domingo, 22 de junio de 2008

Magia y medicina.

El pensamiento historicista de finales del pasado siglo XIX intentó ver el nacimiento de la medicina en los términos de una evolución en el sentido darwiniano. Según Hofschiaeger, la medicina nació del sentimiento instintivo del hombre a curarse. Y el hombre, una vez que estuvo ya en posesión de instrumentos, se serviría de los adecuados para evitarse el dolor de las heridas y sobre todo de las picaduras de insectos y reptiles y de las heridas producidas por ellos.

El hombre primitivo entendió la enfermedad como la introducción en el organismo de un cuerpo extraño, que puede extraerse, si es un ectoparásito, bien por succión, bien haciendo presión o con una sencilla operación, como puede ser una ligera incisión o levantar la costra con algo punzante.

Cuando la enfermedad es interna y se desconoce la naturaleza y la localización de ese cuerpo extraño, se hace lo mismo, pero de una manera simbólica, mediante un proceso mimético que representa plásticamente la extracción. De aquí arrancan las danzas y los cantos medicinales que son el más antiguo precedente del exorcismo.

Cuando del preanimismo se pasa al estadio animista, se identifica la enfermedad con un espíritu, al que se intenta expulsar por medio del exorcismo. Y este concebir los métodos terapéuticos como una acción expulsatoria es algo tan arraigado en la metalidad del hombre, que hasta la misma medicina hipocrática se basa en la creencia de que los agentes farmacopéuticos favorecen la expulsión de la materia peccans.

Para Ackernecht, de este modo se hace una historia de la medicina empírica químicamente pura, anterior en su origen y paralela en su evolución a la medicina sacra y a la medicina mágica.

Pero dejando aparte los diversos procedimientos de adivinación empleados para el diagnóstico de las enfermedades, los principios en que se basa la medicina de los pueblos primitivos están, como reconoce Ch. Coury, muy cerca de los principios mágicos. Antes de la fase animista, el hombre primitivo tiene una vaga noción de «fuerza», de carácter más o menos material (el «mana» al que nos referimos en otro lugar), que emana de las cosas de un modo espontáneo o provocado por la acción del mago. Estas fuerzas tienden a transmitirse por contacto y entran en relaciones mutuas de atracción y repelancia (similia similibus, contraria contrariis). De ahí la práctica de remedios homeopáticos y las curas por contrarios.

El contacto con estas fuerzas, algunas maléficas y opuestas a la naturaleza humana, produce la enfermedad, que puede lavarse y disolverse por medio de procedimientos purificatorios y elementos catárticos, como el agua. A veces se curan con plantas, de las que se tenía un conocimiento empírico, a cuyas virtudes se añadía el empleo de las palabras mágicas( "ἐπωδή, ῆς"; lat. incantum y "ἐζορκιομός, οῦ"; lat. exorcismus), sobre las que nos extenderemos más adelante).

La extracción de la enfermedad se hacía por vía de contagio a otra persona o a un animal (transferencia y sustitución). Como profilaxis se empleaban amuletos, talismanes y fetiches, que transmiten su fuerza a quienes los porta y rechazan la de la enfermedad.

Desde las épocas más remotas, junto a la medicina empírica en principio, luego técnicas, de carácter profano, hubo el otro tipo de medicina al que nos hemos referido, la ritual y mágica, ejercida por hombres de características muy complejas. Si en la prehistoria del pueblo griego cabe imaginar la existencia de herboristas, antecesores de los "ῥιζοτόμοι" o «corta-raíces» de la época histórica, como en otras sociedades primitivas, desde los documentos más antiguos se perfila en Grecia la figura del "ἰατρός, οῦ" o «curador». La mención más antigua de la profesión
médica corresponde a una tablilla de Pilos en la que aparece un "i-ja-te" en posesión de tierras, lo que demuestra no sólo su elevado status social, sino también la distinción de sus funciones con respecto a la de sacerdote "ἱερεθς, ἐος" y las de adivino, "μάυτ'ς, εως".
Desde la época micénica no se dieron en Grecia estas interferencias de atribuciones que había en Babilonia, donde los «conjuradores» (asipu o masmasu), aparte de sus demás cometidos rituales, se empleaban contra el demonio de la fiebre (Labartu) o en Egipto, donde la medicina fue competencia de la casta sacerdotal. Pero la medicina mágica fue ejercida por los denominados con el término esquileo de "ίατρό-μαυτις, εως", alusivo a su doble naturaleza y para la época tardía el de «hombres divinos» "θεουργός, ός", teurgos o "θεοι-αυδσες", curadores de almas por medio de la fuerza divina o «mana» que pasa a través de él. Estos continuaron actuando a lo largo de los siglos, con importancia social y personal variable, según las distintas épocas.

Inexistentes o silenciados en los momentos de ilustración, adquirieron un singular relieve en las épocas de angustia o crisis, cuando enfermos como Elio Arístides (siglo II d.C.) se sometían a tratamientos increíbles prefiriendo a la actuación racional del médico la acción directa en su persona de lo numinoso. Un Simón el Mago, un Apolonio de Tiana en el siglo I d.C. y un Alejandro de Abonutico en el siglo II d.C. son los más genuinos sucesores de los «chamanes» griegos de época arcaica.

Ahora bien, habida cuenta la similitud en las operaciones de quienes manipulaban las ciencias ocultas y las de los «hombres divinos», en la práctica era muy difícil trazar una división entre ambos. L. Gil señala cómo términos tan desagradables en su significación como "σοφιστής, οῦ," se revalorizan en los papiros mágicos en la acepción más elevada de «sabio» y a la inversa, cómo Platón utiliza irónicamente el término de "ἄνθρωπος θειος", que un epicúreo como Filodemo, emplea en su acepción más popular. Vemos pues que la gama de matices entre vidente, mago, profeta, sabio y portador de mana era tan sutil y vanada que a veces eran similares para el vulgo.

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