El arte sagrado es en primer lugar la forma visible y audible(1) de la Revelación, y después su revestimiento litúrgico indispensable. La forma debe ser la expresión adecuada del contenido; no debe en ningún caso contradecirlo; no puede ser abandonada a la arbitrariedad de los individuos, a su ignorancia ya sus pasiones. Pero hay que distinguir diversos grados en el arte sagrado, diversos niveles de absolutidad o de relatividad;(2) además, hay que tener en cuenta el carácter relativo de la forma como tal. El «imperativo categórico» que es la integridad espiritual de la forma no puede impedir que el orden formal esté sometido a ciertas vicisitudes; el hecho de que las obras maestras del arte sagrado sean expresiones sublimes del Espíritu no debe hacernos olvidar que, vistas a partir de este Espíritu mismo, estas obras, en sus más pesadas exteriorizaciones, aparecen ya ellas mismas como concesiones al «mundo» y hacen pensar en esta frase evangélica: «El que saca la espada, morirá por la espada». En efecto, cuando el Espíritu necesita exteriorizarse hasta ese punto es que ya está bien próximo a perderse; la exteriorización como tal lleva en sí misma el veneno de la exterioridad, luego del agotamiento, la fragilidad y la decrepitud; la obra maestra está como cargada de pesares, es ya un «canto del cisne»; a veces se tiene la impresión de que el arte, por la misma sobreabundancia de sus perfecciones, sirve para suplir la ausencia de sabiduría o de santidad. Los Padres del desierto no tenían necesidad de columnatas ni de vitralesi; en cambio, las personas que, en nuestros días, desprecian más el arte sagrado en nombre del «puro espíritu» son los que menos lo comprenden y quienes más necesidad tendrían de él (3). Sea lo que fuere, nada noble puede perderse nunca: todos los tesoros del arte, al igual que los de la naturaleza, vuelven a encontrase perfecta e infinitamente en la Beatitud; el hombre que tiene plena conciencia de esta verdad no puede dejar de estar desapegado de las cristalizaciones sensibles como tales.
1.- Por ejemplo, la salmodia del Corán, que presenta diversos estilos, es un arte; se puede escoger entre los estilos, pero no se les puede añadir nada; se puede salmodiar el Corán de tal forma, pero no de tal otra. Las salmodias expresan diferentes ritmos del espíritu.
2.- Tenemos en primer lugar el arte sagrado en el sentido más riguroso, tal como aparece en el Tabernáculo de Moisés, en el que Dios mismo prescribe las formas y los materiales; luego está el arte sagrado que ha sido desarrollado en conformidad con un determinado genio étnico; y, por último, existen los aspectos decorativos del arte sagrado, en los que el genio étnico se afirma más libremente, pero siempre en conformidad con un espíritu que lo trasciende. El genio no es nada sin su determinación por una perspectiva espiritual.
3.- El arte es siempre un criterio del «discernimiento de los espíritus»: el paganismo real se revela en el aspecto del arte, por ejemplo en el natu-ralismo de los grecorromanos y también, de un modo no menos impresionante, en el gigantismo a la vez brutal y afeminado de la escultura babilónica. Recordemos también el arte cargado de pesadillas del antiguo México decadente.
Pero existe también el simbolismo primordial de la naturaleza virgen; ésta es un libro abierto. una revelación del Creador. un santuario e incluso en ciertos aspectos, una vía. Los sabios y los eremitas de todas las épocas han buscado la naturaleza, cerca de ella se sentían lejos del mundo y cerca del Cielo; inocente y piadosa. pero sin embargo profunda y terrible, ella fue siempre su refugio. Si tuviéramos que elegir entre el más magnífico de los templos y la naturaleza inviolada, es a ésta a la que escogeríamos; la destrucción de todas las obras humanas no sería nada al lado de la destrucción de la naturaleza. (4) La naturaleza ofrece a la vez vestigios del Paraíso terrenal y signos precursores del Paraíso celestial.
4.- En el arte extremo-oriental, que es mucho menos «humanista» que las artes de Occidente y de la antigüedad próximo-oriental, la obra humana permanece profundamente ligada a la naturaleza, hasta el punto de formar con ella una especie de unidad orgánica; el arte chino-japonés no lleva en sí elementos «paganos» como es el caso de las antiguas artes mediterráneas; nunca es, en sus manifestaciones esenciales, sentimental ni vacío y aplastante.
Y sin embargo, desde otro punto de vista, cabe preguntarse qué es más precioso, si las cumbres del arte sagrado en cuanto inspiraciones directas de Dios, o las bellezas de la naturaleza en cuanto creaciones divinas y símbolos; (5) el lenguaje de la naturaleza es más primordial, sin duda, y más universal, pero es menos humano que el arte y menos inmediatamente inteligible; exige más conocimiento espiritual para poder entregar su mesaje. pues las cosas externas son lo que somos nosotros, no en sí mismas, sino en cuanto a su eficacia; (6) hay en ello la misma relación, o casi, que entre las mitologías tradicionales y la metafísica pura. La mejor respuesta a este problema, es que el arte sagrado, del que determinado santo no tiene «necesidad» personalmente, exterioriza sin embargo su santidad, es decir, precisamente este algo que puede hacer superflua para el santo la exteriorización artística; (7) por el arte, esta santidad o esta sabiduría se ha hecho milagrosamente tangible con toda su materia humana que la naturaleza virgen no puede ofrecer; en cierto sentido, la virtud «dilatante» y «refrescante» de la naturaleza es el hecho de no ser humana sino angélica, Decir que se prefieren las «obras de Dios» a las «obras de los hombres» sería no obstante simplificar en exceso el problema, dado que, en el arte que merece el epíteto de «sagrado», es Dios el autor; el nombre no es mas que el instrumento y lo humano no es más que la materia. (8)
5.- ¿Hay que preferir obras como la Virgen hierática de Torcello, cerca de Venecia, los nichos de piedra rutilantes de la mezquita de Córdoba, las imágenes divinas de la India y del Extremo Oriente, o la alta montaña, el mar, el bosque, el desierto? Así planteada, la cuestión es objetivamente insoluble, pues hay por cada lado –en el arte como en la naturaleza– un «más» y un «menos».
6.- Esto es cierto también para el arte, pero en menor medida, precisa- mente porque el lenguaje artístico pasa por el hombre.
7.- Decimos «que puede hacer», no que «debe», pues el arte puede tener para un determinado santo una función que escapa al hombre ordinario.
8.- La imagen de Buda combina del modo más expresivo las «categorías» de las que hemos tratado aquí; en primer lugar, el conocimiento y la concentración; luego, la virtud, pero absorbida ésta en los dos elementos precedentes; a continuación, la tradición y el arte, representados por la imagen misma y, por último, la naturaleza, representada por el loto.
El simbolismo de la naturaleza es solidario de nuestra experiencia humana: si la bóveda estelar gira es porque los mundos celestiales evolucionan alrededor de Dios; la apariencia es debida no sólo a nuestra posición terrestre, sino también, y ante todo, a un prototipo trascendente que no es en absoluto ilusorio, y que parece incluso haber creado nuestra situación espacial para permitir a nuestra perspectiva espiritual ser lo que es; la ilusión terrestre refleja, pues, una situación real, y esta relación es de la mayor importancia, pues muestra que son los mitos –siempre solidarios de la astronomía ptolemaica– los que tendrán la última palabra. Como ya hemos indicado en otras ocasiones, la ciencia moderna, aunque realiza evidentemente observaciones exactas, pero ignorando el sentido y el alcance de los símbolos, no puede contradecir de jure las concepciones mitológicas en lo que tienen de espiritual, luego de válido; no hace más que cambiar los datos simbólicos o, dicho de otro modo, destruye las bases empíricas de las mitologías sin poder explicar la significación de los datos nuevos. Desde nuestro punto de vista, esta ciencia superpone un simbolismo de lenguaje infinitamente complicado a otro, metafísicamente igual de verdadero pero más humano –un poco como se traduciría un texto a otra lengua más difícil–, pero ignora que descubre un lenguaje y que propone implícitamente un nuevo ptolomeísmo metafísico.
La sabiduría de la naturaleza es afirmada numerosas veces en el Corán, que insiste en los «signos» de la creación «para aquellos que están dotados de entendimiento», lo que indica la relación existente entre la naturaleza y la gnosis; la bóveda celeste es el templo de la eterna sophia.
La misma palabra «signos» (ayat) designa los versículos del Libro; como los fenómenos de la naturaleza a la vez virginal y maternal, revelan a Dios brotando de la «Madre del Libro» y transmitiéndose por el espíritu virgen del Profeta. El Islam, como el antiguo Judaísmo, se encuentra particularmente cerca de la naturaleza por el hecho de que está anclado en el alma nómada; su belleza es la del desierto y del oasis; la arena es para él un símbolo de pureza –se la emplea para las a abluciones cuando falta agua– y el oasis prefigura el Paraíso. El simbolismo de la arena es análogo al de la nieve: es una gran paz que unifica, semejante a la shahada que es paz y luz y que disuelve a fin de cuentas los nudos y las antinomias de la Existencia, o que reduce, reabsorbiéndolas, todas las coagulaciones efímeras a la Substancia pura e inmutable. El Islam surgió de la naturaleza; los sufíes retornan a ella, lo cual es uno de los sentidos de este hadíth: «El Islam comenzó en el exilio y acabará en el exilio». Las ciudades, con su tendencia a la petrificación y con sus gérmenes de corrupción, se oponen a la naturaleza siempre virgen; su única justificación, y su única garantía de estabilidad, es la de ser santuarios; garantía muy relativa, pues el Corán dice: « y no hay ciudad que Nosotros ( Allâh) no destruyamos o no castiguemos severamente antes del Día de la resurrección» (XVII, 60). Todo esto permite comprender por qué el Islam ha querido mantener, en el marco de un sedentarismo inevitable, el espíritu nómada: las ciudades musulmanas conservan la marca de una peregrinación a través del espacio y el tiempo; el Islam refleja en todas partes la santa esterilidad y la austeridad del desierto, pero también, en este clima de muerte, el desbordamiento alegre y precioso de las fuentes y los oasis; la gracia frágil de las mezquitas repite la de los palmerales, mientras que la blancura y la monotonía de las ciudades tienen una belleza desértica y por ello mismo sepulcral. En el fondo del vacío de la existencia y detrás de sus espejismos está la eterna profusión de la Vida divina.
Fuentes:
Extraído de "COMPRENDER EL ISLAM",
Frithjof Schuon.
Extraído de "COMPRENDER EL ISLAM",
Frithjof Schuon.
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