Sócrates, que puede ser considerado como el fundador de la ética, de la ciencia de la moral, se sirvió en sus enseñanzas de la inscripción délfica. El sentido que para él tiene este lema está en relación no sólo con el reconocimiento de nuestros límites, de nuestra ignorancia, sino también con su afirmación de que la virtud reside en el conocimiento. Vayamos por partes.
Sócrates nació en Atenas en el 470 o el 469 a.C., hijo de Sofronisco, de oficio cantero o escultor, y Fenáreta, comadrona. Que su madre tuviera por nombre Fenáreta y se dedicara a asistir en los partos es difícil de creer, pues Fenáreta significa "la que da a luz a la virtud", y sin embargo parece que era verdad. La atracción que Sócrates ejerció entre sus contemporáneos no se apoyaba, sin duda, en un físico agraciado. Muchas veces fue comparado con un sileno o un sátiro, por sus ojos saltones, nariz chata y respingona, labios gruesos y carnosos y una tripa considerable. Los antiguos narran una anécdota según la cual un adivino sirio, Zopiro, sin tener conocimiento de quién era Sócrates, le dijo que su rostro le denunciaba como estúpido y libidinoso; ante tal disparate los espectadores se rieron, pero Sócrates confesó que era verdad y que sólo la educación le había permitido superar estas malas inclinaciones. En este mismo sentido Platón lo comparaba con los silenos, por fuera grotescos y por dentro llenos de dioses.
La juventud de Sócrates coincide con el esplendor de la Atenas de Pericles, que finaliza con la guerra del Peloponeso (431 a.C.), originada por la rivalidad entre Corcira y Corinto, apoyadas, respectivamente, por Atenas y Esparta. La guerra se interrumpió y se reanudó por dos veces hasta acabar con el desastre de la escuadra ateniense en Egos Pótamos (404 a.C.), derrotada por Lisandro. Sócrates intervino en esta guerra y mereció grandes elogios por su valor y sangre fría.
La guerra le hizo perder toda su fortuna, que no era mucha pero le permitía vivir modestamente sin preocupaciones. De la necesidad hizo virtud: frente al lujo que permitía la prosperidad comercial de Atenas, él oponía el ejemplo de una vida austera. Viendo la abundancia de objetos que se exhibían en los comercios, exclamó: "¡Cuánto es lo que no necesito!". Vivía y vestía muy pobremente, no dando ninguna importancia a las apariencias (claro, que los que no le querían bien le llamaban "el que no se lava").
Casado con Xantipa, su vida conyugal no era un modelo de armonía. Nietzsche lo pone como ejemplo de la contradicción que se da entre los términos "filósofo" y "casado". Son numerosas las anécdotas que muestran a Xantipa haciendo la vida imposible a su marido, y éste, con pleno dominio de sí mismo, aguantándolo todo. Alcibíades le dijo que cómo soportaba a Xantipa siempre injuriándole; Sócrates le contestó: "Pues lo mismo que uno se acostumbra al ruido continuo de una polea de pozo, como tú aguantas el graznido de tus gansos"; "Pero -le interrumpió Alcibíades- me dan huevos y crían"; "También me da a mí Xantipa hijos -terminó el filósofo-".
El dominio de sí mismo, la doma de las pasiones, es uno de los grandes temas socráticos. "¿En qué se diferencia de una bestia el hombre sin dominio de sí e incontinente?", se pregunta Sócrates. Se trata de una idea que aparece por primera vez con él, pues en el mundo homérico los héroes dejan brotar sus pasiones e instintos violentos sin este control. Por el contrario, Sócrates incluso cuando bebía -no por afición sino por costumbre social- mantenía pleno autodominio. Se decía que bebiendo era capaz de tumbar a cualquiera, pero nadie le vio nunca borracho. Todos sus apetitos y pasiones los tenía bajo estricto control.
Aunque siempre vivió en Atenas, nunca aspiró a ningún cargo oficial en la ciudad. Rehusó tomar parte activa en la política. Sin embargo, los problemas a los que dedicó toda su atención fueron los que conciernen al hombre y a la ciudad: la cuestión de la virtud y de la justicia. Su respeto por la ley y su actitud crítica frente a lo que él consideraba injusto, le ocasionaron numerosas enemistades. Cuando se estableció la oligarquía de los Treinta tiranos, éstos, que ambicionaban las propiedades de algunos ricos ciudadanos, ordenaron a Sócrates y a otros cuatro más arrestar al rico León de Salamina, para ejecutarlo. Los otros obedecieron y León fue arrestado y muerto, pero Sócrates se negó a ser participe de semejante violencia y, simplemente, se fue a su casa. Nada le pasó gracias a la contrarrevolución que restauró la democracia en Atenas.
Sabido es, además, que gustaba del diálogo y la conversación, pero no sólo por pasar el rato, sino con intención de buscar la verdad, el bien y la justicia. Como un "tábano" picaba a sus conciudadanos para que abrieran los ojos ante la ignorancia, que es fuente de todos los males e injusticias.
La cuestión es que su actitud no gustaba a todos. Ya en democracia, en el año 400-399 a.C., el comerciante Ánito, el poeta Meletos y el orador Lycón presentaron ante el tribunal de los Quinientos una acusación contra Sócrates en la que le culpaban de impiedad. El texto de la acusación dice: "Esta acusación está presentada bajo juramento por Meleto, hijo de Meleto, del demo de Pito, contra Sócrates hijo de Sofronisco de Alópece. Sócrates es reo del delito de no reconocer a los dioses que el Estado reconoce y de introducir otras nuevas divinidades. Es también reo del delito de corromper a la juventud. El castigo que se pide es la muerte". También la postura política de Sócrates, crítica con respecto al régimen democrático, contribuyó a esta acusación, pero como la restaurada democracia había declarado una amnistía, no pudieron presentar cargos políticos contra él. En la segunda votación, Sócrates fue condenado a beber la cicuta por 368 votos frente a 141. Pudo haberse librado de la muerte con ayuda de sus amigos que le facilitaban la fuga, o aceptando una multa o el destierro, pero prefirió quedarse en Atenas y atenerse a la ley. Según la ley ateniense el mismo acusado podía proponer una pena menor y los jueces votaban de nuevo. Pero Sócrates no estaba dispuesto a considerarse culpable, y su contrapropuesta fue que ya que había contribuido al bien de la ciudad, se le deberían garantizar comida gratis en el Pritaneo, privilegio concedido sólo a los vencedores olímpicos y otros que habían honrado al Estado. Según Platón su contrapropuesta fue una multa de una mina. En cualquier caso, su actitud desdeñosa y altiva ante el tribunal contribuyó a aumentar el número de votos en su contra en esa segunda vuelta.
Su ejecución se retrasó un mes al coincidir con un momento en que las leyes religiosas prohibían matar a nadie. Había que esperar el retorno de la nave que había ido a las fiestas de Delos. Durante este período, Sócrates fue enviado a prisión; allí tienen lugar las conversaciones que Platón narra en el Critón y en el Fedón (el proceso seguido contra él lo recoge en la Apología de Sócrates). Su entereza y serenidad ante la muerte queda reflejada en esos textos y en otras muchas anécdotas a las que eran tan aficionados los antiguos. Una de ellas cuenta que cuando bajó del tribunal, ante el llanto de la gente, les dijo: "¿Por qué lloráis? ¿No sabéis que desde que nací estaba condenado por la naturaleza a muerte?". También se cuenta que un buen amigo -o su mujer Xantipa- le dijo: "Lo que más me duele es que mueras injustamente". El maestro replicó: "Preferirías que me hubiesen condenado a muerte por haberlo merecido". En el Fedón, después de narrar los últimos instantes de su maestro, Platón nos dice: "Esta fue la muerte de nuestro amigo, hombre del que podemos decir que fue el mejor de cuantos en su tiempo conocimos y además el más prudente y el más justo".
En cuanto al contenido de sus enseñanzas nada sabemos por él mismo, pues como es sabido Sócrates no dejó ninguna obra escrita. Todo lo que sabemos es lo que nos han transmitido Jenofonte, Platón, Aristóteles y el autor de comedias Aristófanes. Mientras que éste último ridiculiza al maestro caricaturizándole, los otros nos ofrecen una imagen elogiosa de él.
Es importante para comprender su mensaje tener presente la labor que en la misma época hacían los llamados sofistas, que eran maestros profesionales de retórica. Sócrates, aunque a veces fue confundido con uno de ellos, se opone a éstos al considerar que en sus enseñanzas no se preocupaban por la cuestión de la verdad y del bien, sino sólo del arte en el manejo de la palabra con el fin de persuadir. En contra de la pretendida sabiduría de los sofistas, él proclama la necesidad de conocerse a sí mismo y reconocer nuestra ignorancia. Su sabiduría, dice, no está en saber más cosas que los otros, sino en saber que no se sabe, frente a los que creen saber lo que no saben.
Esta conciencia de la propia ignorancia (condición primera e indispensable para que surja el deseo del verdadero conocimiento) quiere comunicarla a los demás para purificar sus almas del error, fuente de toda culpa. Por eso su enseñanza es un continuo examen de sus interlocutores, a los que asedia con preguntas, fingiendo querer aprender de ellos, pero convirtiéndose él auténticamente en su maestro.
«Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar». (Platón, Banquete, 203e-204a)
El método del que se sirve en su enseñanza tiene dos aspectos:
1) Negativo o crítico: la ironía, mediante la cual toma el discurso del otro y lo refuta, haciéndole tomar conciencia del vacío de su pretendido saber y purificando así su intelecto.
2) Positivo o constructivo: la mayeútica, o sea el arte (que él dice haber aprendido de su madre, partera o comadrona) de llevar la mente de sus interlocutores a dar a luz las ideas que subyacen en el fondo de la razón humana sin que ella se dé cuenta. Mediante el diálogo, mediante el método dialéctico de preguntas y respuestas en el que se contraponen razones o posiciones, se inicia la búsqueda común de la verdad.
«Muchos, en efecto, me reprochan que siempre pregunto a otros y yo mismo nunca doy una respuesta acerca de nada por mi falta de sabiduría, y es, efectivamente, un justo reproche. La causa de ello es que el dios me obliga a asistir a otros pero a mí me impide engendrar. Así es que no soy sabio en modo alguno, ni he logrado ningún descubrimiento que haya sido engendrado por mi propia alma. Sin embargo, los que tienen trato conmigo, aunque parecen algunos muy ignorantes al principio, en cuanto avanza nuestra relación, todos hacen admirables progresos (...). Y es evidente que no aprenden nunca nada de mí, pues son ellos mismos y por sí mismos los que descubre y engendran bellos pensamientos. No obstante, los responsables del parto somos el dios y yo». (Platón, Teeteto, 150c-e)
Lo que a Sócrates le interesa como maestro son los problemas éticos; las cuestiones físicas no son objeto de su investigación. Trata de establecer, en los asuntos morales, la esencia universal y permanente, pensando que no es posible poseer ciencia de lo mudable, sino sólo opinión engañosa. Por eso, con la inducción trata de obtener de los ejemplos particulares el concepto universal, en el cual se hallen comprendidos todos los casos particulares. Este concepto universal se expresa por medio de la definición. Sólo elevándonos desde lo particular (objeto de la sensibilidad) al concepto universal (objeto de la razón) es posible el verdadero diálogo, la verdadera ciencia.
El valor de esta ciencia de los conceptos está, para él, en el hecho de que la virtud se identifica con el conocimiento, con la ciencia. Aquel que se ha formado el hábito de conocer y evaluar el bien y el mal, en cada circunstancia busca el primero y huye del segundo. Nadie actúa mal voluntariamente, toda culpa proviene de la ignorancia, o sea, es fruto del error. Las confusiones son a la vez intelectuales y morales. Este intelectualismo moral es consecuencia de no ver en el alma (psyché) otra cosa que razón, desarrollada o no. La voluntad, entendida como facultad pasiva, requiere de la iluminación de la razón para actuar. Es decir, la voluntad no se decide sino por aquello que la razón, inspirada por el conocimiento, le señala. Por ello la educación debe tender a iluminar las mentes, purificándolas de los errores, porque cuando los hombres se hacen conscientes, se convierten también en virtuosos.
«Si entonces, dije yo, lo agradable es bueno, nadie que sepa y que crea que hay otras cosas mejores que las que hace, y posibles, va a realizar luego esas, si puede hacer las mejores. Y el dejarse someter a tal cosa no es más que ignorancia, y el superarlo, nada más que sabiduría. (...) ¿Qué entonces? ¿Ignorancia llamáis a esto: a tener una falsa opinión y estar engañados sobre asuntos de gran importancia? (...) Por tanto, dije yo, hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree ser males, en lugar de ir hacia los bienes». (Platón, Protágoras, 358b-d)
Además, para Sócrates, los virtuosos son también felices. El hacer el bien es también vivir bien; las leyes morales portan intrínsecamente una sanción natural, de modo que el bueno y justo es feliz y el malvado o injusto es infeliz. El bueno y justo no tiene en cuenta sólo el beneficio y la felicidad propia, sino que le mueve tanto el propio perfeccionamiento como el ajeno, y es esta conducta la que lo aproxima a lo divino. En cambio la injusticia representa el mal y la infelicidad mayores, porque no sólo convierte en peor al que la recibe, sino, más aún, porque corrompe el alma del que la comete. De aquí que sea peor cometer que recibir injusticia. Cometer injusticia, violar las leyes, es faltar a una especie de pacto que todo ciudadano ha contraído con las leyes de la ciudad; por ello Sócrates se empeña en mantener el respeto y la observancia de las leyes. A este principio se atiene cuando rechaza la posibilidad de escapar a la condena a muerte.
Es en el marco de esta concepción ética donde debemos situar, para comprenderlo, el precepto "conócete a ti mismo". Es posible que este precepto de la religión apolínea le impresionara a Sócrates en un viaje a Delfos, lo cual no es inverosímil si tenemos en cuenta que lo apolíneo le interesó siempre. Baste recordar que fue este oráculo de Delfos el que, interrogado por Querefonte, señaló a Sócrates como el hombre más sabio. Y de aquí nace la conciencia religiosa que él tenía de su misión. Muchas son, además, las referencias de Sócrates a su enigmático "daimon", especie de demonio o voz interior que le ponía en contacto con la divinidad, y que sería una forma de interiorización de la tradicional inspiración divina que se manifestaba en oráculos y otras formas de culto.
Pero volviendo a la interpretación del precepto, ya hemos señalado que para Sócrates la virtud reside en el conocimiento. Así, por ejemplo, para ser un buen zapatero es necesario, en primer lugar, conocer lo que es un zapato y su función. Por el mismo razonamiento, si nos preguntamos en qué consiste ser un hombre bueno, virtuoso, lo primero necesario es conocer en qué consiste eso de ser hombre. Nuestro primer deber, por lo tanto, es obedecer la orden délfica "conócete a ti mismo", porque, como dice el maestro, "una vez que nos conozcamos, podremos aprender a cuidar de nosotros, pero si no, nunca lo haremos".
Este cuidado de nosotros mismos no se refiere al cuerpo, sino al "alma" (psyché), pues es ésta la que utiliza y controla a aquél, es ella nuestro verdadero yo. Y ya que el alma (entendida sobre todo como "razón") debe ser quien nos dirija y regule, el conocerse a uno mismo implica también tener autocontrol, pues no podemos cuidar de nuestro verdadero yo si estamos sometidos a los deseos y pasiones que proceden de nuestra naturaleza corporal.
Dicho de otra manera, si conocer algo es conocer para qué sirve, el conocimiento de uno mismo parte de un descubrimiento básico: que nuestro yo real es el alma y que su función es gobernar, regir o controlar. Y esta función sólo puede ser bien ejercida si este gobierno esta asentado en la verdad. De aquí también que Sócrates no hable de una pluralidad de virtudes, sino de la unidad de la virtud: la sabiduría. El camino para encontrar esta sabiduría queda asimismo recogido en el precepto délfico: la búsqueda de la verdad es una búsqueda interior (eso sí, en diálogo con los otros), precedida e impulsada por el reconocimiento de la ignorancia.
La grandeza filosófica de Sócrates reside, entre otras cosas, en su descubrimiento de este yo real del hombre que debe gobernar en nosotros y de una moral de aspiración espiritual que ocupe el lugar de la moral entonces imperante, basada en la coacción social. Platón así lo reconoció al poner en boca de su maestro, en la Apología de Sócrates, las siguientes palabras:
«En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y a viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos: "No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos". Si corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo añadiría: "Atenienses, haced caso o no a Ánito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa aunque hubiera de morir mil muertes"».