Las tormentas de la vida dejan siempre saldos de víctimas numerosas. Náufragos materiales, morales o espirituales que sucumben al embate de los malos tiempos. Otros, pocos pero notables, parecen reponerse y hasta hacerse más fuertes y listos, como si aprovecharan los temporales para hinchar las velas del barco de sus vidas.
¿Qué hace la diferencia? Lo que hace a unos fuertes y a otros les mata; es la capacidad del cambio. Es una fuerza interior poderosa, capaz de elevar o hundir a dos personas que atraviesan la misma circunstancia.
Los superiores toman la experiencia trabajándola hasta conseguir habilidades y destrezas nuevas, capaces de colocarles en ventaja respecto al nuevo estado de cosas. En su mente y actitud, las circunstancias que cambiaron servirán para sacar sus talentos a relucir. Pero, ¿significa esto que no se vean moral o anímicamente afectados por los golpes de la vida? No. Incluso muchas veces son acicateados por dolores mucho más intensos. La diferencia está en cómo resuelven su dolor.
No son seres superiores, dotados de algún tipo de poder místico, ni criaturas extraordinarias favorecidas por una suerte caprichosa. Son personas como todas, diferentes tan sólo en esta capacidad de cambio. Una capacidad humana que todos – sin excepción – poseemos.
El registro del dolor
Los tiempos malos no son igualmente dolorosos. Para unos, las heridas que sangran provienen de injusticias terribles. Para otros, abusos físicos o verbales que nunca se repararon. En otros más, sus emociones sangran continuamente. Y hay quienes, en fin, cargan consigo sufrimientos psicológicos, morales y materiales, angustias e incertidumbres difíciles de enumerar por su cantidad y variedad.
Lo común de todas estas heridas son sus huellas. Estas marcas que llevamos con nosotros se traducen en temores y golpes a nuestra autoimagen. Nuestra autoestima herida será el filtro con que comenzaremos a escoger actuar o no - y cómo hacerlo - ante la vida.
Con el tiempo, lo curioso es que aquella circunstancia fue pasajera, la “mala racha” quedó atrás, pero seguimos apegados a su efecto y aferrados a la manera que escogimos de sentir, pensar y actuar.
¿Por que, entonces, construimos el futuro desde ese recuerdo del pasado? ¿Por qué renunciamos a las nuevas oportunidades? ¿Por qué nos empeñamos en recrear diaria y continuamente el recuerdo doloroso y nuestra impotencia se prolonga mucho más allá de lo concebible? Ya lo anticipamos: falla el poder del cambio.
El mito de Sísifo
Como en el mito griego, quienes se resisten al cambio levantan cada día, desde la mañana hasta la noche, una pesada roca que nunca llega a concluir su camino. Al despertar la roca les aplasta y consumen el día ocupándose de la roca, obsesionados con ella, sin pensar en todos los caminos y ayudas posibles para liberarse de la carga.
El trauma que sufrimos nos ha “capturado” internamente, impidiéndonos reaccionar, muchas veces por nuestra propia culpa. Hicimos de la mala experiencia la vara que mide nuestras nuevas vivencias. Nos medimos con la medida del dolor y el resentimiento. Nos miramos al espejo deformado por los daños que sufrimos. Estas cadenas son las que nos impiden ser libres y tomar las riendas de nuestra vida, aquí y ahora, de cara al futuro.
Hemos llegado a convencernos respecto a nosotros mismos, a los demás y a la “vida”. Desde esas creencias asumimos lo que es posible y lo que no será e incluso fantaseamos con una “suerte” que nos tocó vivir que nos hace menos afortunados que a los demás. Desde nuestra ventana, todos los pastos son más verdes. Así comenzamos el lento proceso de autodefinirnos en la vida y esperar los cambios que nos traiga. Y reiniciamos – como Sísifo – la diaria rutina de repetir las malas experiencias una y otra vez, de envenenarnos día a día con los malos pensamientos y temores.
Liberarnos de la opresión
Estamos encadenados al pasado y nos condicionamos para el presente. Escribimos a ciegas nuestro futuro. ¿Esto debe ser así?
Como el lastre que impide elevar un globo aerostático cuyo destino es alcanzar el cielo, así son los hábitos mentales que nos aferran al fracaso. Está en nuestras manos soltar el lastre, romper las cadenas y sogas que nos atan a nuestros traumas y nos hacen construir nuestra imagen y actitud ante una vida que ya ha cambiado muchas veces desde entonces, o que si nos afecta hoy mismo, podría marcarnos para siempre.
El primer paso para esta liberación que aparenta ser imposible es la humildad. Las circunstancias de la vida no nos toman tan en cuenta como pensamos. Lo que sí influye y es cómo reaccionamos, que actitud tenemos ante la vida. La diferencia entre quienes triunfaron y quienes aun se encuentran en el piso tras los golpes, es la clave.
De alguna forma, quienes se encuentran “capturados” por sus recuerdos y resentimientos, logran “revivir” día tras día – no importa cuan diferentes sean unos de otros – su historia de dolor y discriminación. Sólo cuando rompen la cadena comienzan a ocurrir los verdaderos cambios, esas vivencias que les parecían que “sólo le ocurren a otros”.
Ahora, poco a poco, comenzarán a formarse nuevas creencias y convicciones. Pero habrá una sola y gran diferencia: las nuevas creencias estarán libres de ilusiones, porque tenemos en nuestro registro la experiencia del dolor y la frustración. Esto da las ventajas que superan a los demás, porque sabemos qué evitar y cuánto duele caer en lo mismo. Nos hace más certeros y exitosos, preparados para el futuro.
De alguna forma, el filtro que habíamos escogido para observar e interpretar el mundo, nos hacía ciegos e inoperantes. El nuevo filtro nos hace ver con una precisión infinitamente más efectiva y nos dota de una capacidad de actuar realizando nuestros anhelos.
Mirando un trauma o hecho doloroso hacia atrás, veremos cómo los hechos no cambiaron. Lo único que ocurrió fue no permitirnos cambiar. En eso y solo en eso estuvo la diferencia. Con razón milenaria, el ideograma chino de “crisis” también significa “oportunidad”.
La fortaleza de lo superior
El mismo dolor hizo a unos fuertes y a otros los mantiene desangrándose. Unos aprendieron, otros siguen aferrados a su dolor. Los cambios de la vida, como los de temperatura y clima en la naturaleza, hicieron crecer a los primeros. Les hizo fuertes y cargados de frutos.
Los cambios, negativos y positivos, son una escuela constante para quien desea aprender, y un estímulo formidable para desarrollar nuevos talentos y habilidades. El mismo Edison, al ser consultado por cómo se sentía después de haber fracasado diez mil veces antes de sacar su bombilla eléctrica respondió: “Yo nunca fallé. Tuve, sí, diez mil oportunidades para aprender algo nuevo.”
Romper con el pasado requiere también otro cambio en la actitud: abandonar el pensamiento inmediato y facilista. Desechar lo que complica es la medida para seguir fallando, porque nadie en la vida trabaja para nosotros ni puede impedir que ocurran cosas malas. Abandonar ante el primer problema no es el camino del éxito que lamentamos no alcanzar.
Pasar de contentarse con reaccionar ante la vida y hacer cambios en esas reacciones es el primer paso. El segundo, una vez alcanzada la convicción de desear ser libres y comenzar los cambios, será la proacción.
1 comentario:
sin embergo vivimos en camibo permanente, incluso aquello que parece inamovible, con sólo una mirada ya se preduce un cmbio...
Besos
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