domingo, 21 de diciembre de 2008

Introducción

"Apenas somos conscientes de la extraordinaria singularidad de nuestra propia postura, de modo que nos resulta muy difícil admitir el hecho evidente de que haya existido un consenso filosófico único, de amplitud universal, que ha sido sostenido por muchos (hombres y mujeres) que han compartido las mismas experiencias y han transmitido esencialmente la mismas enseñanzas, hoy o hace seis mil años, y desde Nuevo México en el Lejano Oeste hasta Japón en el Lejano Oriente."
Alan Watts.


Siempre ha habido un modelo ortodoxo de pensamiento difundido por alguna institución encargada de inventar y pregonar el discurso de valores dominante. Hoy, para muchos, la nueva iglesia es la ciencia, y su ética, el neoliberalismo. Con la llegada de la modernidad el universo se ha transfigurado en un continuo material de átomos ilustrados y el hombre en un azaroso subproducto de los caprichos de la evolución.

La mente humana es un molesto epifenómeno que no tiene cabida en las nuevas ecuaciones de control. Cualquier rastro de significado se ha diluido en el magma gris de un mundo neutro. Estamos en la era del cyberhombre unidimensional. Dios ha muerto y su criatura agoniza huérfana de Ser. Este ha sido uno de los legados de la modernidad. Desechando los viejos mitos, hemos exiliado nuestra humanidad a un cementerio de residuos industriales.

Pero, al margen del Pensamiento Único, a pie de página del discurso dominante, por encima de modas o intereses, sobrenada lo que, para muchos, ha sido la Verdad. Una Verdad que necesariamente ha de ser Única, inmutable e idéntica a sí misma. Una Verdad que, a pesar del actual eclipse de valores, nunca ha dejado de brillar.

Y lo que es más, esa Verdad ha sido conocida y difundida durante la mayor parte de la historia. Estoy hablando de un acuerdo filosófico universal que conforma un corpus que, arropado por los diferentes lenguajes de cada tradición, palpita, siempre igual a sí mismo, en el corazón y en la palabra de todos los hombres sabios.

Este consenso es el centro de la esfera, la médula viva de cualquier enfoque perenne de la sabiduría: un núcleo común, un mismo tronco, una misma estructura profunda que se manifiesta de diferentes formas en cada momento histórico particular, pero que hermana a la mayoría de las tradiciones de pensamiento universal: budismo, hinduismo, cristianismo gnóstico y patrístico, sufismo, platonismo, filosofía griega... Todas las líneas de conocimiento (que no las de fe) están de acuerdo en lo esencial y de ellas se desprende una misma y única enseñanza: la sophía perennis.

Esta Sabiduría alcanza su máximo en torno al siglo VI a.c. –el siglo de Buda en Oriente, Lao Tse en China, Zoroastro en Persia y los presocráticos en Occidente– y recorre toda la antigüedad. El término philosophia perennis es rescatado por Leibniz de los escritos del teólogo medieval Augustine Steuch y más tarde popularizado por Aldous Huxley. La philosophia perennis es la fuente original, el alma que nutre, de una u otra manera, la gran mayoría de las escuelas filosóficas de todos los tiempos.

Muchos son los mimbres que entretejen esta estructura iniciática y holográfica en la que cada hebra implica y necesita a todas las demás como en un prisma perfecto. Sólo hay que empezar a tirar del hilo, perderse en el laberinto, atravesar el portal de la sabiduría en busca de la llama del grial.

1. No creas en nada: conoce, constata y verifica.
En todo saber, lo primero es el método. Y en el Saber de los saberes, el método sólo puede ser el más estricto de los métodos científicos. Puesto que buscamos conocimiento y no fe, necesitaremos pruebas, evidencias y datos en lugar de dogmas o creencias. La fe es contraria a la sabiduría, ya que no hay necesidad alguna de creer en aquello que ya se conoce. En palabras de Buda: "No creas en nada ni en nadie, sólo en aquello que puedas verificar y constatar por el análisis de la razón y la luz de tu consciencia". Éste es, sin duda, el más exigente de los métodos experimentales. La verdad sólo habita en la propia consciencia. Utilízate a ti mismo como laboratorio de pruebas, y que la sinceridad y la autenticidad sean el único criterio de verdad. Aprende a desarrollar la tecnología interior, endógena, a través del control de la propia mente. Y cuando domines tu mente, sabrás quién maneja los hilos del autómata. El Ser se revelará como condición única de la existencia y de tu existencia. Sabrás, en definitiva, quién eres tú.

2. Vive anclado en el presente. Aquí y ahora: esa es la única realidad.
Haz las cosas por sí mismas (el futuro y el pasado no existen), sigue el imperativo categórico y nunca busques provecho personal, ya que la consciencia, la Vida que riega todos los seres, es la misma vida que tú compartes y todo lo que le hagas al prójimo te lo estás haciendo sólo a ti mismo. El Yo Soy último, el testigo del teatro de la consciencia, el Ser que arde detrás de ti, es el mismo Ser en cada hombre. Cuando alguien dice "soy" se refiere al mismo "soy" que tú eres. Sólo cambia la perspectiva, lo esencial (lo invisible) siempre permanece. La aparente diversidad de lo real no es más que un juego de espejos, una ilusión de simetría, una figura geométrica que brilla en el fondo del caleidoscopio. La unidad es la condición de la multiplicidad. Los muchos son el uno.

3. Ámalo todo porque Tú eres Todo.
Todo está interrelacionado en un único gran proceso. Mi cuerpo o mi cerebro se componen –son– del mismo polvo de estrellas que constituye la roca, el árbol o el río y están en continua interrelación con el entorno. Nada está cerrado ni es independiente, sino que todos los sistemas se entrecruzan. Todo carece de esencia propia, pues el ser de las cosas lo impongo yo desde mi mente lógica y lingüística. No hay distancia entre el sujeto y el objeto. Si Yo me apago, todo se apaga. Cualquier frontera es artificial, no hay dentro ni fuera ni arriba ni abajo, principio ni final. En el Ser no hay fracturas ni hiatos, sólo pura esencia. Pensarte como un ego separado, como un ser cognitivo independiente no es más que una ilusión, un velo, una mentira.

4. Tu esencia es el vacío.
El espacio no está en ninguna parte (puesto que si así fuera estaría en más espacio), y el tiempo no transcurre en ningún sitio. Tú eres aquel que observa el tiempo y el espacio (el ojo que puede verlo todo menos a sí mismo) y por lo tanto ni eres tiempo ni eres espacio: eres eternidad y vacío, el receptáculo del devenir, el lugar donde los acontecimientos suceden, el vacío donde cohabitan todas las potencias. O, por decirlo con un aforismo hindú: "tú eres sólo aquello que no se puede perder en un naufragio"; es decir, lo que permanece después de haberte despojado de tus posesiones, de tu cuerpo y de tu mente. El desapego es el único camino de conocimiento: el que no quiere nada, ya lo tiene Todo.

5. Finalmente, sé quien eres.
Despertar la sabiduría interior implica el más exigente examen de sinceridad con uno mismo para conocerse y vivenciarse con integridad y coherencia. Sé igual a ti mismo, es decir, sé fiel a la naturaleza de las cosas porque tú no eres más que un hilo enhebrado al tejido inconsútil del Kosmos: las nubes vuelan en tu cabeza y el océano fluye, literalmente, por tus venas. Tu corazón es el anima mundi y tu rostro, el rostro original del universo. Reconócete como esencia y como consciencia y atrévete a ser quien eres.


Hemos visto una aproximación parcial y sesgada de las infinitas formulaciones posibles de la filosofía perenne, ya que el sentido último de la existencia está más allá de la lógica de las palabras. El lenguaje no es más que una mera parte y por lo tanto nunca puede apresar al Todo, aunque sí pueda señalarlo. La Verdad es inexpresable, amorfa e inefable (que no incognoscible) y se concreta y cristaliza para cada buscador en un perpetuo baile de disfraces.

Hay que señalar que estas enseñanzas no constituyen una filosofía a la manera occidental, es decir, un mero conocimiento especulativo, sino que configuran una auténtica gnosis teórica y práctica. La sabiduría debe experimentarse y actualizarse en cada hombre y los métodos para conseguirlo son variados: meditación, yoga, enteogenia… Pero estos no son más que apoyos, muletas y herramientas, que facilitan el camino de la transformación interior, de la muerte del pequeño ego y del nacimiento del auténtico Yo profundo.

El premio final que espera al que se embarque en el camino de la sabiduría no puede ser más suculento: se trata de la felicidad verdadera y de la libertad incondicionada. Una serenidad que no depende de las fluctuaciones exteriores sino que es la condición misma de toda condición, el sustrato eterno sobre el que se despliega la exhuberancia del Espíritu. Más allá del reino de los fenómenos descansa la luz de la felicidad. La vida se sustenta sobre la tramoya invisible de la eternidad en cuyo reino la sabiduría y la felicidad, el deber y el querer, se confunden en un único y comprehensivo abrazo, un juego cósmico, una danza universal a la que todos estamos invitados. Gnosce Te Ipsum.

Fuentes:

Rafa Millán

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