Todo lo que la Gorda y yo sabíamos de esa primera época de su vida, era que don Juan había nacido en Arizona, de ascendencia yaqui y yuma. Cuando aún era niño sus padres lo llevaron a vivir con los yaquis, en el norte de México. A los diez años de edad lo atrapó la marea de las guerras yaquis. Su madre fue asesinada, y después su padre fue aprehendido por el ejército mexicano. Tanto don Juan como su padre fueron enviados a un centro de reubicación en el estado de Yucatán, en el extremo sur del país. Allí creció.
Lo que le haya sucedido durante ese periodo nunca se nos fue revelado. Don Juan creía que no había necesidad de hablarnos de eso. Yo creía lo contrario. La importancia que di a esa parte de su vida, tenía que ver con mi convicción de que los rasgos distintivos y el énfasis de su mando emergieron de ese inventario personal de existencia.
Pero ese inventario, por muy importante que haya sido, no fue lo que le dio el inmenso significado que él tenía para nosotros, o para sus demás compañeros. Su preeminencia total se basaba en el acto fortuito de haberse ligado con "la regla".
El hallarse ligado con la regla puede describirse como vivir un mito. Don Juan vivía un mito, un mito que lo atrapó y que lo hizo ser el nagual.
Don Juan decía que cuando la regla lo atrapó, él era un hombre agresivo y desenfrenado que vivía en el exilio, como miles de otros indios yaquis. Don Juan trabajaba en las plantaciones tabacaleras del sur de México. Un día, después del trabajo, le dispararon un tiro en el pecho en un encuentro casi fatal con un compañero de trabajo sobre cuestiones de dinero. Cuando volvió en sí, un viejo indio estaba inclinado sobre él y hurgaba con los dedos una pequeña herida que don Juan tenía en el pecho. La bala no había penetrado en la cavidad pectoral, sino que se hallaba alojada en un músculo, junto a una costilla. Don Juan se desmayó dos o tres veces a causa de la conmoción, la pérdida de sangre y, según él mismo lo refirió, del temor a morir. El viejo indio extrajo la bala y, como don Juan no tenía dónde quedarse, se lo llevó a su propia casa y lo cuidó durante más de un mes.
El viejo indio era bondadoso pero severo. Un día, cuando don Juan ya se sentía relativamente fuerte y casi se había recuperado, el viejo le dio un fuerte golpe en la espalda y lo forzó a entrar en un estado de conciencia acrecentada. Después, sin mayores preliminares, le reveló a don Juan la porción de la regla que tenía que ver con el nagual y su función.
Don Juan llevó a cabo exactamente lo mismo conmigo y con la Gorda; nos hizo cambiar niveles de conciencia y nos dijo la regla del nagual de la siguiente manera:
Al poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes se le llama el Águila, no porque sea un águila o porque tenga algo que ver con las águilas, sino porque a los videntes se les aparece como una inconmensurable y negrísima águila, de altura infinita; empinada como se empinan las águilas.
A medida que el vidente contempla esa negrura; cuatro estallidos de luz le revelan lo que es el Águila. El primer estallido, que es como un rayo, guía al vidente a distinguir los contornos del cuerpo del Águila. Hay trozos de blancura que parecen ser las plumas y los talones de un águila. Un segundo estallido de luz revela una vibrante negrura, creadora de viento, que aletea como las alas de un águila. Con el tercer estallido de luz el vidente advierte un ojo taladrante, inhumano. Y el cuarto y último estallido le deja ver lo que el Águila hace.
El Águila se halla devorando la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la tierra un momento antes y ahora muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila para encontrar a su dueño, su razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel, y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.
El Águila, ese poder que gobierna los destinos de los seres vivientes, refleja igualmente y al instante a todos esos seres. Por tanto, no tiene sentido que el hombre le rece al Águila, le pida favores, o tenga esperanzas de gracia. La parte humana del Águila es demasiado insignificante como para conmover a la totalidad.
Sólo a través de las acciones del Águila el vidente puede decir qué es lo que ella quiere. El Águila, aunque no se conmueve ante las circunstancias de ningún ser viviente, ha concedido un regalo, a cada uno de estos seres. A su propio modo y por su propio derecho, cualquiera de ellos, si así lo desea, tiene el poder de conservar la llama de la conciencia, el poder de desobedecer el comparendo para morir y ser consumido.
A cada cosa viviente se le ha concedido el poder, si así lo desea, de buscar una apertura hacia la libertad y de pasar por ella. Es obvio para el vidente que ve esa apertura y para las criaturas que pasan a través de ella, que el Águila ha concedido ese regalo a fin de perpetuar la conciencia.
Con el propósito de guiar a los seres vivientes hacia esa apertura, el Águila creó al nagual. El nagual es un ser doble a quien se ha revelado la regla. Ya tenga forma de ser humano, de animal, de planta o de cualquier cosa viviente, el nagual, por virtud de su doblez, está forzado a buscar ese pasaje oculto.
El nagual aparece en pares, masculino y femenino. Un hombre doble y una mujer doble se convierten en el nagual sólo después de que la regia les ha sido revelada a cada uno de ellos, y cada uno de ellos la ha comprendido y la ha aceptado en su totalidad.
Al ojo del vidente, un hombre nagual o una mujer nagual aparece como un huevo luminoso con cuatro compartimientos. A diferencia del ser humano ordinario, que sólo tiene dos lados, uno derecho y uno izquierdo, el nagual tiene el lado izquierdo dividido en dos secciones longitudinales, y un lado derecho igualmente dividido en dos.
El Águila creó el primer hombre nagual y la primera mujer nagual como videntes y de inmediato los puso en el mundo para que vieran. Les proporcionó cuatro guerreras acechadoras, tres guerreros y un propio, a quienes ellos tendrían que mantener, engrandecer y conducir a la libertad.
Las guerreras son llamadas las cuatro direcciones, las cuatro esquinas de un cuadrado, los cuatro humores, los cuatro vientos, las cuatro distintas personalidades femeninas que existen en la raza humana.
La primera es el Este. Se le llama orden. Es, optimista, de corazón liviano, suave, persistente como una brisa constante.
La segunda es el Norte. Es llamada fuerza. Tiene muchos recursos, es brusca, directa, tenaz como el viento duro.
La tercera es el Oeste. Se le llama sentimiento. Es introspectiva, llena de remordimientos, astuta, taimada, como una ráfaga de viento frío.
La cuarta es el Sur. Se le llama crecimiento. Nutre, es bullanguera, tímida, animada como el viento caliente.
Los tres guerreros y el propio representan los cuatro tipos de actividad y temperamento masculinos.
El primer tipo es el hombre que conoce, el erudito; un hombre confiable, noble, sereno, enteramente dedicado a llevar a cabo su tarea, cualquiera que ésta fuera.
El segundo tipo es el hombre de acción, sumamente volátil, un gran compañero, voluble y lleno de humor.
El tercer tipo es el organizador, el socio anónimo, el hombre misterioso, desconocido. Nada puede decirse de él porque no deja que nada de él se escape.
El propio es el cuarto tipo. Es el asistente, un hombre sombrío y taciturno que logra mucho si se le dirige adecuadamente pero que no puede actuar por sí mismo.
Con el fin de hacer las cosas más fáciles, el Águila mostró al hombre nagual y a la mujer nagual que cada uno de estos tipos entre los hombres y las mujeres de la tierra tienen rasgos específicos en su cuerpo luminoso.
El erudito tiene una especie de hendidura superficial, una brillante depresión en el plexo solar. En algunos hombres aparece como un estanque de intensa luminosidad, a veces tersa y reluciente como un espejo que no refleja.
El hombre de acción tiene unas fibras que emanan del área de la voluntad. El número de fibras varía de una a cinco, y su grosor fluctúa desde un cordel hasta un macizo tentáculo parecido a un látigo de más de dos metros. Algunos hombres tienen hasta tres de estas fibras desarrolladas al punto de ser tentáculos.
Al socio anónimo no se le reconoce por ningún rasgo exclusivo sino por su habilidad de crear, muy involuntariamente, un estallido de poder que bloquea con efectividad la atención de los videntes. Cuando están en presencia de este tipo de hombre, los videntes se descubren inmersos en detalles externos en vez de ver.
El asistente no tiene configuración obvia. Ante el vidente aparece como un brillo diáfano en un cascarón de luminosidad sin imperfecciones.
En el dominio femenino, se reconoce al Este por las casi imperceptibles manchas de su luminosidad, que son como pequeñas zonas de descoloración.
El Norte tiene una radiación que abarca todo, exuda un destello rojizo, casi como calor.
El Oeste tiene una tenue membrana que la envuelve, que la hace verse más oscura que las otras.
El Sur tiene un destello intermitente; brilla durante un momento y después se opaca, para brillar de nuevo.
El hombre nagual y la mujer nagual tienen dos movimientos distintos en sus cuerpos luminosos; sus lados derechos ondean, mientras los izquierdos giran.
En términos de personalidad, el hombre nagual es un proveedor, estable, incambiable. La mujer nagual es un ser en guerra pero aún así es un ser calmado, por siempre consciente pero sin ningún esfuerzo. Cada uno de ellos refleja los cuatro tipos de su sexo en cuatro materas de comportamiento.
La primera orden que el Águila dio al hombre nagual y a la mujer nagual fue que encontraran, por sus propios medios, otro grupo de cuatro guerreras, las cuatro direcciones, que siendo ensoñadoras fuesen las réplicas exactas de las acechadoras.
Las ensoñadoras aparecen ante el vidente como si tuviesen en sus partes medias un delantal de fibras que asemejan cabellos. Las acechadoras tienen un rasgo semejante, qué parece delantal, pero en vez de fibras el delantal consiste en incontables, pequeñas y redondas protuberancias.
Las ocho guerreras están divididas en dos bandas, que son llamadas planetas derecho e izquierdo. El planeta derecho está compuesto de cuatro acechadoras; el izquierdo, de cuatro ensoñadoras. Las guerreras de cada planeta fueron adiestradas por el Águila en la regla de sus tareas específicas: las acechadoras aprendieron a acechar; las soñadoras, a soñar.
Las dos guerreras de cada dirección viven juntas. Son tan semejantes que se reflejan la una a la otra, y sólo a través de la impecabilidad pueden encontrar solaz y estímulo en su reflejo comunal.
La única vez en que las cuatro soñadoras o las cuatro acechadoras se reúnen, es cuando tienen que llevar a cabo una tarea extrema. Pero sólo bajo circunstancias especiales deben juntar sus manos. Ese contacto las fusiona en un solo ser y solamente debe de ser usado en casos de necesidad extrema, o en el momento de abandonar este mundo.
Las dos guerreras de cada dirección están unidas a cualquiera de los guerreros, en la combinación que sea necesaria. De esa manera establecen un grupo de cuatro casas, en las que se pueden incorporar cuantos más guerreros sean necesarios.
Los guerreros y el propio también pueden formar un grupo independiente de cuatro hombres, o cada uno de ellos puede funcionar como ser solitario, si eso dicta la necesidad.
Después, al nagual y a su grupo se les ordenó encontrar a otros tres propios. Estos podían ser todos hombres o todas mujeres o un grupo mixto; las mujeres tenían que ser del Sur.
Para asegurar que el primer hombre nagual condujera a su grupo a la libertad, sin desviarse del camino o sin corromperse, el Águila se llevó a la mujer nagual al otro mundo para que sirviera como faro que guía al grupo hacia la apertura.
El nagual y sus guerreros recibieron luego la orden de olvidar. Fueron hundidos en la oscuridad y se les dio nuevas tareas: la tarea de recordarse a sí mismos, y la tarea de recordar al Águila.
La orden de olvidar fue tan enorme que todos se separaron. No pudieron recordar quiénes eran. El Águila designó que si lograban recordarse a sí mismos nuevamente, podrían hallar la totalidad de sí mismos. Sólo entonces tendrían la fuerza y la tolerancia necesarias para buscar y enfrentar su jornada definitiva.
Su última tarea, después de recobrar la totalidad de sí mismos, consistió en conseguir un nuevo par de seres dobles y de transformarlos en un nuevo hombre nagual y en una nueva mujer nagual por virtud de revelarles la regla.
Y así como el primer hombre nagual y la primera mujer nagual fueron provistos de una banda mínima, su deber era proporcionar al nuevo par de naguales cuatro guerreras acechadoras, tres guerreros y un propio.
Cuando el primer nagual y su banda estuvieron listos para entrar en el pasaje, la primera mujer nagual ya los esperaba para guiarlos. Se les ordenó entonces que se llevaran con ellos a la nueva mujer nagual a fin de que ella sirviera de faro a su gente; el nuevo hombre nagual se quedó en el mundo para repetir el ciclo.
Mientras se hallan en el mundo, el número mínimo que se hallaba la dirección del nagual es dieciséis: ocho guerreras, cuatro guerreros contando al nagual, y cuatro propios. En el momento de abandonar el mundo, cuando la nueva mujer nagual se encuentra con ellos, el número del nagual es diecisiete. Si el poder personal permite tener más guerreros, éstos deben añadirse en múltiplos de cuatro.
Yo había presentado a don Juan la cuestión de cómo fue que se hizo conocer la regla al hombre. Me explicó que la regla no tenía fin y que cubría cada faceta de la conducta de un guerrero. La interpretación y acumulación de la regla es obra de videntes cuya tarea, a través de los milenios, ha sido ver al Águila, observar su flujo incesante. Por medio de sus observaciones, los videntes han concluido que, si el cascarón luminoso que comprende la humanidad de uno ha sido roto, uno puede encontrar en el Águila el tenue reflejo del hombre. Los irrevocables dictados del Águila pueden ser capturados por los videntes, interpretados adecuadamente por ellos, y acumulados en forma de un cuerpo de gobierno.
Don Juan me explicó que la regla no era un cuento, y que cruzar hacia la libertad no significa vida eterna tal como se entiende comúnmente a la eternidad: esto es, vivir por siempre. Lo que la regla asentaba era que uno podía conservar la conciencia, que por fuerza se abandona en el momento de morir. Don Juan no podía explicar lo que significaba conservar esa conciencia, o quizá ni siquiera podía concebirlo. Su benefactor le había dicho que en el momento de cruzar, uno entra en la tercera atención, y que el cuerpo en su totalidad se inflama de conocimiento. Cada célula se torna, al instante, consciente de sí misma y también de la totalidad del cuerpo.
Su benefactor también le había dicho que este tipo de conciencia no tiene sentido para nuestras mentes compartamentalizadas. Por consiguiente, el meollo de la lucha del guerrero no consistía tanto en enterarse de que el cruce del que se habla en la regla significaba cruzar a la tercera atención, sino, más bien, en concebir que tal conciencia existe.
Don Juan decía que al principio la regla era, para él, algo estrictamente en el dominio de las palabras. No podía imaginar cómo podía deslizarse al dominio del mundo real y sus manifestaciones. Bajo la efectiva guía de su benefactor, sin embargo, y después de mucho trabajo, finalmente logró comprender la verdadera naturaleza de la regla, y la aceptó totalmente como un conjunto de directivas pragmáticas y no como mito. A partir de ese momento, no tuvo problemas al tratar con la realidad de la tercera atención. El único obstáculo en su camino surgió a raíz de su creencia de que la regla era un mapa. Estaba tan convencido de ello, que creyó que tenía que buscar una apertura en el mundo, un pasaje. De alguna manera, se había quedado innecesariamente atascado en el primer nivel del desarrollo de un guerrero.
Como resultado de esto, la tarea de don Juan, en su capacidad de guía y maestro, fue dirigida a ayudar a los aprendices, y a mí en lo especial, a evitar que se repitiera ese error. Lo que logró hacer con nosotros fue conducirnos a través de las tres etapas del desarrollo del guerrero, sin enfatizar ninguna de ellas más de la cuenta. Primero nos guió para que tomáramos la regla como mapa, después nos guió a la comprensión de que uno puede obtener una conciencia suprema, porque tal cosa existe; y, por último, nos guió a un pasaje concreto para pasar a ese otro mundo oculto de la conciencia.
Para conducirnos a través de la primera etapa, la aceptación de la regla como un mapa, don Juan tomó la sección que pertenece al nagual y su función, y nos mostró que ésta corresponde a hechos inequívocos. El logró esto a fuerza de hacernos tener, mientras nos hallábamos en fases de conciencia acrecentada, un trato sin restricciones con los miembros del grupo, que eran las personificaciones vivientes de los ocho tipos descritos por la regla. Conforme tratamos con ellos, se nos revelaron aspectos más complejos e inducidos de la regla. Hasta que estuvimos en condiciones de comprender que nos encontrábamos atrapados en la red de algo que en un principio habíamos conceptualizado como mito, pero que en esencia era un mapa.
Don Juan nos dijo que, en este respecto, su caso había sido idéntico al nuestro. Su benefactor le ayudó a pasar a través de esa primera fase permitiéndole el mismo tipo de interacción. Para ello lo hizo desplazarse una y otra vez de la conciencia del lado derecho a la del izquierdo, lo presentó con los miembros de su propio grupo, las ocho guerreras, los tres guerreros y los cuatro propios, que eran, como es obligatorio, los ejemplos más estrictos de los tipos que describe la regla. El impacto de conocerlos y de tratar con ellos fue aplastante para don Juan. No sólo lo obligó a considerar la regla como un hecho positivo sino que lo hizo comprender la magnitud de nuestras desconocidas posibilidades.
Don Juan dijo que para el momento en que todos los miembros de su propio grupo habían sido reunidos, él se hallaba tan profundamente dado a la vida del guerrero, que no le causó gran sorpresa el hecho de que, sin ningún esfuerzo evidente por parte de nadie, ellos vinieron a ser réplicas perfectas de los guerreros del grupo de su benefactor. La similitud de sus gustos personales, antipatías, afiliaciones, etcétera, no era resultado de imitación; don Juan decía que ellos pertenecían, tal como plantea la regla, a grupos específicos de gente que tiene las mismas reacciones. Las únicas diferencias entre la gente del mismo grupo era el tono de sus voces, el sonido de su risa.
Al explicarme los efectos que en él había tenido el trato con los guerreros de su benefactor, don Juan tocó el tema de la muy significativa diferencia que existía entre cómo interpretaban la regla su benefactor y él, y también en cómo conducían y enseñaban a otros a aceptarla como mapa. Me dijo que hay dos tipos de interpretaciones: la universal y la individual. Las interpretaciones universales toman las afirmaciones que conforman el cuerpo de la regla tal como son. Un ejemplo sería decir que al Águila no le importan las acciones de los hombres y, sin embargo, les ha proporcionado un pasaje hacia la libertad.
La interpretación individual, por otra parte, es una conclusión presente, del día, a la que llegan los videntes al utilizar las interpretaciones universales como premisas. Un ejemplo sería decir que a causa de que al Águila no le importo, yo tendría que ver modos de asegurar mis posibilidades de alcanzar la libertad, quizás a través de mi propia iniciativa.
Según don Juan, él y su benefactor eran muy distintos en sus métodos para guiar a sus pupilos. Don Juan decía que su benefactor era demasiado severo; guiaba con mano de hierro y, siguiendo su convicción de que con el Águila no existen las limosnas, nunca hizo nada por nadie de una manera directa.
En cambio, apoyó activamente a todos para que se ayudaran a sí mismos. Consideraba que el regalo de la libertad que ofrece el Águila no es una dádiva sino la oportunidad de tener una oportunidad.
Don Juan, aunque apreciaba los méritos del método de su benefactor, no estaba de acuerdo con él. Cuando él ya era nagual vio que ese método desperdicia tiempo irreemplazable. Para él era más eficaz presentarle a cualquiera una situación dada y forzarlo a aceptarla, y no esperar a que estuviese listo a enfrentarla por su propia cuenta. Ese fue el método que siguió conmigo y con los demás aprendices.
La ocasión en que esa diferencia fue más agobiante para don Juan, fue durante el tiempo que trató con los guerreros de su benefactor. El mandato de la regla era que el benefactor tenía que encontrarle a don Juan primero una mujer nagual y después un grupo de cuatro mujeres y cuatro hombres para componer su grupo de guerreros. El benefactor vio que don Juan aún no disponía de suficiente poder personal para asumir la responsabilidad de una mujer nagual, así es que invirtió el orden y pidió a las mujeres de su propio grupo que hallaran primero las cuatro mujeres y después los cuatro hombres.
Don Juan confesó que la idea de esa inversión lo entusiasmó. Había entendido que esas mujeres eran para su uso, y en su mente eso se traducía en un uso sexual. Su ruina fue el revelar sus expectativas a su benefactor, quien inmediatamente lo puso en contacto con los guerreros y las guerreras de su propio grupo y lo dejó con ellos.
Para don Juan fue un verdadero encontrón conocer a esos guerreros, no sólo porque eran a propósito difíciles con él, sino porque ese encuentro es de por sí un abre caminos.
Don Juan decía que es un abre caminos porque los actos en el lado izquierdo no pueden tener lugar a no ser que todos los participantes compartan el mismo estado. Por esa razón no nos dejaba entrar en la conciencia del lado izquierdo sino para llevar a cabo nuestra actividad con sus guerreros. En su caso, sin embargo, su benefactor lo empujó a ella y no lo dejó salir de allí.
Don Juan me dio una breve relación de lo que ocurrió durante su primer encuentro con los miembros del grupo de su benefactor. Tenía la idea de que quizá yo podía usar esa experiencia como una muestra de lo que me esperaba. Me dijo que el mundo de su benefactor tenía una seguridad magnífica. Los miembros de su grupo eran guerreros indios que provenían de todo México. Cuando él los conoció, todos ellos vivían en una remota región montañosa del sur de México.
Al llegar a la casa, don Juan se enfrentó a dos mujeres idénticas, las indias más grandes que jamás hubiera visto. Eran ceñudas y malas, pero tenían facciones muy agradables. Cuando él quiso pasar entre ellas, lo atraparon con sus enormes barrigas, lo cogieron de los brazos y empezaron a golpearlo. Lo tiraron al suelo y se sentaron sobre él, casi aplastándole la caja torácica. Lo tuvieron inmovilizado mas de doce horas mientras negociaban con su benefactor, quien tuvo que hablar sin parar toda la noche hasta que ellas finalmente dejaron libre a don Juan en la mañana. Me dijo que lo que lo aterró más que nada fue la determinación que mostraban los ojos de esas mujeres. Pensó que estaba perdido, porque ellas iban a quedarse sentadas encima de él hasta que muriera, como lo habían advertido.
Por regla general debe haber un periodo de espera de unas cuantas semanas antes de conocer al siguiente grupo de guerreros, pero debido a que su benefactor planeaba dejarlo permanentemente con ellos, don Juan fue inmediatamente presentado a los demás. Conoció a cada uno de ellos en un solo día y todos ellos lo trataron como basura. Argüían que no era el hombre adecuado para la tarea, que era demasiado soez y excesivamente estúpido, joven pero ya senil en su manera de ser. Su benefactor habló brillantemente en defensa de don Juan; les dijo que todos ellos iban a tener la oportunidad de modificar esas condiciones, y que debería ser el máximo deleite, para ellos y para don Juan, asumir esa responsabilidad.
Don Juan me dijo que la primera impresión fue correcta. Para él, a partir de ese momento, sólo hubo penurias y trabajo. Las mujeres vieron que don Juan era ingobernable y que no se le podía confiar la compleja y delicada tarea de dirigir a cuatro mujeres. Como eran videntes, hicieron su propia interpretación personal de la regla y decidieron que sería más adecuado para don Juan tener primero a los cuatro guerreros y luego a las cuatro mujeres. Don Juan estaba convencido de que ese ver había sido justo. Para poder dirigir guerreras, un nagual tiene que hallarse en un estado de poder personal consumado; un estado de seriedad y control, en el cual los sentimientos humanos desempeñan un papel mínimo; en ese tiempo tal estado le era inconcebible.
Su benefactor lo puso bajo la supervisión directa de sus dos guerreras del Oeste, las más intransigentes y feroces de todas. Don Juan me dijo que las mujeres del Oeste, de acuerdo con la regla, están totalmente locas y que alguien tiene que cuidarlas. Bajó las durezas del ensoñar y del acechar sus lados derechos, sus mentes se dañan. Su razón se extingue muy fácilmente por el hecho de que su conciencia del lado izquierdo es extremadamente aguda. Una vez que pierden el lado racional son ensoñadoras y acechadoras insuperables porque ya no tienen ningún lastre racional que las contenga.
Don Juan dice que esas mujeres lo curaron de la lujuria. Durante seis meses pasó la mayor parte del tiempo en un arnés, suspendido del techo de una cocina rural, como jamón que se ahuma, hasta que quedó completamente limpio de pensamientos de ganancia y de gratificación personal.
Don Juan me explicó que el arnés de cuero es espléndido recurso para curar ciertas enfermedades que no son físicas. Mientras más alta esté suspendida una persona y más tiempo pase sin tocar el suelo, pendiendo en el aire, mejores son las posibilidades de un efecto verdaderamente purificador.
A medida que las dos guerreras del Oeste lo limpiaban, las otras mujeres estaban atareadas en encontrar los hombres y las mujeres que iban a formar su grupo. Les tomó años lograrlo. Don Juan, en tanto, tuvo que tratar por su propia cuenta a todos los guerreros de su benefactor. La presencia y el contacto con ellos fue tan avasallador que don Juan creyó que nunca se vería libre de su influencia. El resultado fue una adherencia total y literal al cuerpo de la regla. Don Juan decía que desperdició tiempo irremplazable reflexionando sobre la existencia de su pasaje real hacia el otro mundo. Consideraba que esa preocupación era una trampa que debía evitarse a toda costa. Para protegerme de ella, no me dejó llevar a cabo el trato obligatorio con los miembros de su cuerpo a menos que estuviera protegido por la presencia de la Gorda o de cualquier otro de los aprendices.
En mi caso, conocer a los guerreros de don Juan fue el resultado final de un largo proceso. Nunca se hizo mención de ellos en las conversaciones habituales con don Juan. Yo sabía de su existencia solamente a través de inferencias; él me iba revelando porciones de la regla que me daban a entender eso. Más tarde, don Juan admitió que esas personas existían, y que a la larga yo las conocería. Me preparó para esos encuentros dándome instrucciones y consejos generales.
Me previno acerca de un error común; el error de sobrestimar la conciencia del lado izquierdo, de deslumbrarse ante su claridad y poder. Me dijo que estar en la conciencia del lado izquierdo no quiere decir que uno se libera inmediatamente de los desatinos: sólo significa tener una capacidad perceptiva más intensa, una facilidad aún mayor para comprender y aprender y, sobre todo, una gran habilidad para olvidar.
A medida que se aproximaba la hora de que conociera a los guerreros de don Juan, éste me dio una escueta descripción del grupo de su benefactor, como una guía para mi propio uso. Me dijo que para un espectador el mundo de su benefactor podría parecer a veces que consistía en cuatro familias.
La primera estaba formada por las mujeres del Sur y el primer propio; la segunda, por las mujeres del Este, el erudito y un propio; la tercera, por las mujeres del Norte, el hombre de acción y otro propio; y la cuarta, por las mujeres del Oeste, el socio anónimo y un tercer propio.
Otras veces, ese mundo podía parecer compuesto de grupos. Había un grupo de cuatro hombres de mayor edad, completamente distintos, que eran el benefactor de don Juan y sus tres guerreros. Luego, estaba un grupo de cuatro hombres tremendamente parecidos entre sí: los propios. Un tercer grupo compuesto de dos pares de gemelas, aparentemente. idénticas, que vivían juntas y que eran las mujeres del Sur y las del Este. Y un cuarto grupo formado por otros dos pares de supuestas hermanas, las mujeres del Norte y del Oeste.
Ninguna de estas mujeres tenía lazos de parentesco entre sí, simplemente parecían iguales, al punto, en ciertos casos, de ser idénticas. Don Juan creía que esto era producto del enorme poder personal que tenía su benefactor. Don Juan describió a las mujeres del Sur como dos mastodontes temibles en apariencia pero muy simpáticas y afectuosas. Las mujeres del Este eran muy bellas, frescas y graciosas, un verdadero deleite para verlas y oírlas. Las mujeres del Norte eran completamente femeninas, vanas, coquetas, preocupadas con la edad, pero también terriblemente directas e impacientes. Las mujeres del Oeste eran a veces locas, y otras, un epítome de severidad y determinación. Eran las que más perturbaban a don Juan, quien no podía reconciliar el hecho de que fueran tan sobrias, bondadosas y serviciales, con el hecho de que en un momento dado podían perder la compostura y quedar totalmente locas.
Los hombres, por otra parte, de ninguna manera eran memorables para don Juan. Creía que no había nada notable en ellos. Todos parecían hallarse completamente anulados por la conmocionante fuerza y determinación de las mujeres y por la personalidad avasalladora del benefactor.
En cuanto a su propio desarrollo, don Juan decía que el haber sido empujado al mundo de su benefactor le hizo comprender cuán fácil y conveniente le había sido dejar que su vida transcurriera sin disciplina alguna Entendió que su error había consistido en creer que sus miras eran las únicas metas valiosas que un hombre podía tener. Toda su vida había sido un indigente; la ambición que lo consumía, por tanto, era tener posesiones materiales, ser alguien. Tanto le preocupó el afán de salir adelante y la desesperación de saber que no lo estaba logrando; que nunca tuvo tiempo de examinar cosa alguna. De buena gana se aunó a su benefactor porque creyó que se le estaba presentando una oportunidad de engrandecerse. Pensó que, por lo menos, podría aprender a ser brujo. La realidad de su encuentro con el mundo de su benefactor fue tan diferente, que él la concebía como algo análogo al efecto de la conquista española en la cultura indígena. Algo que destruyó todo, pero que también llevó a una revalidación total.
Mi reacción a los preparativos para conocer al grupo de guerreros de don Juan no fue temor reverencial o miedo, sino más bien una mezquina preocupación intelectual sobre dos cuestiones. La primera era la proposición de que en el mundo sólo hay cuatro tipos de hombres y cuatro tipos de mujeres. Argüí con don Juan que la variación individual en la gente es demasiado vasta y compleja para un esquema tan simple. El no estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que la regla era final, y que ésta no permitía un número indefinido de tipos de gente.
La segunda cuestión era el contexto cultural del conocimiento de don Juan. El no lo sabía. Lo consideraba producto de una especie de panindianismo. Su conjetura era que una vez, en el mundo indígena anterior a la Conquista, la manipulación de la segunda atención se vició. Se había desarrollado sin ningún obstáculo durante quizá miles de años, hasta que perdió la fuerza.
Los practicantes de ese tiempo posiblemente no necesitaban controles, y así, sin freno, la segunda atención, en vez de volverse más fuerte se debilitó conforme se volvió más y más intrincada. Después vinieron los invasores españoles y, con su tecnología superior, destruyeron el mundo de los indios. Don Juan me dijo que su benefactor se hallaba convencido de que sólo un grupo pequeño de guerreros sobrevivió y pudo reagrupar su conocimiento y redirigir su sendero. Todo lo que don Juan y su benefactor sabían de la segunda atención venía a ser versión reestructurada, una nueva versión a la que se le habían añadido restricciones porque había sido forjada bajo las más ásperas condiciones de supresión.
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