domingo, 28 de diciembre de 2008

La virginidad del alma

Intravit Iesus in quoddam castellum et mulier quaedam,
Martha nomine, excepit illum in domun suam.
(Lc 10, 38)

He pronunciado primero unas palabras en latín, que están escritas en el Evangelio y que en alemán suenan así: "Nuestro Señor Jesucristo subió a una ciudadela y fue recibido por una virgen, que era mujer".

Ahora prestad atención a esta palabra: quien recibió a Jesús tenía que ser necesariamente virgen. Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen extraña, tan vacío como cuando todavía no era. Mirad, ahora podríamos preguntar: ¿cómo puede, el hombre que ha nacido y alcanzado una vida intelectual, quedar vacío de toda imagen como cuando todavía no era? ¿No es cierto que sabe mucho de cuanto son las imágenes? ¿Cómo puede, sin embargo, estar vacío? Ahora atended a la distinción que os quiero comunicar. Si yo fuera en tal forma intelectual que todas las imágenes comprendidas desde siempre por todos, además de las que están en Dios mismo, estuvieran en mí, intelectualmente, y si a pesar de ello yo no sintiera apego por ninguna de ellas, ni hubiera tomado en propiedad nada de ellas, ni en el hacer, ni en el dejar de hacer, ni en el antes ni en el después; si, antes bien, estuviera en el ahora presente, libre y vacío, por amor de la voluntad divina, para cumplirla sin interrupción, entonces, verdaderamente ninguna imagen se me interpondría y yo sería, verdaderamente, virgen como lo era cuando todavía no era.

Que el hombre sea virgen, sin embargo, no le priva en absoluto de las obras que ha realizado; nada le impide ser virginal y libre, sin impedimento alguno frente a la verdad suprema, de la misma manera que Jesús está vacío y es libre y virginal en sí mismo. Como dicen los maestros, sólo lo semejante tiene motivo para la unión con lo semejante; por eso el hombre debe ser virgen y sin macha, si quiere concebir al Jesús virginal.

Ahora ¡atended y observad con aplicación! Si el hombre fuera siempre virgen, no daría ningún fruto. Para hacerse fecundo, es necesario que sea mujer. "Mujer" es la palabra más noble que puede atribuirse al alma y es mucho más noble que "virgen". Es bueno que el hombre conciba a Dios en sí mismo, y en esa concepción él es puro y sin mancha. Es mejor, sin embargo, que Dios fructifique en él, pues la fecundidad del don no es más que la gratitud del don, y así el espíritu se hace mujer en la gratitud que renace y en la cual el hombre engendra, de nuevo, a Jesús en el corazón paterno de Dios.

Muchos dones buenos son concebidos en la virginidad; pero no son engendrados, de nuevo, en Dios por la fecundidad femenina en una alabanza de gratitud. Los dones perecen y se anonadan, de suerte que, por su causa, el hombre no llega a ser nunca más bienamado ni mejor. Entonces su virginidad de nada le sirve, porque más allá de su virginidad no llega a ser una mujer plenamente fecunda. Ahí está lo malo; y por eso he dicho: "Jesús subió a una ciudadela y fue recibido por una virgen, que era mujer". Y esto debe ser así, tal como os acabo de mostrar.

Los esposos raramente dan más de un fruto al año. Pero ahora estoy pensando en otra clase de esposos: todos los que se hallan apegados a las oraciones, los ayunos, las vigilias y los diversos ejercicios y penitencias exteriores. Todo apego en la acción que te prive de la libertad de estar en ese ahora presente al servicio de Dios y de seguirlo sólo a él en la luz por la cual te guiaría en el hacer y en el dejar de hacer, libre y nuevo en cada instante, como si no tuvieras otra cosa, ni la quisieras o pudieras hacer; todo apego y toda intención en la acción, siempre que te prive de la nueva libertad, a eso llamo ahora "un año", pues por su causa tu alma no da ningún tipo de fruto, mientras no ha realizado la acción que has emprendido como algo propio; y no confías en Dios ni en ti mismo antes de haber realizado la acción que has concebido como tuya; de otra manera no hallas paz. Por eso no das fruto si no has realizado tu obra. A esto considero "un año", y, con todo, el fruto es pequeño pues no procede de la libertad, sino del apego en la acción. A esa gente es a quien llamo "esposos", porque están apegados a lo propio y dan poco fruto que, además, es pequeño, como ya he dicho.

Una virgen que es mujer es libre y está desapegada de lo propio y siempre se halla tan cerca de Dios como de sí misma. Da muchos frutos, y son grandes, ni más ni menos que Dios mismo. Ese fruto y ese nacimiento proceden de una virgen que es mujer y da frutos todos los días, cien o mil veces, incontables veces, dando a luz y siendo fecunda desde el fondo más noble; mejor dicho: llega a ser fecunda coengendrando a partir del mismo fondo del que el Padre da nacimiento a su Verbo eterno. Jesús, luz y reflejo del corazón paterno –san Pablo dice que es una gloria y un reflejo del corazón paterno que lo atraviesa violentamente con sus rayos (Heb 1, 3)-, este Jesús está unido a ella y ella a él, y ella brilla y resplandece con él como un único uno y como una luz pura y clara en el corazón paterno.

Más de una vez he dicho que en el alma hay una potencia a la que no afectan ni el tiempo ni la carne; fluye del espíritu y permanece en el espíritu y es completamente espiritual. Dios se halla en esa potencia tan reverdecido y floreciente, con toda la alegría y gloria, como es en sí mismo. Allí hay una alegría tan cordial e indescriptible que nadie sabe hablar de ella con propiedad. En esa potencia el Padre eterno engendra a su Hijo eterno, sin cesar, de manera que esta potencia coengendra al Hijo y a sí misma, como el mismo Hijo en la potencia única del Padre. Si un hombre tuviera todo un reino o todos los bienes de la tierra y Dios le diera entonces todo el sufrimiento, como nunca lo ha dado a nadie, y él lo sufriera completamente hasta su muerte, entonces, si Dios le permitiera por una sola vez contemplar cómo él (Dios) está en esa potencia, sería tan grande su alegría que todo su sufrimiento y su pobreza habrían sido todavía demasiado poco. Ah, incluso si después de todo Dios jamás le concediera el reino de los cielos, la recompensa por todo el sufrimiento habría sido muy grande; pues Dios se halla en esa potencia como en el ahora eterno. Si el espíritu estuviera siempre unido a Dios en esa potencia, el hombre no podría envejecer; pues el instante en el que Dios creó al primer hombre y el ahora en el que el último hombre desaparecerá y el ahora en el que yo hablo son iguales en Dios y no son más que un solo y mismo ahora. Ahora mirad, ese hombre habita en una sola y misma luz con Dios; por eso en él no hay sufrimiento ni paso del tiempo, sino una eternidad siempre igual. A ese hombre, verdaderamente, se le ha privado de todo asombro y todas las cosas están en él de forma esencial. Por ello no recibe nada nuevo de las cosas futuras ni de ninguna casualidad, pues habita en un presente siempre nuevo sin interrupción. Tal es la majestad divina que se halla en esa potencia.

Hay, todavía, otra potencia, igualmente incorpórea, que fluye del espíritu y permanece en él y es siempre espiritual. En esa potencia Dios luce y arde con todo su reino, con toda su dulzura y con toda su delicia. Verdaderamente en esa potencia hay una alegría y una delicia tan grandes y sin medida que nadie es capaz de explicar ni revelar. Por otro lado digo: si hubiera un hombre que con el intelecto y según la verdad mirara por un instante la delicia y alegría que hay en su interior, todo el sufrimiento que pudiera padecer y que Dios permitiera le sería bien poca cosa y una nonada; digo más: incluso le sería una alegría y un descanso.

Si quieres saber bien si tu sufrimiento es tuyo o de Dios, debes reconocer lo siguiente: si sufres por ti mismo, sea en la forma que sea este sufrimiento, te causa dolor y te cuesta soportarlo. Si, por el contrario, sufres por Dios y sólo por él, entonces no te causa dolor y no te resulta pesado, pues Dios lleva la carga. En verdad, si hubiera un hombre que quisiera sufrir por Dios y sólo por el amor de Dios y sobre él cayera todo el sufrimiento padecido por los hombres y con el que carga el mundo entero, no le causaría dolor y tampoco le resultaría una carga, porque Dios llevaría el peso. Si alguien cargara sobre mis espaldas un quintal y otro sostuviera el peso, me daría igual cargar con cien que con uno, pues no me resultaría pesado y tampoco me causaría dolor. Dicho brevemente: lo que el hombre sufre por Dios y sólo por él, Dios se lo hace liviano y dulce. Por eso he dicho al comienzo, cuando empezamos nuestro sermón: "Jesús subió a una ciudadela y fue recibido por una virgen, que era mujer". ¿Por qué? Necesariamente tenía que ser una virgen y además mujer. Ahora bien, os he dicho que Jesús fue recibido, pero no os he dicho qué es la ciudadela y esto lo quiero hacer ahora.

Algunas veces he dicho que en el espíritu hay una potencia y sólo ella es libre. A veces he dicho que es una custodia del espíritu; otras he dicho que es una luz del espíritu y otras veces que es una centella. Pero ahora digo que no es ni esto ni lo otro, y sin embargo es algo que está por encima de esto y lo otro y por encima de lo que el cielo lo está sobre la tierra. Por eso la llamo, ahora, de la manera más noble que nunca he hecho y, con todo, se burla tanto de la nobleza como del modo y queda por encima de ellos. Está libre de todo nombre y desnuda de toda forma, totalmente vacía y libre, como vacío y libre es Dios en sí mismo. Es tan completamente una y simple como uno y simple es Dios, de manera que no se puede mirar en su interior. Esa misma potencia de la que estoy hablando, en la que Dios se halla dentro, floreciendo y reverdeciendo con toda su deidad, y el espíritu (floreciendo) en Dios, en esa misma potencia el Padre engendra a su Hijo unigénito, de forma tan verdadera como en sí mismo, pues verdaderamente él vive en esta potencia; y el espíritu engendra con el Padre al mismo Hijo unigénito y a sí mismo como el mismo Hijo y es el mismo Hijo en esa luz y es la verdad. Si pudierais captar esto con el corazón, entenderíais bien lo que digo, pues es verdad y la verdad misma lo dice.

Mirad, ¡atended ahora! La ciudadela en el alma de la que hablo y en la que pienso es en tal forma una y simple, y está por encima de todo modo, que la noble potencia de que os acabo de hablar no es digna de echar jamás una mirada en su interior, aunque sea una sola vez, y tampoco la otra potencia de la que he hablado y en la que Dios brilla y arde con su reino y su delicia, tampoco se atreve a mirar nunca en el interior; tan completamente una y simple es esa ciudadela por encima de todo modo y toda potencia se halla ese único uno que nunca potencia alguna ni modo, ni siquiera el mismo Dios, pueden mirar en su interior. ¡Totalmente cierto y tan verdad como que Dios vive! Dios mismo, en tanto que es según el modo y la propiedad de sus personas, no se asoma allí ni por un solo instante, ni jamás ha mirado en su interior. Esto es fácil de observar, pues ese único uno es sin modo y sin propiedades. Por eso, si Dios quiere alguna vez asomarse en su interior, le costará necesariamente todos sus nombres divinos y sus atributos personales; si quiere echar una mirada en su interior, es necesario que lo deje absolutamente todo fuera. En la medida en que es un uno simple, sin modo ni propiedad, allí no es ni Padre, ni Hijo, ni Espíritu Santo; y, sin embargo, es un algo, que no es ni esto ni lo otro.

Mirad, en la medida en que él es uno y simple se aloja en ese uno, que llamo una ciudadela en el alma, y si no es así no puede entrar allí de ninguna manera; sólo así penetra y se halla en su interior. Ésa es la parte por la que el alma es igual a Dios y ninguna otra. Lo que os he dicho es verdad: pongo a la verdad por testigo ante vosotros y a mi alma como prenda.

Que Dios nos ayude a ser una ciudadela, a la que Jesús suba y sea recibido y permanezca eternamente en nosotros en la manera que os acabo de decir. Amén.

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