domingo, 28 de diciembre de 2008

Algunas características de la mística eckhartiana

A) El carácter especulativo de su misticismo.

La mística de Eckhart tiene carácter especulativo-intelectual, pero cuando se la caracteriza así hay que pensar en un entendimiento, iluminado que supera la razón humana para dejarse inspirar por la inteligencia divina. Es típico de él que diga alguna vez: «Por entre los siete dones, el don de la sabiduría es el más noble». Para él la posibilidad de conocer va desde arriba hacia abajo, en cuanto a su jerarquía. «[El] conocimiento va a la cabeza. Es un príncipe y busca su reinado en lo más elevado y acendrado, y luego se lo pasa al alma y el alma se lo pasa a la naturaleza y la naturaleza a todos los sentidos corporales». En la práctica espiritual, empero, las cosas son al revés: «La naturaleza no salta por encima de nada; siempre comienza a obrar en la parte más baja y sigue obrando así hasta llegar a lo más elevado».

Esta diferenciación entre meta y camino, entre jerarquía y proceso natural, hace distinguir también entre alma y espíritu. La primera sería «el principio de animación que actúa en el cuerpo», el segundo «la idea de este principio, independiente del espacio y del tiempo». Eckhart explica una vez: «Nuestro Señor llamaba alma a su espíritu creado, por cuanto le daba vida al cuerpo y estaba unida con los sentidos y la facultad intelectual». Pero el espíritu creado no es lo primero; él es sólo un reflejo débil e imperfecto del espíritu increado acerca del cual giran los pensamientos del maestro y al que intenta llegar, vinculando con él una parte del alma; dicho con otras palabras, buscando un punto de unión entre Dios y el alma humana.


B) El predicador «difícil» y sus aparentes contradicciones.

Indudablemente, Eckhart exige mucho de sus oyentes e incluso tuvo que defenderse aún en vida contra un reproche que tampoco se acalló después de su muerte: ha expuesto los problemas más difíciles a gente iletrada, tratando temas y aspectos que —según la opinión de sus críticos— debería haber reservado para la enseñanza en latín, o sea la lengua universal de los doctos. Una vez, él explica el porqué de su actuación, diciendo:
«Dirán también que estas enseñanzas no se deberían decir ni escribir para la gente iletrada. A eso digo: Si no se debe enseñar a la gente iletrada, nunca nadie llegará a letrado y en consecuencia nadie sabrá enseñar o escribir. Porque se enseña a los iletrados para que de iletrados se conviertan en letrados. Si no hubiera cosas nuevas, nada llegaría a ser viejo».

A continuación remite a sus críticos al comienzo del Evangelio de San Juan, donde se exponen los temas más sublimes y más difíciles de entender sin tomar en cuenta que posteriormente se han producido muchas interpretaciones equivocadas.

Por otra parte, el maestro es el primero en reconocer que no todos pueden acompañarlo en su vuelo hacia lo inefable. Los tranquiliza, diciéndoles: «Quien no lo comprende, que no se preocupe». Y, en otra oportunidad les explica:
«Quien no comprende este discurso, no debe afligirse en su corazón. Pues, mientras el hombre no se asemeje a esta verdad, no habrá de comprender este discurso; porque se trata de una verdad no velada que ha surgido inmediatamente del corazón de Dios».

También les dice en tono de prevención:
«Si no la comprendéis [la verdad de que hablaré a continuación], no os preocupéis, porque hablaré de una verdad tal que sólo unas pocas personas buenas habrán de comprenderla».

Pero la verdad subsiste independientemente de la comprensión de sus oyentes:
«Si pudierais entender [las cosas] con mi corazón, comprenderíais bien lo que digo; porque es verdad y la misma Verdad lo dice».

Guiado por esa Verdad, Eckhart suele partir en sus tratados y sermones de uno o varios textos bíblicos a los cuales cita a menudo con cierta libertad, de acuerdo con la idea que desea expresar y explicar. En general, su método de interpretación corresponde a las usanzas de su época. Busca símiles y metáforas para aclarar los pasajes bíblicos. Una vez da una como regla de interpretación para la Sagrada Escritura: «Si hay en ella una cosa de sentido burdo, hace falta interpretarla; pero para hacerlo se necesita del símil». Así lo enseñan, según él, los maestros. Además y sobre todo, insiste en la necesidad de hallar el sentido oculto, el mensaje simbólico trascendental por debajo de la interpretación literal. Lógicamente, este buceo en las honduras de la Sagrada Escritura lo convierte a veces en escritor y predicador «difícil». Fuera de las dificultades que ofrece la tradición defectuosa sobre todo de sus sermones —ya mencionada anteriormente— la interpretación sistemática se halla ante otro escollo: el hecho de que su doctrina no fue expuesta en forma lógicamente continuada, sino que se halla dispersa en sus homilías. Un estudioso tan empapado de la obra latina, como es su editor Josef Koch, ha confesado: «A pesar de haberme ocupado de él durante largos años, no puedo afirmar que yo comprenda todo cuanto escribió». Koch se refiere en primer término a la obra escrita en latín, pero sus observaciones pueden aplicarse lo mismo a la obra alemana. Este autor opina: «Nos hallamos en la situación —acaso no repetida en ningún otro pensador de la Edad Media— de que tenemos que descifrar la metafísica de Eckhart partiendo de sus comentarios a la Sagrada Escritura». En verdad —una verdad insoslayable— sólo un místico de la talla del Maestro Eckhart sería capaz de tener una comprensión intuitiva, igualmente difícil de ser expresada en forma discursiva. Por ello, ante semejante obra, sólo puede haber aproximaciones, «balbuceos» y al final, el humilde silencio, tal como en forma incomparablemente más elevada lo guardan los verdaderos espíritus iluminados ante lo «inefable».

Un capítulo especial lo constituyen, también, las aparentes contradicciones en la obra eckhartiana, las que, a primera vista, parecen excluirse mutuamente. Si, por de pronto, pasamos por alto el estado muchas veces insatisfactorio de los textos, hay a mi modo de ver dos explicaciones para tal situación, las cuales permiten, una vez enfocadas en su significado ulterior, una aproximación más comprensiva y constructiva al mundo espiritual del gran místico.

1)- Eckhart tiene en cuenta los diferentes estados anímicos, las posibilidades espirituales de sus oyentes más o menos avanzados. Aquello que para una persona ya constituye una perfección difícilmente alcanzable, para otra permanece muy por debajo de sus posibilidades. Él debe ir más lejos, tanto en su entendimiento como en su práctica espiritual y ascética, y puede hacerlo gracias a sus condiciones intelectuales y morales. Se trataría en el fondo de lo que se ha llamado «gradualismo» con miras a la literatura medieval, cuyos «rasgos decisivos» —así dice Günther Müller— fueron tomados antes que nada de «la obra de toda la vida» de Santo Tomás de Aquino, que es «revolucionaria en el método de investigación». Müller entiende por «gradualidad» el hecho de que «el mundo sea ordenado en capas o escalones de realidad». En el gradualismo se trata de una «diferencia de esencia». En el orden práctico «toma en consideración las condiciones especiales, de modo que, para él, dos actos considerados en lo absoluto como iguales, en sus distintas inserciones reales, tienen valor diferente». Dicho en otras palabras, Eckhart habla, ya sobre un escalón más bajo, ya llegando a la cúspide de lo apenas expresable. Esto puede tener dos motivos: primero, la finalidad que se ha propuesto en determinado sermón y segundo, un desarrollo en las concepciones del propio predicador, hecho que, sin embargo, hasta el momento no se ha podido investigar —y muy posiblemente no se logrará tampoco en el futuro—, ya que presupondría establecer una cronología exacta de toda la obra eckhartiana.

2) El maestro trata de aprehender lo más sublime mediante una precisión cada vez más refinada de aquello que en el fondo resulta inefable para el ser humano. Se parece a un caminante que avanza por un sendero de altura que corre en espiral. Desde los diferentes puntos a que llega, se sirve, como de muleta, de expresiones cada vez más osadas para explicar lo inexplicable y difícilmente o nada comunicable. Hoy en día, cuando se tiene mayor conocimiento de las prácticas místicas orientales, se puede encontrar un cierto paralelismo en el budismo Zen.

Por otra parte, no parece casualidad que Nicolás de Cusa, buen conocedor de la obra de Eckhart, haya ubicado en el centro de su filosofar la idea de la coincidentia oppositorum (la coincidencia de los opuestos) que se da en Dios. «La concepción mística —así afirma Quint— se halla por entre el sí y el no en la esfera de la coincidentia oppositorum».


C) La «idea única» de Eckhart y su enfoque desde diferentes ángulos.

La voz popular dijo del «santo e insigne maestro, fray Eckhart» que «Dios nunca le ocultó nada». En sus tratados y sermones, el maestro luchaba incansablemente por conducir a sus lectores y oyentes a lo Uno simple que se halla más allá de toda multiplicidad y que, sin embargo, constituye la fuente y el origen de todo cuanto existe en su diferenciación. Por ello se ha dicho del Maestro Eckhart que constituye su grandeza el que en el fondo no tenga sino una sola idea bastante profunda y sublime para vivir y para morir. Esta única idea fundamental y nuclear de Eckhart, desde la cual se han desarrollado y, por otra parte, orientado todas las demás ideas, es la que se refiere al Nacimiento de la Palabra en el alma. Ha desconocido a Eckhart quien no ha comprendido que el Nacimiento del Hijo por el Padre divino en la chispa del alma constituye la única razón, el contenido y el fin de la prédica de Eckhart, y otorga a sus exposiciones una, casi diría yo, monotonía grandiosa.

Según Josef Bernhart «ha querido conquistar el mundo para una sola idea». Pero, a partir de esta idea principal se va originando una multiplicidad de planteos, se esboza un proceso vivo que, sin menospreciar las necesarias actividades en el mundo, se eleva paso a paso hacia las alturas de la unio mystica.

En uno de sus sermones Eckhart resume sus temas principales, diciendo:
Cuando predico suelo hablar del desasimiento y del hecho de que el hombre se libre de sí mismo y de todas las cosas. En segundo término [suelo decir] que uno debe ser in-formado otra vez en el bien simple que es Dios. En tercer término, que uno recuerde la gran nobleza que Dios ha puesto en el alma para que el hombre, gracias a ella, llegue hasta Dios de manera milagrosa. En cuarto término [me refiero] a la pureza de la natura divina… el resplandor que hay en la naturaleza divina, es cosa inefable. Dios es un Verbo, un Verbo no enunciado.

Esto es, según la acertada opinión de Koch, «no sólo un programa para las prédicas, sino ante todo el programa para el retorno hacia Dios».

Con las citadas palabras el propio Eckhart indica las principales exigencias que permiten el acceso a alturas cada vez más elevadas y alejadas de los apetitos y las actividades del «hombre exterior», al cual contrapone el «hombre interior». En este resumen se contienen prácticamente todas las reflexiones cuya meta consiste en realizar su propósito principal: la vinculación entre el alma y Dios mediante el Nacimiento del Verbo. Sin hacer el intento de establecer un sistema filosófico o teológico, trataremos más bien de dejarnos guiar por las palabras de Eckhart con las cuales se esfuerza por conducir a sus oyentes hacia la cúspide donde se ha de callar todo entendimiento meramente humano. Pero esto, sin que caigan en los excesos de un quietismo hostil al mundo y adverso al cumplimiento de las tareas cotidianas.

1) El desasimiento y «que el hombre se libre de sí mismo y de todas las cosas».

«El ánimo libre es capaz de hacer todas las cosas». Pero ¿qué es un ánimo libre y cómo se logra poseerlo? Eckhart contesta que tal proceso —y sabe que es un proceso que en esta vida nunca termina— necesita del desasimiento completo. Implica una renuncia decidida al sí mismo dondequiera que el hombre lo descubra en sus pensamientos y acciones. Y el acento recae, necesariamente, sobre la actividad interior, en el ser antes que en el hacer. «La gente nunca debería pensar tanto en lo que tiene que hacer; tendrían que meditar más bien sobre lo que son». El progreso espiritual no depende de procedimientos exteriores, como estar de vigilia, ayunar, etcétera. Si ayudan, en buena hora; si estorban, hay que dejarlos. El «modo» de avanzar no importa—y puede ser distinto para cada cual— pero sí, la integridad de la voluntad que decide sobre el valor del desasimiento.
«Quien renuncia a su voluntad y a sí mismo, ha renunciado tan efectivamente a todas las cosas como si hubieran sido de su libre propiedad y él las hubiese poseído con pleno poder».

Lo que se valoriza es el menor o mayor grado de la perfección que se impone desde dentro hacia fuera y comienza con una obediencia absoluta a la voluntad divina.
«Un avemaría pronunciado con tal disposición de ánimo, en la cual el hombre se despoja de sí mismo, es más útil que mil salterios leídos sin ella; sí, [dar] un paso con esta disposición, sería mejor que cruzar el mar careciendo de ella».

Pero justamente ésta es la tarea más difícil; una empresa que no termina jamás, pues
«en esta vida nunca hombre alguno se ha desasido de sí mismo sin haber descubierto que debe desasirse más aún».

Con mucha frecuencia la gente reza todos los días: «Hágase tu voluntad», pero cuando la voluntad divina se cumple, la voluntad de ellos se opone, se enojan en vez de hacerse «imagen y forma dentro de la voluntad divina». En tanto se sueña todavía con la idea de que se puede cumplir mejor con la voluntad divina hallándose aislado de los hombres, huyendo de tal o cual ambiente, no se ha comprendido nada del desasimiento verdadero. Esos hombres acaso tienen buena voluntad, pero una voluntad ajena a la de Dios. Hay que distinguir entre las dos formas de manifestación que tiene la voluntad. Una «es contingente y no esencial, otra es decisiva y creadora y habitual». Esta última es la que se vuelve deiforme. La primera, en cambio, no puede lograr nada en el reino del espíritu divino, porque proviene del individuo y «Dios nunca se entregó, ni se entregará jamás, a una voluntad ajena». En una de sus prédicas, Eckhart incluso enseña a sus oyentes que sería mejor decirle a Dios «Hágase tuya [la] voluntad» en vez de «Hágase tu voluntad», porque así la voluntad humana se calla por completo, ni siquiera pretende existir conforme a la voluntad divina. También en este caso son muchas las graduaciones posibles para acercarse y unirse a la voluntad divina. Unas son más perfectas, otras más imperfectas todavía.

En el proceso de desasimiento se incluye la renuncia a todo cuanto tiene carácter de creado, porque en cuanto creado carece de valor esencial. «Todas las criaturas son pura nada», y «Todo [cuanto hay en el hombre] está muy enfermo y corrupto». ¿Estaríamos entonces ante un pesimismo absoluto en lo que respecta a las posibilidades del ser humano? Eckhart se halla lejos de semejante planteo. Al final del camino señalado por él, las fuerzas renacen con toda la fecundidad original que habían perdido. Por más que Eckhart, como veremos luego, conciba la nobleza de una parte del alma humana y opine que todo cuanto existe recibe su ser de Dios, en el camino hacia Él hay que dejar atrás a las criaturas porque tal como se presentan exteriormente son perecederas y sólo atormentan al alma en su busca de Dios.

A diferencia de la opinión corriente de su época que insiste mucho en el valor de la pobreza exterior, para Eckhart el proceso de liberación del sí mismo y de las criaturas tiene su raíz en la pobreza espiritual, de modo que bien puede usar los bienes de este mundo quien estaría igualmente contento si tuviera que prescindir de ellos.
«Pueden comer con pleno derecho quienes estarían igualmente dispuestos a ayunar».

En este sentido también la imitación de Cristo no ha de evidenciarse, necesariamente, en la conducta exterior:
«Cristo hizo muchas obras con la intención de que lo siguiéramos espiritual y no materialmente».

Eckhart insiste una y otra vez en el valor y la necesidad de perfeccionar esa pobreza espiritual. Interesa señalar que — según Grundmann — «sólo en el movimiento de la piedad femenina en Alemania la idea de la pobreza espiritual se ha seguido desarrollando en dirección a su significado primordial-religioso… hacia la [concepción mística], o sea, la tendencia a la pobreza espiritual, interior».

Grundmann opina, con mucha razón, que el Maestro Eckhart ha desarrollado la idea «de la manera más enjundiosa en el gran sermón sobre la pobreza en espíritu». En ella se trata de una renuncia a todo cuanto pueda ser satisfacción interior, se predica la ecuanimidad ante la sensación de hallarse vinculado a Dios o frente a la experiencia interior de encontrarse privado de todo consuelo espiritual. En el sermón mencionado Eckhart ensalza el despojamiento perfecto de cualquier clase de consuelos o riquezas en el alma, hasta llegar a la afirmación que parece anular aun la perfección más completa imaginable cuando expone que
«un hombre pobre es aquel que no quiere nada y no sabe nada y no tiene nada».

Este pensamiento de Eckhart se ha resumido de la siguiente manera:
«Pobre en espíritu es sólo aquel que es así como era cuando aún no era, es decir, cuando poseía solamente tanta voluntad y saber como se hallan insertados en el saber y querer divinos».

Mas esta pobreza luego se convierte en la mayor de las riquezas, pues:
«el pobre en espíritu es susceptible de aprehender toda clase de espíritu, y el espíritu de todos los espíritus es Dios».

Es demasiado codicioso el hombre que no se contenta con Dios solo sino que quiere satisfacer por intermedio de Él sus apetitos y anhelos, ya sean materiales, ya sean espirituales. Eckhart critica con palabras muy plásticas tal actitud, diciendo que aman a Dios como aman una vaca que les da leche y queso. Y, en otro sermón, le reprocha al codicioso:
«Buscas alguna cosa por medio de Dios y procedes exactamente como si convirtieras a Dios en una vela para buscar algo con ella; y cuando uno encuentra las cosas buscadas, tira la vela».

Quien desea poseer a Dios y las cosas, no se da cuenta de que Dios con las cosas no es más que Dios desnudo en sí. La enseñanza básica de Eckhart implica siempre la necesidad de quitar, mondar, cribar y expurgar. No se agrega, sino que se saca para perder de vista lo inútil, lo que estorba e impide que en el hombre salga a luz su imagen primigenia.

Una vez, el maestro usa un interesante símil que trae, también, una concepción del arte posteriormente sostenida, por ejemplo, por Miguel Angel que la expresa en uno de sus sonetos donde dice que al quitar del duro mármol lo superfluo, se halla en su interior la figura viva que va creciendo mientras desaparece la piedra. También Miguel Angel señala este hecho, experimentado y llevado a su perfección en el arte del gran escultor, para referirse al crecimiento espiritual del alma librada de los vínculos de la carne.

Eckhart se expresa así:
«Cuando un maestro hace una imagen de madera o de piedra, no hace que la imagen entre en la madera, sino que va sacando las astillas que tenían escondida y encubierta a la imagen; no le da nada a la madera, sino que le quita y expurga la cobertura y le saca el moho y entonces resplandece lo que yacía escondido por debajo. Éste es el tesoro que yacía escondido en el campo, según dice Nuestro Señor en el Evangelio».

Pero la explicación del porqué de semejante despojamiento sólo se nos dará si la vemos a la luz de las exposiciones de Eckhart sobre Dios y la relación entre Dios y el alma. Para que esta última pueda corresponder a la imagen (o idea) con la cual ha emanado de Dios, debe llegar primero a la anulación de todo cuanto en ella es accesorio. «Pues toda nuestra esencia no se funda en nada que no sea un anularse». Lógicamente, tal despojamiento implica ya la renuncia a ser determinado «Burcardo o Enrique», a fin de convertirse de individuo humano en ser desasido que sólo es portador o copartícipe de la humanidad en su esencia, tal como sucedió en Cristo, el representante más sublime de la humanidad.
«Cuando Cristo se hizo hombre, no tomó para sí [el ser de] determinado hombre sino la naturaleza humana».

Para tal concepción: «[La] humanidad y [el] hombre son [dos cosas] distintas». Y, para la mirada dirigida hacia lo más excelso: «la naturaleza humana llegó a ser Dios porque Él adoptó la naturaleza humana pura y no [la de] ningún hombre». En el mundo terrestre las cosas son al revés:
«Si te golpeo, golpeo en primer término a un Burcardo o a un Enrique y sólo luego golpeo al ser humano».

Pero, en el reino del espíritu, los valores no corresponden a la mera experiencia de los sentidos: «Lo blanco es algo muy inferior y mucho más externo que el ser-blanco [o sea, la blancura]». Naturalmente, debemos darnos cuenta de que Eckhart es, aquí como en otros aspectos, defensor del «realismo» medieval, de una visión platónica del mundo. Cabe agregar que su concepción de la humanidad que viene antes que el individuo tiene una consecuencia eminentemente social. Porque, vista dentro de esa concepción ontológica, la humanidad es tan perfecta en un hombre pobre como en el Papa o el Emperador. Para llegar a ser «un único hijo del Padre» los rasgos individuales deben desaparecer, ya que «el hombre [individual] es un accidente dentro de la naturaleza [humana]». Pero otra vez la pérdida encierra en sí la ganancia gracias al ejemplo dado por Jesucristo.
«La imagen del Padre, que es el Hijo eterno, se convirtió en imagen de la naturaleza humana».

En consecuencia, Eckhart puede exclamar: «Prefiero la humanidad en sí misma al hombre que llevo conmigo». Mas este concepto de humanidad no debe confundirse con ninguna idea moderna relativa al conjunto de hombres «masificados». Este tipo de igualdad descuida y aun niega por completo el desarrollo espiritual de cada cual, al que aspira el predicador místico, quien enseña a sus oyentes que sólo el hombre que ya no es igual a nadie «es verdaderamente igual a Dios».

Es cierto que el hombre en la obediencia, en la recta voluntad, en la renuncia a la falsa individualidad debe tomar una iniciativa. Pero, en rigor, antes que formarse es formado por la voluntad divina, que se contrapone a su voluntad y a menudo se sirve para ello de las criaturas.
«Al alma que ha de buscar a Dios, todas las criaturas la deben atormentar».

El mundo creado, así como el espiritual, le traen penas y congojas. La vida nunca carece de sufrimientos. En este punto se toca la concepción occidental cristiana de Eckhart con la cosmovisión oriental de Buddha. El camino que conduce al «desierto» donde el alma ha de encontrar a Dios, y que culmina en la unio mystica está plagado de sufrimientos hasta que el desasimiento haya llegado a tal perfección y libertad que el alma en su punto más elevado se mantenga completamente inmóvil «como es inmóvil una montaña de plomo ante [el soplo de] un viento leve». El sufrimiento tiene especial valor cuando no lo elige el hombre de acuerdo con sus preferencias, sino cuando acepta y sobrelleva cualquier pena y congoja que le son enviadas, no sólo con resignación, sino con perfecta ecuanimidad. En muchas partes y, en especial, en El libro de la consolación divina Eckhart predica la inevitable necesidad del sufrimiento hasta un punto tal que el hombre no sólo debe tener el deseo de abrazar el sufrimiento, sino que tiene que preferir el sufrir en el presente al haber-sufrido en el pasado y al llegar-a-sufrir en el futuro.

«El animal más rápido que os lleva a «la» perfección es el sufrimiento», así reza una de sus sentencias cortas y precisas, la cual luego reaparecerá como fundamental en El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Este «animal» no es criatura del azar, sino que Dios mismo lo envía según le haga falta a cada cual. Porque Dios «nunca toma a un hombre postrado al cual lo mismo hubiera podido hallar de pie». Pero, cual médico sabio, «nunca destruye sin dar algo mejor». Justamente en sus exposiciones sobre el sufrimiento, el maestro ofrece varias reflexiones basadas en su aguda penetración psicológica, que con el andar del tiempo no han perdido su valor. Así, por ejemplo, cuando pregunta:
«Si amo y busco la pena y el desconsuelo ¿es de extrañar que me afecten las penas?»

Dicho con otras palabras, la ocupación obsesiva del pensamiento en lo negativo que, en último rigor, para Eckhart se encuentra en todo lo creado, les permite a las penas convertir al hombre en su víctima incapaz de librarse.

Hay que ver también cómo Eckhart pinta con plasticidad la siguiente situación:
«¿Cómo podría ser consolado y estar sin pena quien se vuelve hacia el daño y la pena y los configura en su fuero íntimo y se [configura] en ellos y los mira, y ellos, a su vez, lo vuelven a mirar, y él charla y habla con el daño y el daño, a su vez, charla con él y ambos se miran cara a cara?»

También los consuelos que da, parten de situaciones concretas cuya aplicación práctica es factible al hombre más humilde:
«Si quieres ser consolado, olvídate de quienes están mejor [que tú] y piensa en todos aquellos que están peor».

Mas Eckhart no se detiene en el plano de la mera enseñanza psicológico-moral. Penetra hacia una aceptación y superación del sufrimiento mucho más sutiles y basadas en su perspectiva del desasimiento en camino hacia Dios mismo. El sufrimiento adquiere su valor, y en cierto modo es superado, en el hombre que sufre por Dios, ya que en él
«nada llega jamás al corazón a no ser fluyendo a través de la dulzura divina, en la cual pierde su amargura. Además, lo quema el fuego ardiente del amor divino que encierra en sí por doquier al corazón del hombre bueno».

Gracias a su íntima unión con la voluntad divina, el sufrimiento no lo toca directamente, y en las personas más avanzadas espiritualmente se da la paradójica situación de «Cuanto mayor [el] sufrimiento, tanto menor [el] sufrimiento». Se puede preguntar naturalmente, y el propio Eckhart lo hace, ¿cómo es posible tal superación del sufrimiento mientras el hombre se encuentra en esta tierra? Según los relatos de los Evangelios también Jesucristo y la Virgen sufrieron. Sufrieron y no sufrieron, es la contestación típica del intérprete místico que distingue entre las potencias inferiores que son afectadas, por decirlo así, por todos los males sensibles para el ser humano, y las potencias superiores que se mantienen unidas a Dios, sin movimiento, en perfecta paz.
«El espíritu debe elevarse con plena fuerza y abismarse, desapegado, en su Dios».

Esta situación sublime se da sólo allí donde el hombre ve todas las cosas y sucesos con perfecta ecuanimidad, o sea, con el desasimiento que ya no pregunta por nada que no sea Dios.
«Cuando hallo el sufrimiento puro por Dios y en Dios, encuentro que mi sufrimiento es Dios».

Seguramente, muchos de sus oyentes no habrán comprendido lo que quiere decir el predicador y por ello añade: «Quien no reconoce este hecho, que eche la culpa a su ceguera».

Puede ser también, como dice Eckhart dentro de otro contexto, que los amigos de Dios en cierto momento ni siquiera necesiten del sufrimiento. Es como si ya lo hubieran superado por lo íntimamente unida que está su voluntad a la de Dios de modo que el sufrimiento, aunque fuera por el momento, no agregaría nada a su progreso espiritual.

Dando otro paso más se llega al siguiente interrogante: ¿De dónde proviene el sufrimiento? De acuerdo con su concepción de que se debe llegar a la similitud con lo divino, Eckhart expone que lo que provoca el sufrimiento es justamente la disimilitud, o sea, el «no». Quien se mantiene libre del «no», tampoco sufre. Sufro, por ejemplo, cuando se me coloca en la mano un carbón ardiente, porque este carbón tiene algo que no tiene mi mano. En consecuencia sufro porque no soy libre de mis vinculaciones con las criaturas, con la nada, las cuales, todas sin excepción, no tienen similitud con Dios. Sufro, pues, por mi desigualdad con Dios. El hombre que comprende la necesidad de que Dios, por medio del sufrimiento, lo libere de sí mismo, del «porqué» humano, está bien encaminado:
«De veras, por injustos que seamos, si aceptamos como justo lo que Dios nos hace o no hace, y sufrimos por amor de la justicia, entonces somos bienaventurados. Por eso, no te lamentes, laméntate tan sólo de que todavía te lamentes».

Estos son consejos dados al hombre que aún no ha llegado al pleno desasimiento, a la última pobreza espiritual. Él desea todavía sufrir por amor de Dios. Aun cuando ello ya supone una alta sumisión de la voluntad propia a la voluntad divina, todavía no constituye el último escalón. Cuando el hombre lo alcanza realmente, no debe poseer ni siquiera el deseo de sufrir porque parece deseable y valioso, pues «yo no debo anhelar ni apetecer [el sufrimiento]». En este caso como en muchos otros, se da una de las típicas contradicciones comprobables en Eckhart. Pero, si se considera que se trata de dos formas de comportarse en el camino interminable de la visión mística, se comprende que tanto el deseo de sufrir por amor de Dios, como la prohibición del deseo corresponden a determinados puntos del desarrollo, de modo que no se excluyen mutuamente sino que se completan.

Sea esto como fuere, en un caso como en el otro persiste el postulado de que el ser humano se despoje del «hombre exterior»,
«pues toda nuestra esencia no se funda en nada que no sea un anularse».

Como se ve, la meta ulterior es positiva: recuperar y vivificar la esencia latente.

2) «Uno debe ser in-formado otra vez en el bien simple que es Dios».

Para que se pueda realizar semejante in-formación, o sea, el retorno de la criatura a su Creador, debe cambiar también la concepción que de Dios se tiene, o mejor dicho, los conceptos tienen que ser transformados en entendimiento iluminado, alejándoselos del mero pensamiento discursivo. Ya en su primer tratado, Eckhart señala que:
«El hombre no debe tener un Dios pensado ni contentarse con Él… Uno debe tener más bien un Dios esencial que se halla muy por encima de los pensamientos de los hombres y de todas las criaturas».

Cuando el maestro enseña que «el corazón desasido» ha de «estar situado sobre la nada» o sea lo más elevado, indica ya que, en rigor, las cúspides del conocer humano tocan aquello que es inefable, y esto es, en primer término: Dios. Hablando de Él, todas las palabras humanas y más aún las definiciones fallan para la visión mística, en la cual nada e inefable casi se convierten en sinónimos. De ahí también que Eckhart en muchas ocasiones se sirva de las expresiones de la llamada teología negativa. En verdad, «vale mucho más callar sobre Dios que hablar», o, como dice en otra ocasión: «Sobre Dios quiero guardar silencio». Pero, de algún modo, hay que intentar una aproximación a lo más sublime y también a este respecto notamos el ingente esfuerzo hecho por el gran predicador para dar por lo menos una vislumbre de aquello que elude ser captado por la palabra racional y que contiene, sin embargo, el conocimiento más claro y extenso imaginable. Eckhart habla naturalmente de Dios como la Bondad, la Justicia, la Verdad por antonomasia. Pero también sostiene que se trata de definiciones adhoc que aún no expresan lo esencial. Si habla del Dios simple insinúa que cualquier peculiaridad atribuida a Dios le añade algo y le quita, en su aspecto conceptual, algo de lo Uno simple que Él es en su esencia. Para Eckhart Dios es «lo Uno, donde toda multiplicidad es una sola cosa y una no-multiplicidad», porque «donde hay dos, hay [un] defecto». «Quien dijera que Dios era bueno, lo agraviaría tanto como si llamara negro al sol». Todos los atributos pertenecen a Dios sin que Él sea uno de ellos. En graduación extrema Eckhart enseña que «Dios no es ni ser ni racional ni conoce esto o aquello. Por eso, Dios es libre de todas las cosas y por eso es todas las cosas». Y el mismo maestro pregunta: «Si Él no es ni bondad ni ser ni verdad ni Uno ¿entonces, qué es? No es absolutamente nada, no es ni esto ni aquello». En sus conclusiones más osadas Eckhart distingue entre la «divinidad» completamente inaprehensible y «Dios» como se presenta al hombre, visión con la cual el predicador alemán expresa una idea que se halla, por ejemplo, en la Bhagavad Gita india. Por eso puede decir que «Yo soy la causa de que Dios es “Dios”; si yo no existiera, Dios no sería Dios », pero agrega: «[Mas] no hace falta saberlo». Angelus Silesius, el poeta místico de la época del barroco alemán, pronuncia en uno de sus dísticos la misma idea, sorprendente a primera vista: «Yo sé que sin mí, Dios ni un instante podría vivir / destruido yo, Él a la fuerza tendría que morir».

La divinidad constituye el indiviso origen de todo. «Yo hablo de una sola divinidad porque allí aún no emana nada y no se toca ni se piensa nada». Entonces, la Trinidad ya constituye un primer «efluvio violento», una emanación concebida del siguiente modo:
«[El Padre en el cielo] engendra a su Hijo y esta actividad le resulta tan placentera y le gusta tanto que no hace nunca otra cosa que engendrar a su Hijo, y los dos hacen florecer de sí al Espíritu Santo».

En este punto el místico cristiano enlaza la teoría de la emanación, enseñada, por ejemplo, por Plotino, con su propia fe en las tres personas de la Trinidad cuya existencia, sin embargo, nada tiene que ver con números ni cantidades.
«… quien sabe concebir la diferenciación en Dios sin número ni cantidad, éste conoce que tres personas son un solo Dios».

Pero Eckhart llega a una última reducción donde
«En cuanto Él es un Uno simple, sin ningún modo ni cualidad, en tanto no es […] ni Padre ni Hijo ni Espíritu Santo».

También las imágenes (o sea las ideas) emanan a partir de ese origen primigenio antes y fuera del tiempo y del espacio. En esta primera emanación las cosas todavía carecen de su diferenciación. «Quien [las] tomara pues […], en su primera emanación, tomaría todas las cosas [como] iguales», vale decir, de acuerdo con su origen divino que les otorga el ser dentro de la eternidad, sin que constituyan ninguna multiplicidad. Luego se van diferenciando cada vez más de lo Uno, o sea, el bien simple que es Dios. De Él se dice «Su imagen consiste en que se conoce a fondo, no siendo nada más que luz» donde «luz» equivale a «inteligencia pura».

En consecuencia, es imposible que nada que no se iguale a Dios, tenga lugar en Él.
«… Cualquier cosa que se halla en Dios, es Dios; [y] no se le puede escapar. Es trasladada a la naturaleza divina porque la naturaleza divina es tan fuerte que cualquier cosa que sea presentada a ella, será trasladada totalmente a ella o quedará afuera por completo».

Pero el hombre no debe «quedar afuera» sino que ha de ser «in-formado otra vez» en su Dios. Ello sólo es posible porque Dios
«primero otorga el ser a toda criatura y luego en el tiempo y, sin embargo, sin tiempo, y cada vez por separado [le da] todo cuanto es accesorio».

En el desasimiento la criatura se vuelve a despojar de los accesorios para así asemejarse a Dios a quien debe ver, también, sin accesorios, pues
«cuanto más se conoce a Dios como uno, tanto más se lo conoce como todo».

Pero, para lograr tal fin, hay que acercarse al Dios «desnudo».
«… Separad de Dios todo cuanto lo está vistiendo y tomadlo desnudo en el vestuario donde se halla develado y desarropado en si mismo».

Una vez concebida tal desnudez extrema, ya no se puede hablar de nada que sea Dios, sino sólo de lo que no es. Para que el hombre, paso a paso, pueda llegar a semejante contemplación del Dios desnudo, hace falta iniciar otra vez un proceso, previo para el ser humano y posterior para Dios, en el cual Él se mantiene cerca del individuo por más que éste no lo note. Pues,
«por más que el hombre se aleje de Dios, Él se mantiene firme y lo espera y se le cruza en el camino antes de que él lo sepa».

En verdad, son dos aspectos distintos que co-operan en una sola finalidad: el retorno de la criatura a su condición primigenia donde Dios es su «lugar»: uno, la proximidad de Dios aun cuando la criatura no lo sabe, y el otro, el retorno del hombre mediante el desasimiento. Una vez Eckhart enseña:
«De Dios es la obra y del alma el deseo y la capacidad de que Dios nazca en ella y ella en Dios».

Eckhart cree firmemente en la posibilidad de que el hombre, dejando detrás de sí lo perecedero, se encuentre y una con Dios. Pero ¿cómo se puede realizar semejante unión con una divinidad tan desnuda de accesorios como la describe el maestro? Él resuelve el problema señalando que en el hombre de alma débil y enferma existe un «algo» capaz de tocar directamente a Dios porque es divino e in-creado. De ahí que en sus prédicas insista en la necesidad de recordar

3) «la gran nobleza que Dios ha puesto en el alma para que el hombre, gracias a ella, llegue hasta Dios de manera milagrosa».

Esta nobleza consiste en que
«[el Señor está] en nuestro fondo más íntimo, siempre y cuando Él nos encuentre en casa y el alma no haya salido de paseo con los cinco sentidos».

Para que el alma aprenda a dirigirse hacia su interior donde puede hallar a Dios y unirse con Él, hacen falta tanto la gracia como la recta intención del alma. En la concepción de Eckhart «[la] gracia no hace ninguna obra, sino que le infunde por completo al alma cualquier adorno» y «su obra es ésta: llevar al alma de retorno a Dios». O, como dice el predicador en otra ocasión:
«[La] gracia no obra; su devenir es su obra. Fluye desde el ser divino y fluye en el ser del alma, mas no en las potencias».

Eckhart explica a sus oyentes:
«[La] gracia es un in-habitar y un co-habitar del alma con Dios. Para ello es demasiado bajo todo cuanto alguna vez se haya llamado obra, ya sea exterior, ya sea interior».

Lo cierto es que «el hombre puede llegar a ser por gracia lo que es Dios por naturaleza». Eckhart entiende pues que la gracia toca aquel punto en el hombre que se halla por encima de toda actuación y tiene cualidad divina, siendo increado.
«El alma fue creada como en un punto entre [el] tiempo y [la] eternidad, tocando a ambos. Con las potencias más elevadas toca la eternidad, pero con las potencias inferiores el tiempo».

El alma que da vida al cuerpo se compone de diferentes potencias, pero sólo hay una donde puede realizarse la unio mystica. Es allí donde existe igualdad con Dios. Esta potencia es el entendimiento iluminado que es el «marido» del alma y sin el cual no hay vida. A diferencia de otros teólogos, como por ejemplo, los franciscanos contemporáneos de Eckhart, que insisten en la primacía de la voluntad y con ella, del amor, el maestro, de acuerdo también con la doctrina de los dominicos, subraya la preeminencia del entendimiento y la fundamenta así:
«[La] voluntad tiene dos clases de obras: [el] anhelo y [el] amor. La obra del entendimiento [empero] es simple; por eso es mejor…»,
ya que tiene que encontrarse con el Dios simple, desnudo. Esto no significa en absoluto que Eckhart niegue la importancia del amor para la vida cristiana. Muy al contrario dice en una ocasión:
«El amor en lo más acendrado, en lo más retraído, en sí mismo no es sino Dios».

También encontramos la siguiente distinción:
«Mediante el conocimiento acojo a Dios dentro de mí; [y] mediante el amor me adentro en Dios».

Pero cuando se trata de destacar el papel especial que desempeña el entendimiento, expone:
«[La] voluntad y [el] amor se dirigen hacia Dios en cuanto es bueno… [El] entendimiento [empero] empuja hacia arriba, hacia la esencia antes de pensar en [la] bondad o [el] poder o [la] sabiduría o cualquier cosa que sea accidental […] y se hunde en el ser y toma a Dios tal como es ser puro».

Para el ser puro también usa otros términos de modo que puede decir:
«[El entendimiento] aprehende a Dios en su unidad y en su desierto; aprehende a Dios en su yermo y en su propio fondo».

Pero, así como no se puede saber qué es el fondo de Dios, también se le esconde a la mirada el fondo del alma:

«De lo que es el alma en su fondo, de esto nadie sabe nada. El saber que de ello se pueda tener, ha de ser sobrenatural». Este fondo es también lo que Eckhart en otro sermón llama la «boca del alma», aquello que equivale a la «chispa», la «gotita», la «rama», la «sindéresis», la «cabeza» del alma, etcétera. Sólo ahí puede hablar Dios. La chispa es el criado enviado por Dios, «una luz impresa desde arriba». Eckhart acumula las metáforas sin poder expresar del todo lo que se esconde bajo esos términos:
«Ella [la chispa] es una tierra extraña y un desierto, y antes que tener un nombre es innominada, y antes que ser conocida es desconocida».

La palabra-imagen permite una aproximación, pero nada más. Pues luego uno se da cuenta de que se trata de un medio conducente a la oscuridad. Entonces surge la expresión paradojal. Una vez, Eckhart habla de la chispa de la siguiente manera, afirmando y negando en repetida progresión:
«Hay una potencia en el alma y no sólo una potencia sino [una] esencia y no sólo [una] esencia sino algo que desliga de la esencia».

Hay que distinguir, así enseña el maestro, entre la «chispa» y la parte restante del alma con la cual ésta «ha puesto sus miras en el tiempo y le adhiere y al hacerlo toca la criaturidad y es creada». Pero, en su completo distanciamiento de todo cuanto tiene carácter de creado «el hombre es uno con Dios y es Dios de acuerdo con la unidad». Esto rige en cuanto «se lo percibe según la parte de la imagen, en la cual se asemeja a Dios, y no según su criaturidad». Cuando el hombre llega a esta unión, él mismo se diviniza. Para fundamentar esta idea a primera vista demasiado osada, Eckhart remite en varias ocasiones a San Agustín quien expresa parecida creencia, basándose a su vez en la frase bíblica: «Sois dioses», y por lo tanto se atreve a decir: «El hombre es Dios en el amor» que produce unión.

En un alma noble —como la llama Eckhart a menudo— donde las potencias inferiores se han acallado, donde no existen ni el tiempo ni el espacio, ahí se realiza el «Nacimiento del Hijo», o sea, el único suceso que le permite al alma volver a su origen, a Dios. Porque todo cuanto hay sucedió y sigue sucediendo:
«a fin de que Dios naciera en el alma y el alma naciera en Dios».

El tiempo y el eterno «ahora» son dos polos opuestos entre los cuales se decide el destino espiritual. Pues, en sí misma
«el alma es […] tan joven como cuando fue creada, y la edad que le corresponde, sólo vale con miras al cuerpo, por cuanto ella actúa en los sentidos».

En este último aspecto, «[el] tiempo produce dos cosas: [la] vejez y [la] disminución». Ahí no obra Dios, y de las «tres cosas que le impiden al hombre que pueda reconocer a Dios de algún modo, la primera es el tiempo». Pero, en su natura primigenia, el alma se halla por encima del tiempo. Por eso el predicador puede exclamar alegremente:

«Si [mi alma] mañana fuera más joven que hoy, no me sorprendería». Esta eterna juventud rige donde se ha superado el tiempo que tampoco existe para Dios. De ahí que «busca a Dios por encima del tiempo quien busca sin tiempo». Dicho con otras palabras:
«Cuando el alma se ha liberado del tiempo y del espacio, el Padre envía a su Hijo al alma».

Resulta pues, que sólo en un alma libre de lo material y olvidada del tiempo, puede darse el Nacimiento del Hijo. Otras veces se habla de un alma que debe estar completamente vacía para que la llene Dios. Si bien se mira, las teorías actuales sobre la relatividad del tiempo y del espacio, encuentran, naturalmente sobre otra base, un temprano antecedente en las reiteradas exposiciones de Eckhart sobre la reducción y supresión del tiempo en el eterno “nû”, o sea, el eterno “ahora” donde se cobijan y contemplan en forma sobrenatural el pasado, el presente y el futuro. En este aspecto cabe recordar también las sutiles reflexiones de San Agustín sobre el tiempo. Eckhart explica:
«El “ahora” en el cual Dios creó el mundo se halla tan cerca del tiempo actual como el instante en que hablo en este momento, y el Día del Juicio se halla tan cerca de ese “ahora” como el día que fue ayer». En consecuencia «el tiempo existe en un “ahora presente”» y «el día de Dios […] es allí donde el alma se mantiene en el día de la eternidad, en un “ahora” esencial». Entonces coinciden “el día de Dios” con “el día del alma” donde «[todo] sigue siendo uno». De acuerdo con esa concepción Dios lo ha visto y escuchado todo en la eternidad y «todas son cosas pre-operadas». Pero este hecho no exime al hombre de sus obligaciones en el tiempo. En la visión eckhartiana no hay ningún margen para el fatalismo: él mismo explica detalladamente cómo este hecho no debe influir en las acciones y oraciones.

Ciertas expresiones se prestan, naturalmente, a una interpretación errónea, sobre todo cuando se pretende encasillar la visión mística, de por sí ambigua, en esquemas conceptuales rígidos. Uno de los reproches que se le ha hecho a Eckhart a lo largo de los siglos transcurridos desde su actuación, se refiere a su aparente panteísmo. Pero resulta difícil aceptar tal opinión. El maestro señala repetidas veces la diferencia entre Dios y la criatura. Así dice, por ejemplo:
«Dios se halla en todas las criaturas en cuanto tienen el ser y, sin embargo, está por encima [de ellas]».

Ahí se podría pensar también en el hecho de que, para Eckhart, por encima del ser de Dios se halla la «inteligencia pura». Tampoco sabe a panteísmo la siguiente comprobación:
«…. Cuando se proyecta sobre [las criaturas] la luz, dentro de la cual reciben su ser, entonces son algo».

Soudek tiene razón cuando explica: «Una fundición real [del alma y de Dios] no tiene lugar y por ello tampoco se le puede hacer a Eckhart el reproche del panteísmo. Dios se halla en el alma, pero sólo en la medida en que se refleja en ella». Luego observa el autor citado:
«… allí donde el alma aparta [de sí] lo mundano, Dios llena con su luz el lugar desocupado sin que Él mismo se convierta jamas en alma».

Se une tan sólo con aquella parte del alma que es capaz de igualársele, mientras la criatura en su existencia corpórea se mantiene separada de la divinidad.
«… Si se dice que el hombre es uno con Dios y es Dios de acuerdo con la unidad, se lo percibe según la parte de la imagen, en la cual se asemeja a Dios, y no según su criaturidad».

Estas son diferenciaciones muy claras. Donde no hay semejanza, la participación divina es muy pobre. Aun en el caso de una penetración divina creciente, vale la afirmación, a primera vista paradójica: «Cuanto más [Dios] está dentro de las cosas, tanto más está fuera de las cosas».

El Nacimiento del Hijo en el alma sólo se puede realizar, ya lo sabemos, en el alma completamente desasida. Con ello y gracias a ello se realiza el «retorno milagroso» hacia Dios. El alma vuelve a lo Uno de lo cual emanó. En último rigor resulta que sólo la divinidad completamente indivisa y desnuda puede entrar en el fondo del alma.
«Dios mismo no puede entrar tampoco, en cuanto tiene modo de ser ni en cuanto es sabio ni en cuanto es bueno ni en cuanto es rico».

Mientras Eckhart había señalado a sus oyentes ávidos de volver a unirse con Dios que debían despojarse de toda desigualdad con lo Uno, expone, afinando los conceptos, que incluso la semejanza o igualdad ha de ser superada, pues una vez se refiere al hecho de «ser semejante a Dios».
«“Semejante”, esto es malo y engañoso»…
y «[La] semejanza es algo que no existe en Dios; hay más bien el ser-uno en la divinidad y en la eternidad, mas [la] semejanza no es uno. Si yo fuera uno no sería semejante».

Otra vez se podría pensar que Eckhart, quien tanto había ensalzado la semejanza, se contradice, mientras en realidad sólo progresa de un punto conquistado a otro más elevado.

Desde otro ángulo, pero siempre avanzando hacia lo Uno, el maestro habla del hombre hecho deiforme, como del hombre noble y también del «justo» cuya virtud esencial deriva directamente de Dios visto como justicia. Respecto a ella exclama:
«[…] esto es justicia: la causa de todas las cosas en la verdad».

Vista así, la justicia equivale a todo lo hecho o no hecho por Dios, y la criatura es justa cuando acepta ecuánimemente como justo todo cuanto le sucede porque acontece dentro de un único sistema de justicia. Muchas veces Eckhart habla de ella y señala que es fundamental comprenderla:
«Quien comprende la doctrina de la justicia y del justo, comprenderá todo cuanto digo».

Ella tiene tanta importancia —como en otro contexto se atribuye a ver a la verdad— que
«los hombres justos toman tan en serio la justicia que, si Dios no fuera justo, Él no les importaría ni un comino».

Pero Él es justo y a partir de su justicia, se ha de regular todo el comportamiento del justo:
«Un hombre justo es aquel que está formado en la justicia y transformado en su imagen»,
y el maestro agrega:
«Si quieres ser [así…] no pretendas nada con tus obras y no te construyas ningún porqué».

El porqué basado en finalidades secundarias no tiene razón de ser y no corresponde a «la causa de las cosas en la verdad» ya que Dios obra sin porqué,
«y así como la vida vive por ella misma y no busca ningún porqué por el cual vive, así también el justo no conoce ningún porqué por el cual haga alguna cosa».

Se podría pensar que la hace simplemente impulsado por la voluntad divina sin preguntar nada. En su formulación positiva, ascética, esto significa despojamiento y ecuanimidad.
«Justo es aquello que es igual en el amor y en el sufrimiento y en la amargura y en la dulzura, [justo es] aquel a quien no lo estorba ninguna cosa para hallarse [como] uno en la justicia. El hombre justo es uno con Dios».

Ya no caben en él reacciones propias, egoístas. «Los justos —afirma Eckhart— no tienen absolutamente ninguna voluntad». Agréguese «voluntad personal» y no divina donde se subraya el «mío» y el «nuestro», tal como Eckhart amonesta una vez a sus escuchas:
«Suplicad a Nuestro querido Señor que odiemos a nuestra alma, bajo la vestimenta por la cual es nuestra alma…».

Puede decirse acaso que sólo el hombre que una vez ha vuelto «de manera milagrosa» a su fuente de la cual emanó, comprenderá en su plenitud el punto donde Eckhart se refiere a
«La pureza de la natura divina… el resplandor que hay en la naturaleza divina, es cosa inefable. Dios es un Verbo, un Verbo no enunciado».

4) «La pureza de la natura divina… el resplandor que hay en la naturaleza divina, es cosa inefable. Dios es un Verbo, un Verbo no enunciado».

En sus esfuerzos por aproximarse a aquello que en última instancia elude el razonamiento discursivo, Eckhart llega a las cúspides de su conocimiento intuitivo donde sólo logra proyectar algunos destellos de luz para el entendimiento sobre lo inconcebiblemente esencial. Es ahí, ante el Verbo eterno mismo, donde fracasa la palabra humana.

Uno de los puntos principales en los que el maestro vuelve a insistir incansablemente, es la inefable pureza de Dios a la cual sólo puede acercarse el entendimiento que
«… le quita a Dios la envoltura de la bondad y lo toma desnudo donde está despojado de [la] bondad y del ser y de todos los nombres».

Eckhart había reprochado a los «codiciosos» que trataran a Dios como una vela que luego de usada se tira. Él enseña, al contrario, que Dios es una luz dentro de la cual «el Padre y tú mismo y todas las cosas y el mismo Verbo son uno. Hacia esta luz tienden dos luces: la luz natural del hombre y la luz del ángel. Esta última ya es un reflejo más directo de la luz de Dios. Las tres se encuentran «en el cruce de camino, […] en las alturas. Ahí donde se halla «Él, que carece de nombre, que es una negación de todos los nombres y que nunca obtuvo nombre alguno». Ahí también fallan todos los símiles. Para hallar la naturaleza desnuda,
«se deben romper todos los símiles, y cuanto más uno penetre adentro, tanto más se acercará a la esencia».

Es cierto, «Dios es un Verbo», pero en su pureza primigenia «un Verbo no enunciado». Tampoco puede ser de otra manera ya que
«las palabras no son capaces de dar ningún nombre a naturaleza alguna que se encuentre por encima de ellas».

¡Cuán incansablemente luchó el propio Eckhart para superar esas limitaciones de las palabras humanas, y una y otra vez las palabras no lograban expresar en su plenitud lo que le indicaba su entendimiento iluminado! Pero, aquello que resulta inefable para la palabra humana, se contiene en el Verbo divino que, a su vez, constituye el origen de cualquier poder en el habla: «Todas las palabras deben su poder al Verbo primigenio».

Esto explica también la preferencia que tenía Eckhart por el Evangelio de San Juan y su comienzo en especial, hasta un punto tal que pudo decir:
«He aquí aquello en que pienso en todos mis sermones. Lo más esencial que se puede enunciar de Dios es “Verbo” y “Verdad”.

Para el predicador místico la única obra del Padre consiste en engendrar al Hijo unigénito.
«Dios se ha enunciado y se halla sin enunciar. El Padre es una obra enunciativa y el Hijo es un enunciamiento operante».

O también:
«El hablar del Padre es su “engendrar”, el “escuchar” del Hijo es su “nacer”».

Como «el Padre no conoce nada fuera del Hijo» Eckhart opina que «todas las criaturas están enunciadas en la Palabra eterna». Por ello participan también del doble aspecto de la Palabra que es enunciada y, a la vez, permanece sin enunciar, tal como sucede también con la palabra que dice el hombre: la pronuncia, pero ella permanece también dentro de él, en su pensamiento.
«Cuando el Padre engendró a todas las criaturas, me engendró a mí y yo emané con todas las criaturas y, sin embargo, permanecí dentro del Padre».

Mas, en cuanto criatura, el hombre se ha alejado del Verbo dentro del cual nació, y ahora le corresponde encontrar el difícil camino del retorno.
«Ea, aquel que ha de escuchar el Verbo en el Padre —allí reina gran silencio— debe estar muy tranquilo y apartado de todas las imágenes, ah sí, y de todas las formas».

Esta fue también la condición previa de que Cristo naciera corpóreamente de la Virgen: primero, ella debía darlo a luz espiritualmente.
«Si ella no hubiera llevado la divinidad en el entendimiento, nunca lo habría concebido corpóreamente».

Eckhart explica que el alma, desnudada de todo lo accidental, ha de ser «elevada, así de pura, re-fluyendo en el Hijo con la misma pureza con que emanó de Él». Porque el Padre creó al alma dentro del Hijo. Cuando este retorno es perfecto, se llega al punto donde todas las criaturas son uno en Dios. Es la meta máxima y la menos explicable con palabras. Eckhart sólo logra decir:
«… el Padre y tú mismo y todas las cosas son uno dentro de la luz».

Una vez alcanzada esa unión, también el conocimiento se vuelve desnudo y perfecto ya que
«los bienaventurados en el reino de los cielos conocen a las criaturas desnudas de toda imagen, pues las conocen por medio de una sola imagen que es Dios y en la cual Dios conoce y ama y quiere a sí mismo y a todas las cosas».


D) Contemplación y vida activa.

El hombre mortal que ha logrado que Cristo nazca en él gracias a su retorno al Dios esencial y no al meramente pensado, ¿no llega a ser un miembro completamente inútil dentro de la comunidad humana? Tal actitud en absoluto condice con la concepción eckhartiana. Del propio Eckhart se sabe «que él, en el transcurso de toda su vida, no se presentó en absoluto como solitario religioso, sino que se lo veneraba y amaba a lo largo y a lo ancho del país por su activo amor al prójimo». Hemos visto que, tanto en el aspecto social como en el religioso —los cuales en el maestro se condicionan mutuamente— el individuo, en cuanto es un «yo» con sus apetencias, tanto materiales como espirituales, debe ser superado porque en su criaturidad constituye una “nada” incapaz de lograr la unión con Dios. Porque Él es el único “yo” que existe. Eckhart lo expresa así:
«Aquel que dice “yo” tiene que hacer la obra lo mejor imaginable. Nadie puede pronunciar esta palabra, en sentido propio, sino el Padre».

Pero, justamente sirviendo a este “Yo”, la criatura ha de cumplir con todo cuanto exige el ser-hombre en este mundo, sin que ello implique la renuncia a toda «peculiaridad». Quien trata de unirse con Dios, de quien emanó, tendrá frente a los demás sus «peculiaridades». Sin ellas, sería condenado a caer y recaer en las torpezas del hombre meramente materialista y egoísta. Sólo que se trata de peculiaridades dictadas por Dios que ha adquirido vida en su interior, y no las peculiaridades enraizadas en imaginaciones y fantasías de la propia voluntad. A ésta sí hay que vencerla y no cumplir con sus deseos que, a veces, suelen vestirse con hábito religioso sin significación verdadera para el progreso espiritual. De acuerdo con su concepto de la verdadera pobreza espiritual, Eckhart tampoco atribuye mucho valor a arrobamientos, éxtasis, visiones, etcétera, y lo dice con toda claridad:
«… quien se imagina que recibe más de Dios en el ensimismamiento, la devoción, el dulce arrobamiento y en mercedes especiales, que [cuando se halla] cerca de la lumbre o en el establo, hace como si tomara a Dios, le envolviera la cabeza con una capa y lo empujara por debajo de un banco. Pues, quien busca a Dios mediante determinado modo, toma el modo y pierde a Dios que está escondido en el modo».

Una vez el místico llama la atención sobre el hecho de que hay virtudes y milagros que pueden ser realizados con fuerza propia, y que resucitar con Cristo es otra cosa[216]. Ya en el primero de sus tratados, Eckhart insiste en la importancia que tiene la recta disposición anímica. Para tenerla no hace falta estar en un convento o en una ermita. «Quien te perturba eres tú mismo a través de las cosas». También es famosa su sentencia que reza:
«Si el hombre se hallara en un arrobamiento tal como San Pablo, y supiera de un hombre enfermo que necesitara de él una sopita, yo consideraría mucho mejor que tú, por amor, renunciaras [al arrobamiento] y socorrieras al necesitado con un amor más grande».

Mas esta disposición caritativa hacia el prójimo debe surgir luego de que el hombre haya aprendido a tener «un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté».

Una vez logrado tal estado de ánimo y hallándose él «bien encaminado en medio de la verdad, se siente a gusto en todos los lugares y entre todas las personas». En este punto se puede originar un malentendido contra el cual previene el maestro, diciendo que, sin embargo, no todos los lugares ni toda la gente tienen que considerarse como iguales.

Eckhart no dispensa al hombre dispuesto a avanzar espiritualmente de tener sensibilidad y criterio para decidir cuál es la exigencia a cumplir de acuerdo con el momento y el lugar respectivos.

El amor activo supera, pues, todos los fenómenos espirituales, aun cuando son auténticos. Por su mera condición humana «el hombre en esta vida no puede estar sin actividades […] ya que éstas pertenecen al ser-hombre». La exigencia verdadera es otra:
«Uno debe aprender a estar [interiormente] libre en plena actividad».

Esta reflexión subraya el hecho de que —según Eckhart— no se debe huir del mundo sino volver a él con una actividad interior completamente cambiada. Esto lo explica —en forma a primera vista heterodoxa— con el ejemplo de María y Marta donde Marta es la mujer madura que ha aprendido de la vida y posee una sabia prudencia capaz de dirigir la actuación exterior hacia lo máximo que ordena el amor». En esta concepción de Eckhart, Marta ya había llegado a poseer una interioridad tan firme que sabía obrar en el tiempo sin ser perturbada por las cosas de este mundo. María, en cambio, debía llegar aún a esta «madurez».
«Cuando María estaba sentada a los pies de Nuestro Señor, aprendía [aún], pues sólo estaba recibiendo enseñanzas y aprendía a vivir. Pero, más tarde, cuando Cristo ascendiera al cielo y ella había recibido al Espíritu Santo, comenzó a servir y fue allende el mar y predicaba y enseñaba convirtiéndose en servidora de los discípulos».

Eckhart pone el acento en el «aprender a vivir», lo cual equivale prácticamente a que no se debe permanecer en el goce sensible. Al contrario, hay que afirmarse en la esencia interior, pues
«de acuerdo con la nobleza de su natura, toda criatura se brinda tanto más hacia fuera, cuanto más se asienta en sí misma».

Se trata, en cierto modo, de un actuar sin actuar, de una perfecta entrega como instrumento movido por la fuerza divina, a la que otro autor místicodefine, diciendo que se debería ser para Dios lo que es para el hombre su propia mano.

Para quien vive desde dentro hacia fuera, las cosas de pura nada han vuelto a tener mayor significado, por cuanto se percibe a través de ellas a su «imagen» o «idea» verdaderas dentro de Dios. Desde esta posición —y de acuerdo con las palabras de San Pablo— cualquier cosa tiene valor para el crecimiento espiritual del hombre, y todos los seres humanos constituyen para él un «libro».
«Quien no llegara a conocer nada más que las criaturas, no necesitaría reflexionar nunca sobre sermón alguno, pues toda criatura está llena de Dios y es un libro».

Pero, en este punto, hay que observar que no se trata de un conocimiento exterior, sino de una profunda penetración cognoscitiva. El «realismo» medieval, que atribuye la realidad verdadera al mundo trascendental, permite ver que
«las experiencias externas no son ninguna cosa externa para el hombre ejercitado porque todas las cosas tienen para el hombre interior una divina e interna forma de existencia».

Este hombre ejercitado «posee [las cosas] allí donde son eternas y substancia pura» y sabe «orientar hacia Dios todas las cosas externas que le traen la vista y el oído». Quiere decir que para la vista experimentada hay una perfecta analogía entre lo exterior y lo interior. Koch, quien ha estudiado justamente la doctrina de la analogía en Eckhart, explica su aplicación a la criatura del siguiente modo:
«Él [Eckhart] nos diría: Si alguien ama a la criatura, en cuanto criatura, no ama verdaderamente nada; pero si la ama con miras a Dios, no puede tener para él ningún otro significado que el de ser un signo, una referencia a Dios».

Con esa concepción de las analogías el mundo adquiere para el místico una vida plena de significados y mensajes secretos que sólo esperan ser descifrados.


E) Libertad y virtudes.

Eckhart había hablado tanto del «alma libre» que él, para algunos movimientos seudo-religiosos de su época y de tiempos posteriores, se convirtió, de predicador conscientemente cristiano y obediente a su Iglesia, en vocero de la libertad ilimitada. Él mismo se defendió contra esa idea equivocada señalando que la gente interpretaba mal sus palabras de: «“Si tengo a Dios y el amor de Dios, puedo hacer muy bien todo cuanto quiero”. Esta palabra la interpretan mal». Ya Plotino había rechazado la falsa creencia de que se puede «mirar» a Dios «sin negarse placer alguno». El filósofo expone al respecto:
[…] no se logra nada, diciendo: “Mira a Dios” si no se enseña también cómo se puede llegar a ello. Pues —así puede decir alguien— muy bien se puede mirar a Dios sin negarse placer alguno o frenar un arranque, se puede estar envuelto en todas las pasiones sin siquiera hacer el intento de expulsarlas de algún modo y, sin embargo, se puede pensar en el nombre de “Dios”. En verdad, el camino hacia Dios lo indica la virtud que se desarrolla progresivamente en el alma junto con la comprensión; cuando se habla de Dios sin la virtud verdadera, no se pronuncia sino un nombre vacío».

Para usar las palabras de Eckhart, se tiene «un Dios pensado» en vez de un «Dios esencial». Lógicamente el predicador alemán no quería saber nada de la falsa libertad, pues para él:
«Dios no nos ve cuando estamos en pecado. […] Dios nos conoce en la medida en que estemos dentro de Él, es decir, en cuanto estemos sin pecado».

Eckhart, es cierto, comparte con San Agustín la idea de la “culpa feliz”, pero únicamente por cuanto en el «arrepentimiento divino» el hombre pecador hace un esfuerzo mayor para volver a Dios. Sólo con afán cada vez creciente se logra tal finalidad.
«Va por muy buen camino el hombre que lleva una vida virtuosa, pues […] las virtudes se hallan en el corazón de Dios».

Por lo tanto, hay que poseer todas las virtudes pero, así enseña el maestro:
«Tú habrás de atravesar y sobrepasar todas las virtudes y tomarás la virtud sólo en ese fondo primigenio donde es una sola con la naturaleza divina».

Mas este punto sublime donde todas las virtudes no constituyen sino una sola, únicamente es alcanzable mediante un largo ejercicio, en un penoso proceso. El hombre cree condemasiada rapidez que ya las posee. Pero no es así. El maestro trae a colación el ejemplo de una persona que paso a paso aprende a escribir hasta que al fin ya no debe concentrar su atención en las letras a formar, sino que escribe pensando sólo en el sentido. Con las virtudes sucede algo parecido: sólo el ejercicio paciente logra que se las posea en verdad, de modo que se ejerzan en forma completamente espontánea, sin que sea necesario pensar primero en su aplicación. Si alguien tiene determinada virtud, lo demuestra por su reacción instantánea.

Lo que rechaza Eckhart es solamente una concepción chata de la virtud, una disposición que se contenta fácilmente con lo logrado, que quiere «poseer» y recibir «recompensas». «Resucitar por completo conCristo es otra cosa» que las virtudes y milagros practicados a veces gracias a fuerzas meramente naturales. Este «resucitar con Cristo» que equivale al Nacimiento del Hijo en el alma se logra sobre todo mediante las virtudes incansablemente ensalzadas por el maestro: el desasimiento, la obediencia, la humildad, la justicia, el amor a Dios y al prójimo. Sobre esta base «cualquier cosa que ve el hombre bueno, lo perfecciona» y, correspondientemente, «el conocimiento hasta de las cosas malas es bueno». Lo cual debe entenderse también dentro de la visión total del famoso predicador. Por otra parte nadie debe pensar que sus obras en sí tengan valor porque:
«Dios no mira cuáles son las obras sino únicamente cuáles son el amor y la devoción y la disposición de animo en las obras».

El homo faber moderno, tan sólo empeñado en la actividad, para quien el actuar exteriormente equivale a vivir con plenitud aun cuando por regla general no puede eludir una honda insatisfacción; este homo faber que corre camino de su propia destrucción y de la del mundo que lo rodea, ¿sabrá distinguir algún día entre el ser y el actuar, entre la obra interior y la héctica actividad por la actividad, verá a tiempo la diferencia entre libertad divina y libertinaje egoísta? Las ideas del Maestro Eckhart podrían tener para él actualidad, ofreciéndole el necesario contrapeso en una postura que aúna los valores de Occidente y Oriente.




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Según Platón, el conocimiento es un subconjunto de lo que forma parte a la vez de la verdad y de la creencia.
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