Introducción de Viaje a Ixtlán.
Puesto que la realidad es una descripción, el mundo de nuestro diario vivir está conformado por múltiples descripciones que se anudan en continuidades a las que don Juan llama también “inventarios”; dice que los hombres somos criaturas de inventario, y que conocer los detalles de determinados inventarios es lo que hace al ser humano un profesional, un conocedor de un campo específico. Hemos dicho que es éste un sistema de conocimiento del cual somos miembros con una porfiada pertinencia. Tal pertenencia limita nuestra percepción; si queremos ampliarla hemos de cambiar de referencias, ir a otro sistema de conocimiento. El primer paso en este cambio es detener ese mundo de nuestras descripciones de cada día.
Nos hablamos incesantemente a nosotros mismos acerca de nuestro mundo. De hecho, mantenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es como debería ser. Con nuestro diálogo interno lo renovamos, le damos vida, lo sostenemos. No solo eso, sino que escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí que repitamos nuestras acciones una y otra vez hasta el día en que morimos, porque continuamos repitiendo nuestro mismo diálogo interno una y otra vez hasta el mismo momento de la muerte. Un guerrero es consciente de ello y lucha por detener su diálogo interno.
Parar el mundo consiste en introducir un elemento disonante en las continuidades de descripciones con el fin de detener ese permanente fluir de acontecimientos comunes catalogados por nuestra racionalidad. Ese elemento disonante es lo que don Juan llama “no-hacer”. Hacer es cualquier cosa que forma parte de una realidad de la cual podemos dar cuenta racionalmente. No-hacer es un elemento que no forma parte de esa realidad conocida.
Su primera experiencia de parar el mundo la tiene Carlos en una noche en la montaña, a donde es enviado por don Juan, y en la que se encuentra con un escarabajo negro y conversa con un coyote luminoso y bilingüe. Lo vivido en esa ocasión tiene en Carlos el efecto de una iluminación, ve las líneas del mundo, y entra en un éxtasis del que sale confortado, lleno de paz; se duerme, y al despertar reencuentra su mundo de siempre. El análisis que don Juan hace de esta experiencia es que ciertamente no se trataba de un coyote, ni de que éste hablase. Dice simplemente que “tu cuerpo entendió por vez primera” y que lo verdaderamente importante es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver.
Las continuidades de nuestras descripciones nos dan la idea de que somos un bloque sólido, enseña don Juan. La certeza de que somos inmutables es la que sostiene nuestro mundo. Podemos aceptar la posibilidad de modificaciones de conducta, de reacciones o de opiniones. Pero no vamos más allá de este orden básico. Cuando tal orden queda interrumpido, nuestro mundo se detiene y se viene abajo nuestra racionalidad, con todo el orden que sustenta.
La debilidad de la razón para dar cuenta de toda nuestra posibilidad cognoscitiva se debe a que se relaciona solo con uno de los ocho puntos del hombre: con el habla. En cambio, la voluntad se relaciona con el sentir, el soñar, y el ver. Nos movemos entre la razón y el habla, y a eso llamamos entendimiento. Pero hay otros seis puntos más que el hombre puede manejar - y don Juan subraya que se trata de manejar, no de entender -; nos movemos dentro de la racionalidad y los lenguajes y olvidamos los puntos relacionados con la voluntad que don Juan define como una fuerza, una sensación que sale del guerrero que tiene poder, con la cual puede “agarrar” cosas. Los ocho puntos componen la totalidad de uno mismo. Los dos primeros, la razón y el habla los conocemos todos. El sentir es algo vago, pero en cierto modo familiar. Más allá del umbral que separa el mundo corriente del mundo de los brujos percibe uno el soñar, el ver, y la voluntad. Y en el último borde de ese mundo se encuentra uno con los otros dos, que no alcanzamos siquiera a nombrar.
Cuando hemos conseguido parar el mundo se nos presenta el silencio interior, estado natural de la percepción humana, en el que los pensamientos se encuentran bloqueados y todas nuestras facultades operan a partir de un nivel de conciencia que no requiere la intervención de nuestro sistema cognitivo ordinario. Allí somos capaces de funcionar en niveles de percepción que revelan mundos en sí mismos, indescriptibles y por consiguientes inexplicables en términos de los esquemas lineales que emplea el estado habitual de la percepción al explicar el universo.
Este silencio interior ha de ganarse mediante una disciplina constante, una voluntad inflexible. Es la puerta de un conocimiento que debe ser acumulado en el cuerpo, almacenado parte por parte; resultado de un aprendizaje explícito y mediante la aplicación de una intención rígida manifestada en la frugalidad o aptitud física; en el juicio recto entendido como una evaluación de los hechos impuestos por el aprendizaje en función de la totalidad del mismo; y en la obediencia a los hechos del aprendizaje. Básicamente, este aprendizaje consiste en obligarse uno mismo al silencio, aunque sea por unos pocos segundos, hasta lograr un umbral que varía de persona a persona, pero que - una vez logrado - desencadena por sí solo el silencio interior. La única manera de conocer cuál es ese umbral es en la práctica; hasta que, de pronto, el mundo se detiene y se ve el fluir de la energía.
Don Juan advierte sobre los peligros de esta situación, cuyos efectos son inquietantes por la manifestación del cuerpo energético o configuración energética del cuerpo físico. La única manera de enfrentarlos y de no disociar ambas configuraciones, física y energética, es una actitud pragmática, fruto del buen estado físico.
Ejercicio fundamental en la práctica del silencio interior es detener el diálogo interno. Y para ello, don Juan enseña una práctica: caminar largos trechos sin enfocar los ojos en nada, cruzando levemente los ojos para obtener no una visión directa sino que periférica. Dice que así es posible percibir en forma casi simultánea cada elemento del panorama en un amplio ángulo frente a uno. Luego de una práctica de años, de pronto se percata uno de que suspender el diálogo interno implica algo más que reprimir las palabras que uno se dice a sí mismo: todos los procesos intelectuales se detienen, y se siente uno como suspendido, flotando. Ante el pánico experimentado por Carlos cuando esto le sucede, don Juan le explica que es el diálogo interno el que nos hace arrastrarnos, que el mundo es así como es solamente porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es. Cambiar la idea del mundo es la clave de la brujería, enseña don Juan. Y la única manera de lograrlo es detener el diálogo interno a través de un aprendizaje largo y paciente: apurarlo solo trae trastornos y morbidez.
La sensación que tenemos en esta experiencia es la de dos mundos separados; uno, el habitual y acostumbrado, aquel en que nos refugiamos; otro, lejano, difícil, aterrador. Entre ambos, un umbral que se abre y se cierra, y que no nos atrevemos a franquear... hasta, que de pronto, damos un salto. Y lo que vemos no nos agrada, como una llanura al viento, insegura, temible . Pero, advierte don Juan, no hay dos mundos: solo uno, el mundo del hombre. Pero ese mundo hemos de ser capaces de sentirlo todo, de lo contrario pierde su sentido, y, desde nuestras descripciones corrientes es un mundo muy estrecho el que solemos ver. Ese mundo está lleno de cosas increíbles, y hay que tomarlo como lo que es: un misterio. Los afanes de “cambiar el mundo” pierden aquí todo sentido.
Pero hay diferencias entre ese mundo de nuestras descripciones de cada día y el que don Juan llama el “mundo de los brujos”, más allá del umbral, de la “pared de niebla”, de la “cortina del otro mundo” que los separa; entre el “mundo de la razón” y el “mundo de la voluntad”. Ambos constituyen el “mundo del hombre”; y para verlo hay que aprender a mirar el mundo como lo ven los brujos, pero tampoco quedarse con él (nuevamente, es solo una descripción): solo logramos ver más allá de cualquier descripción, y quedándonos entre medio de las descripciones. El aspecto peligroso de esta multiplicidad de “mundos” es que puede resultar desquiciante, como en el caso de quien emplea métodos rápidos (por ejemplo, las drogas) para adentrarse en ellos. Pero, enseña don Juan, el guerrero sabe que el mundo no es ni lo uno ni lo otro: su secreto es que “cree sin creer” porque tiene que creer: el mundo es para él un desafío y lo enfrenta empleando su desatino controlado. Y sabe que los mundos son reales: que pueden actuar sobre ti. Y que serás como sean los mundos que describes. Conocimiento y vida son una misma cosa.
Aquí está el nudo gordiano de este asunto de parar el mundo: si aprendemos a hacerlo, si lo hacemos habitualmente, si logramos movernos entre el mundo de la razón y el mundo de la voluntad, entre el mundo ordinario y el mundo de los brujos, entre los diferentes mundos que seamos capaces de describir, y si aprendemos a hacerlo escurriéndonos entre esos mundos, tendremos la libertad al alcance de la mano. Nos habrá sido dada por un conocer diferente, fluido, capaz de volar, capaz de admirarse y de reír, enraizado en una trama que en absoluto se confunde con las descripciones habituales de nuestras aprendidas continuidades e inventarios.
El esfuerzo por llegar a este punto vale la pena. Está en juego nuestra actitud en la vida, nuestra capacidad de gozar, nuestra libertad, nuestro fuego interior, para emplear la terminología de don Juan. No nos damos cuenta, pero vivimos encerrados en una cárcel cuyos barrotes labramos nosotros mismos desde niños: las descripciones que configuran nuestra “realidad”. Son ellas las que nos hablan de bien y mal, de lo mío y lo tuyo, de enfermedades y muerte, de dicha y quebranto, de envejecimiento, de deterioro, de deseos no cumplidos. Y ponemos en la puerta de esa cárcel al más vigilante de los carceleros: nuestro propio yo. A veces esa cárcel nos hastía, y recurrimos a otros para que nos ayuden no a acabar con ella, sino que a remozarla; y no faltan los consejeros, siquiatras y gurúes que nos ayuden a hacerlo. Pero la cárcel sigue allí: más o menos amable, pero cárcel siempre.
Solamente saldremos de ella si tenemos el valor de colarnos por entre las rendijas de nuestras descripciones hacia realidades no dichas, más allá de todo decir. Y, desde allí, como desde una altura que nos permite ver el panorama en su totalidad, regresar a esas descripciones sabiendo lo que son, empleándolas estratégicamente, obligándonos a emplearlas en función de múltiples connivencias. Pero sin que nos manejen y encierren, modificándolas una y otra vez para mantenerlas en su relatividad, en su cambiante variabilidad.
Y, más allá de toda descripción, lo indecible de que formamos parte.
...Dijo que yo debía permanecer allí hasta que mi cuerpo me dijera que ya era bastante, y luego volver a su casa. No quería que yo dijese nada ni que esperara más tiempo. Y me lo hizo saber empujándome con gentileza en dirección del coche.
-¿Qué debo hacer allí? -pregunté.
En vez de responder me miró, meneando la cabeza.
-Ya estuvo bueno -dijo al fin.
Luego señaló con el dedo hacia el sureste.
-Ándale -dijo cortante.
Fui hacia el sur y luego hacia el este, siguiendo los caminos que siempre había tomado al viajar con don Juan. Estacioné el coche cerca del sitio donde la brecha terminaba, y luego seguí un sendero conocido hasta llegar a una alta meseta. No tenía idea de qué hacer allí. Empecé a pasearme, buscando un sitio de reposo. De pronto advertí un pequeño espacio a mi izquierda. La composición química del suelo parecía ser distinta en dicho sitio, pero cuando enfoqué allí los ojos no vi nada que explicase la diferencia. Parado a corta distancia, traté de "sentir", como don Juan me recomendaba siempre.
Quedé inmóvil cosa de una hora. Mis pensamientos empezaron a disminuir gradualmente, hasta que ya no hablaba conmigo mismo. Tuve entonces una sensación de molestia. Parecía confinada en mi estómago y se agudizaba cuando yo enfrentaba el sitio en cuestión. Me repelía y me sentí impelido a apartarme de él. Empecé a examinar el área con los ojos cruzados, y tras caminar un poco llegué a una gran roca plana. Me detuve frente a ella. No había en la roca nada en particular que me atrajera. No detecté en ella ningún color ni brillo específico, pero me gustaba. Mi cuerpo se sentía bien. Experimenté una sensación de comodidad física y tomé asiento un rato.
Todo el día vagué por la meseta y las montañas circundantes, sin saber qué hacer ni qué esperar. Al oscurecer volví a la roca plana. Sabía que pasando allí la noche estaría a salvo.
Al día siguiente me adentré más en las montañas, hacia el este. Al atardecer llegué a otra meseta, todavía más alta. Me pareció haber estado allí antes. Miré en torno para orientarme, pero no pude reconocer ninguno de los picos circundantes. Tras elegir con cuidado un sitio, me senté a descansar al borde de un área yerma y rocosa. Allí sentía tibieza y tranquilidad. Quise sacar comida de mi guaje, pero estaba vacío. Bebí un poco de agua. Estaba tibia y aceda. Pensé que no me quedaba más que volver a casa de don Juan, y empecé a preguntarme si debería iniciar de una vez mi camino de regreso. Me acosté boca abajo y apoyé la cabeza en el brazo. Inquieto, cambié varias veces de postura, hasta hallarme de cara al oeste. El sol ya descendía. Mis ojos estaban cansados. Miré el suelo y vi un gran escarabajo negro. Salió detrás de una piedra, empujando una bola de estiércol dos veces más grande que él. Seguí sus movimientos largo rato. El insecto parecía ajeno a mi presencia y seguía empujando su carga sobre rocas, raíces, depresiones y protuberancias. Hasta donde yo sabía, el escarabajo no se daba cuenta de que yo estaba allí. Se me ocurrió la idea de que yo no podía estar seguro de que el insecto no tuviera conciencia de mí; esa idea desató una serie de evaluaciones racionales con respecto a la naturaleza del mundo del insecto, en contraposición con el mío. El escarabajo y yo estábamos en el mismo mundo, y obviamente el mundo no era el mismo para ambos. Me concentré en observarlo, maravillado de la fuerza titánica que necesitaba para transportar su carga por rocas y grietas.
Largo tiempo observé al insecto, y entonces me di cuenta del silencio en torno. Sólo el viento silbaba entre las ramas y hojas del matorral. Alcé la vista, me volví a la izquierda en forma rápida e involuntaria, y alcancé a ver una leve sombra, o un cintilar, sobre una roca cercana. Al principio no presté atención, pero luego me di cuenta de que el cintilar había estado a mi izquierda. Me volví de nuevo, súbitamente, y pude percibir con claridad una sombra en la roca. Tuve la extraña sensación de que la sombra se deslizó inmediatamente al suelo y la tierra la absorbió como un secante absorbe una mancha de tinta. Un escalofrío recorrió mi espalda. Por mi mente cruzó la idea de que la muerte nos observaba a mí y al escarabajo.
Busqué de nuevo al insecto, pero no pude hallarlo. Pensé que debía haber llegado a su destino y arrojado su carga a un agujero. Apoyé el rostro contra una roca lisa.
El escarabajo surgió de un hoyo profundo y se detuvo a pocos centímetro de mi cara. Parecía mirarme, y por un instante sentí que cobraba conciencia de mi presencia, tal vez como yo advertía la presencia de mi muerte. Experimenté un estremecimiento. El escarabajo y yo no éramos tan distintos, después de todo. La muerte, como una sombra, nos acechaba a ambos detrás del peñasco. Tuve un extraordinario momento de júbilo. El escarabajo y yo estábamos a la par. Ninguno era mejor que el otro. Nuestra muerte nos igualaba.
Mi júbilo y mi alegría fueron tan grandes que eché a llorar. Don Juan tenía razón. Siempre había tenido razón. Yo vivía en un mundo lleno de misterio y, como todos los demás, era un ser lleno de misterio, y, sin embargo, no tenía más importancia que un escarabajo. Me sequé los ojos y, al frotarlos con el dorso de la mano, vi un hombre, o algo con figura humana. Se hallaba a mi derecha a unos cincuenta metros de distancia. Me senté, erguido, y me esforcé por mirar. El sol estaba casi en el horizonte y su resplandor amarillo me impedía tener una visión clara. En ese instante oí un rugido peculiar. Era como el sonido de un distante aeroplano a reacción. Cuando me concentré en él, el rugido aumentó hasta ser un agudo zumbar metálico, y luego, suavizándose, se volvió un sonido hipnótico, melodioso. La melodía era como la vibración de una corriente eléctrica. La imagen que acudió a mi mente fue la de que dos esferas electrizadas se unían, o dos bloques cúbicos de metal eléctrico se frotaban entre sí y, al estar perfectamente nivelados el uno con el otro, se detenían con un golpe. Nuevamente me esforcé por ver si podía distinguir a la persona que parecía esconderse de mí, pero no detecté sino una forma oscura contra los arbustos. Puse las manos sobre los ojos formando una visera. En ese instante cambió el brillo del sol y advertí que sólo veía una ilusión óptica, un juego de sombras y follaje.
Aparté los ojos y vi un coyote que cruzaba el campo en trote calmoso. Estaba cerca del sitio donde yo creía haber visto al hombre. Recorrió unos cincuenta metros en dirección al sur y luego se detuvo, dio la vuelta y empezó a caminar hacia mí. Di unos gritos para asustarlo pero siguió acercándose. Tuve un momento de aprensión. Pensé que tal vez estaba rabioso y hasta se me ocurrió juntar piedras para defenderme en caso de un ataque. Cuando el animal estuvo a tres o cuatro metros de distancia, noté que no se hallaba agitado en forma alguna; al contrario, parecía tranquilo y sin temores. Amainó su paso, deteniéndose a un metro o metro y medio de mí. Nos miramos, y el coyote se acercó más aún. Sus ojos pardos eran amistosos y límpidos. Me senté en las rocas y el coyote se detuvo, casi tocándome. Yo estaba atónito. Jamás había visto tan de cerca a un coyote salvaje, y lo único que se me ocurrió entonces fue hablarle. Lo hice como si hablara con un perro amistoso. Y entonces me pareció que el coyote me respondía. Tuve una absoluta certeza de que había dicho algo. Me sentí confuso, pero no hubo tiempo de ponderar mis sentimientos, porque el coyote volvió a "hablar". No era que el animal pronunciase palabras como las que suelo escuchar en voces humanas; más bien yo "sentía" que estaba hablando. Pero no era tampoco la sensación que uno tiene cuando una mascota parece comunicarse con su amo. El coyote en verdad decía algo; transmitía un pensamiento y esa comunicación se producía a través de algo muy similar a una frase. Yo había dicho: "¿Cómo estás, coyotito?" y creí oír que el animal respondía: "Muy bien, ¿y tú?" Luego el coyote repitió la frase y yo me levanté de un salto. El animal no hizo un sólo movimiento. Ni siquiera lo alarmó mi repentino brinco. Sus ojos seguían claros y amigables. Se echó y, ladeando la cabeza, preguntó: "¿Por qué tienes miedo?" Me senté frente a él y llevé a cabo la conversación más extraña que jamás había tenido. Finalmente, me preguntó qué hacía yo allí y le dije que había venido a "parar el mundo". El coyote dijo "¡Qué bueno!" y entonces me di cuenta de que era un coyote bilingüe. Los sustantivos y verbos de sus frases eran en inglés, pero las conjunciones y exclamaciones eran en español. Cruzó por mi mente la idea de que me hallaba en presencia de un coyote chicano. Eché a reír ante lo absurdo de todo eso, y reí tanto que casi me puse histérico. Entonces, la imposibilidad de lo que estaba pasando me golpeó de lleno y mi mente se tambaleó. El coyote se incorporó y nuestros ojos se encontraron. Miré los suyos fijamente. Sentí que me jalaban, y de pronto el animal se hizo iridiscente; empezó a resplandecer. Era como si mi mente reprodujese la memoria de otro suceso que había tenido lugar diez años antes, cuando, bajo la influencia del peyote, presencié la metamorfosis de un perro común en un inolvidable ser de iridiscencia. Era como si el coyote hubiera provocado el recuerdo, y la imagen de aquel suceso anterior, invocada, se superpusiera a la forma del coyote; el coyote era un ser fluido, líquido, luminoso. Su luminosidad deslumbraba. Quise proteger mis ojos cubriéndolos con las manos, pero no podía moverme. El ser luminoso me tocó en alguna parte indefinida de mí mismo y mi cuerpo experimentó una tibieza y un bienestar indescriptibles, tan exquisitos que el toque parecía haberme hecho estallar. Me transfiguré. No podía sentir los pies ni las piernas, ni parte alguna de mi cuerpo, pero algo me sostenía erecto.
No tengo idea de cuanto tiempo permanecí en esa posición. Mientras tanto, el coyote luminoso y el monte donde me hallaba se disolvieron. No había ideas ni sentimientos. Todo se había desconectado y yo flotaba libremente.
De súbito, sentí que mi cuerpo era golpeado, y luego envuelto por algo que me encendía. Tomé conciencia entonces de que el sol brillaba sobre mí. Yo distinguía vagamente una cordillera distante hacia el occidente. El sol casi se ocultaba en el horizonte. Yo lo miraba de frente, y entonces vi las "líneas del mundo". Percibí en verdad una extraordinaria profusión de líneas blancas, fluorescentes, que se entrecruzaban en todo mi alrededor. Por un momento pensé que tal vez se trataba del sol refractado por mis pestañas. Parpadee y volví a mirar. Las líneas eran constantes, y se superponían a todo cuanto había en torno, o lo atravesaban. Me di vuelta y examiné un mundo insólitamente nuevo. Las líneas eran visibles y constantes aunque yo no diera la cara al sol.
Me quedé allí en estado de éxtasis, durante lo que pareció un tiempo interminable; todo debe haber durado sólo unos minutos, acaso únicamente el tiempo que el sol brilló antes de llegar al horizonte, pero para mí fue una eternidad. Sentía que algo tibio y reconfortante brotaba del mundo y de mi propio cuerpo. Supe haber descubierto un secreto. Era tan sencillo. Experimentaba un torrente desconocido de sentimientos. Nunca en toda mi vida había tenido tal euforia divina, tal paz, tan amplio alcance, y, sin embargo, no me era posible traducir el secreto a palabras, ni siquiera a pensamientos, pero mi cuerpo lo conocía.
Luego me dormí o me desmayé. Cuando volví a cobrar conciencia de mí, yacía sobre las rocas. El mundo era como yo siempre lo había visto. Estaba oscureciendo, y automáticamente inicié el regreso hacia mi coche.
Don Juan estaba solo en su casa cuando llegué a la mañana siguiente. Le pregunté por don Genaro y dijo que andaba por allí, haciendo un mandado. Inmediatamente empecé a narrarle las extraordinarias experiencias que tuve. Escuchó con obvio interés.
-Sencillamente has parado el mundo -comentó..."
Carlos Castaneda: Viaje a Ixtlan.
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