miércoles, 26 de enero de 2011

Aprender de la soledad

"Nuestra relación con la soledad es un buen indicativo de nuestra salud emocional. Cuando sabemos estar solos, estamos bien con nosotros mismos y con el mundo. Y, una vez más, la clave está en el equilibrio porque la cuestión de la soledad va asociada a la de su opuesto, 1a compañía. Saber estar solo es saber estar acompañado y viceversa, ni huir de la soledad ni convertirla en refugio para no afrontar la vida. La solución está en establecer un círculo de vínculos gratificantes, los cimientos para una vida más plena."

Pocas perspectivas nos atemorizan más que la de la soledad. La imagen de encontrarnos completamente solos, incomunicados y separados de otro nos da terror: ser los únicos habitantes de una gran ciudad o estar extraviados en un páramo desolado...
Y es que, de forma natural, carecer de vínculos afectivos o la ausencia de otros con quienes compartir nuestra intimidad nos llena de desasosiego.
Pero, ¿qué es lo que hace que la soledad sea tan difícil de soportar? ¿Por qué nos produce esa profunda angustia, difícil de explicar, para la que muchas veces no encontramos consuelo? La respuesta es que la soledad, en un nivel básico, es percibida como una amenaza para nuestra supervivencia.

Carencia de contacto

Para los humanos de culturas arcaicas, la soledad era un estado peligroso y temible para todos. El grupo era indispensable para satisfacer las necesidades vitales de alimento, refugio y protección. Por lo tanto, el que un individuo se separase del grupo era tanto un peligro para sí mismo como una actitud que debía ser sancionada por el resto. De ahí que muchos tabúes y ritos "primitivos" apuntaran a fortalecer los vínculos con los otros y a disuadir a cualquiera que pudiese debilitarlos.
Y en el mundo de hoy -donde podría plantearse que la relación con el otro no es indispensable para la supervivencia- la soledad sigue inquietándonos por un aspecto tan indispensable como el alimento: el contacto con otros, el ser tocado, llamado y estimulado. Todo eso es necesario para un adecuado crecimiento y desarrollo, como lo prueban los casos de hospitalismo, niños que por ausencia de sus madres son criados por el personal hospitalario y a pesar de ser alimentados y cuidados adecuadamente, no aumentan de peso como debieran, no tienen un adecuado nivel de defensas y se desarrollan con mayor dificultad. En algún momento, los profesionales de la salud se dieron cuenta que de lo que carecían estos niños era de contacto.
La necesidad de vínculos no termina, sin embargo, con la adultez. Nuestra identidad se construye en relación a los demás, nuestra vida está organizada en tomo a las relaciones interpersonales. Ya Aristóteles escribió que aquél que puede vivir fuera de la sociedad es un dios o una bestia. Nietzsche, en su filosofía del superhombre, retomaba esta frase para decir: "Pues entonces seamos dioses, cortemos los lazos de dependencia que nos debilitan". Pero lo cierto es que no somos dioses. Somos humanos que necesitamos de los vínculos con los otros porque está en nuestra naturaleza.

Dos caras de una misma cosa

Sin embargo, todos nos hemos sentido solos en algún momento de nuestra vida. Es más, todos estamos, en algún punto, irremediablemente solos. Esta soledad es consecuencia inevitable de la conciencia de uno mismo, pues esa conciencia nos enfrenta también con un mundo externo del que estamos dolorosamente separados.
Recuerdo que un día, siendo yo niño, me encontraba en mi habitación sin saber qué hacer. Nos habíamos mudado poco tiempo atrás y aún no había hecho amigos. Me acerqué entonces a mi padre y le dije: -Papá, estoy aburrido. -Hijo, tienes que aprender a estar solo -me respondió con gran aplomo.
Tiempo después, una tarde, mi padre entró en mi habitación y me encontró jugando solo. Debía ser algo frecuente en ese tiempo y esto le preocupó. Me preguntó: -Hijo, ¿no crees que sería bueno que hicieras más amigos?
-Tú me dijiste que tenía que aprender a estar solo... Pues ya aprendí -le repliqué con cierto tono de reproche.
Y él, tras detenerse a pensar unos segundos, concluyó:
-Bueno, ahora tienes que aprender a estar acompañado y ya lo tendrás todo.

Experiencias inevitables

En aquel momento no pude sino enfadarme, pero con los años el episodio fue tomando otro significado. Lo que mi padre me transmitía entonces era que para vivir bien es tan necesario poder transitar momentos de soledad como poder relacionarse con otros.
Ambas son experiencias ineludibles en nuestra vida y si, en función de evitar esa angustia, apartamos cualquiera de ellas, nuestra vida se limitará demasiado.
La soledad es un problema tanto para aquéllos que se sienten aislados de los demás como para los que deben correr de una compañía a otra para no encontrarse ni por un segundo con el malestar que les produce estar solos. El objetivo no es, entonces, eliminar la soledad ni prescindir de los otros, sino poder pasar con fluidez de una situación a otra. El pensador suizo Benjamín Cons-tant escribió una vez que la vida consiste en salir de las cosas; yo añadiría que consiste tanto en entrar como en salir.

Un equilibrio necesario

Así, la soledad presenta una doble naturaleza. Por un lado, nos permite contactar con nosotros mismos, nos brinda tranquilidad, paz y un espacio para la reflexión y la creación y, por otro, despierta sentimientos de tristeza y dolor que nos empujan a contactar con otros, a salir de nosotros mismos.
Cada uno de estos aspectos expresa un deseo que se contrapone con el otro y que intentamos equilibrar. Por un lado, deseo de individuación, de establecer límites, de diferenciamos; por otro, deseo de relajar esos límites, de disolvernos en el otro y de ser uno con el mundo. Por lo tanto, estamos condenados a nuestra soledad y, en la misma medida, empujados a trascenderla.
En todos los grandes mitos o historias de héroes y profetas, se advierte un período de soledad, una retirada del mundo de los hombres, para volver luego a actuar entre ellos bajo una nueva forma. La desaparición de Jesús en el desierto, la iluminación de Buda bajo el árbol Bodhi, el largo viaje de Ulises. Como si esa soledad hubiese sido necesaria para producirla transformación de un hombre en alguien capaz de modificar su entorno. En nuestras vidas, más modestas, también existen momentos en los que nos replegamos sobre nosotros mismos para poder continuar luego nuestra vida hecha de encuentros con otros. Aceptar estos períodos como parte de un proceso puede ser una primera manera de perder el temor al fantasma de la soledad.

Estar solo o sentirse solo

Ocurre, en ocasiones, que este "estar solo" se eterniza, deja de ser un momento y uno pasa a sentirse encerrado, atrapado en un círculo del que se tiene la sensación de que es imposible salir. Aparece entonces la sensación de la soledad. Y digo sensación porque la soledad es una apreciación subjetiva: me siento solo. Por ello no importa si estoy efectivamente solo o si hay personas alrededor: lo que produce ese desasosiego es la carencia de relaciones significativas, la falta de posibilidades de intimar.
Efectivamente, para que alguien se sienta en soledad no es necesario que esté aislado. El prestigioso psicólogo estadounidense Allan Fromme decía que no hay lugar más solitario que la ciudad de Nueva York en hora punta, rodeado de miles de personas que también se sienten solas.
Muchas veces, soledad y aislamiento se entrelazan, pero en ocasiones una persona que todavía mantiene vínculos con los otros puede encontrarse a sí misma sintiéndose sola. Es más, los mismos vínculos que una vez fueron significativos y enriquece-dores pueden, de no ser alimentados, estancarse, "petrificarse" y dejar de ser un rico lugar de encuentro.

El antídoto para la soledad

Así, no cualquier "otro" es un antídoto contra la soledad. En general, para que eso sea posible, ese alguien debe ser percibido como proveedor de cierta seguridad, accesible y con buena capacidad de escuchar. En mi opinión, el principal rasgo que diferencia a alguien significativo -cuya presencia puede aliviarme el sentimiento de soledad- de otras presencias, es la sensación de que a esa persona yo le intereso.
Cuando siento que a otro le intereso -aunque eso no signifique necesariamente que le gusto ni que me quiere- comienzo de alguna manera a sentirme acompañado. Por ello, si bien no cualquiera puede aliviar por sí solo la soledad de alguien, muchos pueden "convertirse" en compañeros que contribuirán a empequeñecerla. No se trata, por lo tanto, de encontrar a alguien que nos rescate de nuestra soledad, sino de construir vínculos que comiencen a abrir ese círculo en apariencia intraspasable.
Creo que la idea de construcción puede sacarnos del lugar de la impotencia en el que, muchas veces, nos encontramos al sentirnos solos. Entender la naturaleza esencial de nuestra soledad, entender que es un lugar por donde todos debemos pasar y que existen muchos modos de relacionarnos con los demás para satisfacer nuestra necesidad de contacto, hará posible fundar esos cimientos que nos permitirán crear o restaurar los lazos con los otros.

Fuentes:

Por Demián Bucay
Revista "Mente Sana" Nº8

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