimensión sagrada y excepcional, portadora de las claves secretas del mundo y cargada de la ambivalencia de los inicios que atraen pero también asustan.
Entiéndase bien. No es cuestión de rebobinar el hilo biográfico de nuestra vida o de la sociedad hasta encontrar el principio de todo. Tiene más que ver con la recuperación de una experiencia oceánica, bañada de inocencia, descargada de conciencia moral y en la que el actor pone el mundo a disposición de sus sueños. No se trata de un estilo de vida, de un modelo de conciencia social. Apunta a esas llamadas e interpelaciones del pensamiento arcaizante ocultado por un modelo de conciencia centrado en el yo y ajeno a la realidad abundante de la experiencia. Consiste en los calambrazos del inicio que reclama su lugar y su protagonismo para ampliar el horizonte y expandir la experiencia que toda la sociedad limita y estrecha.
El momento arquetípico del niño eterno supone un retrotraerse a la acumulación de voces, formas y pigmentaciones que ha ido legando en el yo el curso del mundo natural y cultural. Se trata de un descubrimiento que, lejos de confirmar a la sociedad tecnologizada como el culmen de la sofisticación humana, la convierte en un momento más y nunca el último de una cadena cósmico-cultura ya vieja y siempre por rejuvenecer.
A esta experiencia la denomina C.G.Jung el proceso de individuación a cuyo través la conciencia individual contacta con lo universal, lo transhistórico, lo que carece de tiempo, en definitiva con el sí-mismo que todo individuo lleva en su seno. Frente a la gestión privada y solitaria del actual estilo de vida basado en el acceso a una niñez de escaparate y espectáculo, el proceso de individuación consiste en una recuperación de lo vivido, de lo creado, de lo sentido y pensado por el hombre, una recuperación de los otros hombres y, con ello, del resto del hecho cósmico vivo y activo en cada uno de nosotros. En el individuo se abre paso el tiempo sordo del hecho natural prolongado en el humano que nos remite a lo inicial y a lo incógnito. A partir de ese momento la supuesta suficiencia del yo comunica con los diferentes estratos que perviven en él y que le convierten en mera expresión de una totalidad cósmica, humana y cultural de la que forma parte. Frente a la visión fragmentada y fragmentaria del yo contemporáneo, recupera una visión totalizadora de su experiencia y una reconciliación con las diferentes partes de la realidad.
La experiencia de la individuación rejuvenece porque, de pronto, se incorpora el todo en cada yo, porque éste re-nace como otro a partir del descubrimiento de vínculos desconocidos, porque éste reconoce su vastedad más allá de los límites de su conciencia, porque éste descubre la deuda con la tradición humana en la que pervive el rastro de la cultura y del cosmos. Se opera un renacimiento del yo capaz de reconocer la alteridad en su propio seno.
En este sentido, la recuperación de la niñez tiene un efecto alquímico y transformador. De ella se retorna otro, renacido, con espacios de experiencia desconocidos, sin renunciar a la exploración en el mundo. Es una respuesta a los unilateralismos de la conciencia que cierran el paso a la novedad. Se ha incorporado otra mirada que abre al futuro, que estira la realidad, que la prolonga hacia lo desconocido. Por ello, “un aspecto fundamental del motivo del niño es su carácter de futuro. El niño es futuro en potencia. Por eso, la aparición del motivo del niño en la psicología del individuo suele significar una anticipación de desarrollos futuros, aunque a primera vista parezca tratarse de una formación retrospectiva”.
A modo de resumen, los mitólogos C.G.Jung y K.Kerenyi definen el arquetipo de la infancia a partir de tres rasgos recurrentes en una diversidad de mitos sociales.
1) Uno de ellos es el nacimiento milagroso de un ser que procede de una experiencia virginal. Además, el conjunto de peligros que amenazan al niño indefenso. Así, Zeus está amenazado de ser engullido por Cronos, su propio padre; Dioniso de ser desmembrado. Aunque nada parece venir en su auxilio, lleva en su seno un poder sobrenatural, el de los instintos de la vida, que le habitan. En ausencia de madre, le protegen los animales que le nutren y los ángeles que le custodian.
2) Si bien parece indefenso, su cercanía con el misterio de la existencia le dota de poderes sobrenaturales. El niño dispone de fuerzas tan superiores que podrá imponerse a todos los peligros. Se encuentra atravesado por la mágica fuerza de los inicios. Mas aún, su existencia excepcional derribará todos las barreras del mundo constituido y, finalmente, con sus virtualidades intactas hará emerger una nueva realidad.
3) Por último, presenta una figura hermafrodita, que simboliza la unión de los opuestos o símbolo de la unión constructiva de los contrarios. La influencia de los inicios dota al niño de un aspecto a-morfo y potencial carente de forma definida y actualizada. El vínculo entre Hermes y Afrodita subraya la singularidad irreductible con la que nace cada niño. Pues el recién nacido no es la mera suma de los progenitores que lo engendran.
Lo masculino y lo femenino, así como la vastedad de elementos que le lega el pasado filogenético de la especie y del cosmos, van a ser combinados de manera tan irrepetible y singular que define al recién nacido frente a otros.
Como argumentan C.G.Jung y K.Kerenyi, la mitología constituye un buen referente para acercarse a los dominios del niño eterno. Mitos como el de Zeus, Dioniso, Jesucristo y otros (de nuestra tradición cultural y de otras) ofrecen algo muy distinto al cuento o la leyenda. Si éstos nos hablan del niño en una situación familiar, social o histórica difícil, la mitología expone las relaciones del niño (adulto) en el marco de un mundo cargado de enigmas y misterios que le obligan a medirse con sus límites y con los de la experiencia circundante.
En este nivel nada de lo creado y vivido por el hombre muere definitivamente. Siempre un halo de cada gesto humano surca la memoria filogenética de la especie. Cada ahora, cada época, cada momento histórico contiene y convive con los dibujos de los que el hombre se ha servido para narrar y definir su experiencia en el mundo. Corresponde a los arquetipos las nociones de lo transhistórico y lo transpersonal. No en vano, lo producido por el hombre pervive y sobrevive al tiempo de su producción y permanece intacto como potencia legada a las sociedades venideras.
En este dominio la infancia se vive de manera muy distinta. No es tanto una fase a superar como un estado constante y recurrente. Este no deja de acompañar la vida de cada sociedad y actor. No se trata de convertir esa posibilidad en un estilo de vida, con el que la infancia y la adolescencia caracterizan el semblante de nuestra época. Más bien, el acento hay que ponerlo en la dimensión recurrente e insuperable de un estado, el de la calidez de los inicios, que podemos activar y recuperar en determinados momentos de la biografía personal.
Experiencias cargadas de recuerdos, momentos de desgarro, el amor renovado y renovador, acontecimientos sociales muy significativos nos trasladan a estados de nuestra vida cuya narración regenera y sana.
El niño que llevamos dentro no muere nunca y a él volvemos para hilvanar periódicamente la narración de nuestra biografía. No se trata tanto del niño que fuimos realmente, como de una fase insuperable e insuperada que se encuentra próxima al pensamiento arcaico caracterizado por la anulación del tiempo, la integración de lo real con lo posible, de la parte con el todo, del final con el inicio.
“Con afirmaciones como las de que el motivo del niño es un resto del recuerdo de la propia infancia y otras explicaciones similares sólo se ha eludido la pregunta. En cambio, si decimos –cambiando ligeramente la misma frase– que el motivo del niño es la imagen de ciertas cosas de la propia infancia que hemos olvidado, ya nos vamos aproximando a la verdad. Pero como el arquetipo es siempre una imagen que pertenece a toda la humanidad y no sólo al individuo, tal vez es mejor formularlo así: El motivo del niño representa el aspecto preconsciente de la infancia del alma colectiva”.
C.G.Jung y K.Kerenyi
El arquetipo del niño eterno inmerso en las profundidades de toda conciencia individual y social tiene la virtualidad de nutrir los matices y revitalizar la percepción uniforme e inercial que rige en todo marco de convivencia.
A su trasluz se constata una mayor continuidad y consanguineidad entre las cosas separadas y aisladas por el pensamiento conceptual y diferenciado de la modernidad. Posibilita un proceso de compensación que enriquece los reduccionismos de una mirada funcional y parcial del mundo atenta a lo cuantitativo e insensible a lo singular y lo denso.
Es una manera de regenerar la vida individual ante un mundo al que hoy sólo cabe tratar desde una conciencia hegemónica movida por el apetito dominador de la técnica. Sin embargo, su cercanía a los inicios de nuestra conciencia, su proximidad a los grandes interrogantes del mundo, hacen de la infancia un acontecimiento fantástico e irrepetible.
Como dice la mitóloga Blanca Solares: “cuanto más tiende la conciencia a autonomizarse de sus fundamentos, el misterio de su nacimiento y su sentido, más se separa de la experiencia de plenitud y totalidad de los orígenes, hasta desembarazarse de ellos por completo, como sucede en la época moderna, y privilegiar el progreso abstracto, unilateral y reductivo de su proceso de racionalidad técnica y mercantil. Es aquí, en contraste, donde el arquetipo del niño surge como una clave compensatoria básica”.
Esta experiencia es arquetípica porque es universal, porque es posible y posibilitante para cualquier humano independientemente de época, cultura y sociedad. Remite a los inicios regeneradores, exuberantes y prodigiosos que recrean el mundo en lo que tiene de espacio de expansión fecunda y de experiencia inagotable .
En él se hace notar la fuerza milagrosa e irreprimible de la vida en su máxima expresión, el milagro de la existencia. La infancia vive y se vive en contacto directo con el misterio que alienta el discurrir del mundo. Por ello, su carácter inicial teñido de misterio y enigma imprime a la niñez una dimensión sagrada y excepcional, portadora de las claves secretas del mundo y cargada de la ambivalencia de los inicios que atraen pero también asustan.
Entiéndase bien. No es cuestión de rebobinar el hilo biográfico de nuestra vida o de la sociedad hasta encontrar el principio de todo. Tiene más que ver con la recuperación de una experiencia oceánica, bañada de inocencia, descargada de conciencia moral y en la que el actor pone el mundo a disposición de sus sueños. No se trata de un estilo de vida, de un modelo de conciencia social. Apunta a esas llamadas e interpelaciones del pensamiento arcaizante ocultado por un modelo de conciencia centrado en el yo y ajeno a la realidad abundante de la experiencia. Consiste en los calambrazos del inicio que reclama su lugar y su protagonismo para ampliar el horizonte y expandir la experiencia que toda la sociedad limita y estrecha.
El momento arquetípico del niño eterno supone un retrotraerse a la acumulación de voces, formas y pigmentaciones que ha ido legando en el yo el curso del mundo natural y cultural. Se trata de un descubrimiento que, lejos de confirmar a la sociedad tecnologizada como el culmen de la sofisticación humana, la convierte en un momento más y nunca el último de una cadena cósmico-cultura ya vieja y siempre por rejuvenecer.
A esta experiencia la denomina C.G.Jung el proceso de individuación a cuyo través la conciencia individual contacta con lo universal, lo transhistórico, lo que carece de tiempo, en definitiva con el sí-mismo que todo individuo lleva en su seno. Frente a la gestión privada y solitaria del actual estilo de vida basado en el acceso a una niñez de escaparate y espectáculo, el proceso de individuación consiste en una recuperación de lo vivido, de lo creado, de lo sentido y pensado por el hombre, una recuperación de los otros hombres y, con ello, del resto del hecho cósmico vivo y activo en cada uno de nosotros. En el individuo se abre paso el tiempo sordo del hecho natural prolongado en el humano que nos remite a lo inicial y a lo incógnito. A partir de ese momento la supuesta suficiencia del yo comunica con los diferentes estratos que perviven en él y que le convierten en mera expresión de una totalidad cósmica, humana y cultural de la que forma parte. Frente a la visión fragmentada y fragmentaria del yo contemporáneo, recupera una visión totalizadora de su experiencia y una reconciliación con las diferentes partes de la realidad.
La experiencia de la individuación rejuvenece porque, de pronto, se incorpora el todo en cada yo, porque éste re-nace como otro a partir del descubrimiento de vínculos desconocidos, porque éste reconoce su vastedad más allá de los límites de su conciencia, porque éste descubre la deuda con la tradición humana en la que pervive el rastro de la cultura y del cosmos. Se opera un renacimiento del yo capaz de reconocer la alteridad en su propio seno.
En este sentido, la recuperación de la niñez tiene un efecto alquímico y transformador. De ella se retorna otro, renacido, con espacios de experiencia desconocidos, sin renunciar a la exploración en el mundo. Es una respuesta a los unilateralismos de la conciencia que cierran el paso a la novedad. Se ha incorporado otra mirada que abre al futuro, que estira la realidad, que la prolonga hacia lo desconocido. Por ello, “un aspecto fundamental del motivo del niño es su carácter de futuro. El niño es futuro en potencia. Por eso, la aparición del motivo del niño en la psicología del individuo suele significar una anticipación de desarrollos futuros, aunque a primera vista parezca tratarse de una formación retrospectiva”.
A modo de resumen, los mitólogos C.G.Jung y K.Kerenyi definen el arquetipo de la infancia a partir de tres rasgos recurrentes en una diversidad de mitos sociales.
1) Uno de ellos es el nacimiento milagroso de un ser que procede de una experiencia virginal. Además, el conjunto de peligros que amenazan al niño indefenso. Así, Zeus está amenazado de ser engullido por Cronos, su propio padre; Dioniso de ser desmembrado. Aunque nada parece venir en su auxilio, lleva en su seno un poder sobrenatural, el de los instintos de la vida, que le habitan. En ausencia de madre, le protegen los animales que le nutren y los ángeles que le custodian.
2) Si bien parece indefenso, su cercanía con el misterio de la existencia le dota de poderes sobrenaturales. El niño dispone de fuerzas tan superiores que podrá imponerse a todos los peligros. Se encuentra atravesado por la mágica fuerza de los inicios. Mas aún, su existencia excepcional derribará todos las barreras del mundo constituido y, finalmente, con sus virtualidades intactas hará emerger una nueva realidad.
3) Por último, presenta una figura hermafrodita, que simboliza la unión de los opuestos o símbolo de la unión constructiva de los contrarios. La influencia de los inicios dota al niño de un aspecto a-morfo y potencial carente de forma definida y actualizada. El vínculo entre Hermes y Afrodita subraya la singularidad irreductible con la que nace cada niño. Pues el recién nacido no es la mera suma de los progenitores que lo engendran.
Lo masculino y lo femenino, así como la vastedad de elementos que le lega el pasado filogenético de la especie y del cosmos, van a ser combinados de manera tan irrepetible y singular que define al recién nacido frente a otros.
Como argumentan C.G.Jung y K.Kerenyi, la mitología constituye un buen referente para acercarse a los dominios del niño eterno. Mitos como el de Zeus, Dioniso, Jesucristo y otros (de nuestra tradición cultural y de otras) ofrecen algo muy distinto al cuento o la leyenda. Si éstos nos hablan del niño en una situación familiar, social o histórica difícil, la mitología expone las relaciones del niño (adulto) en el marco de un mundo cargado de enigmas y misterios que le obligan a medirse con sus límites y con los de la experiencia circundante.