jueves, 2 de octubre de 2008

Siempre ya: El transparente resplandor de la conciencia omnipresente.

¿Dónde ubicamos el espíritu?
¿Qué es realmente lo que nos permitimos reconocer como sagrado?
¿Dónde, exactamente, se halla el fundamento del ser?
¿Dónde está lo esencialmente divino?


La gran búsqueda

La comprensión última de las tradiciones no duales es inequívocamente rotunda, lo único que existe es el espíritu, lo único que existe es Dios, lo único que existe es la vacuidad, en todo su maravilloso resplandor. Lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, lo sublime y lo abyecto, son manifestaciones esencialmente perfectas del Espíritu. En ningún lugar existe nada sino Dios, nada sino la Diosa, nada sino el Espíritu y ni el más pequeño grano de arena ni la más minúscula mota de polvo contienen más o menos Espíritu que cualquier otra cosa.

Ésta es la realización que pone fin a la gran búsqueda que se asienta en el corazón de la sensación de identidad separada. En última instancia el yo separado es precisamente la sensación de búsqueda, la experiencia que usted tiene de sí en este mismo instante, la contracción o tensión­, —la sensación de apresar, desear, anhelar, querer, evitar o resistir—, una sensación de esfuerzo o de búsqueda.

En su manifestación más elevada, esta sensación de búsqueda asume la forma de la gran búsqueda del Espíritu. Nosotros queremos pasar de nuestra condición ignorante (un estado de pecado, ilusión o dualidad) a un estado iluminado o espiritual, de un estado supuestamente carente de Espíritu a otro en el que sí se halle presente.

Pero lo cierto es que no hay ningún lugar donde no esté el Espíritu, porque la totalidad del Kosmos se halla completamente saturada de él. En consecuencia, toda la búsqueda, todo movimiento y todo intento de logro es profundamente estéril. La gran búsqueda no hace más que reforzar la creencia errónea de que hay lugares carentes de Espíritu y otros plenos de él y que debemos pasar de los primeros a los segundos. Pero lo cierto es que no hay lugar alguno que carezca de Espíritu, como tampoco existe ningún lugar que esté más impregnado de Espíritu que otro. Repitámoslo, lo único que existe es el Espíritu.

La gran búsqueda del Espíritu es ese impulso, el impulso último que impide la realización presente del Espíritu por la sencilla razón de que presume la pérdida de Dios. La gran búsqueda consolida la creencia errónea de que Dios no se halla presente y, de ese modo, eclipsa por completo la realidad de la omnipresencia de Dios. La gran búsqueda, en su pretensión de amar a Dios, es, de hecho, el mismo mecanismo que nos aleja de él, un mecanismo que promete para mañana lo que sólo existe en el eterno ahora, un mecanismo que nos lleva a anhelar tan fervientemente el futuro como el presente y, con él —resplandeciente sonrisa de Dios— termina escurriéndosenos de entre las manos.

La gran búsqueda es la contracción desprovista de amor que se oculta en el corazón de la sensación de identidad separada, una contracción que alienta el anhelo de un mañana en el que supuestamente llegará la salvación pero, mientras tanto, sigo siendo yo mismo. Cuento mayor es la gran búsqueda, mayor es la negación de Dios y más intensamente puedo experimentar la sensación de búsqueda que es, a fin de cuentas, la que establece los límites de mi yo. La gran búsqueda es, en suma, el principal enemigo de lo que es.

¿Debemos, acaso, poner fin a la gran búsqueda?. Definitivamente sí…. en el caso, por supuesto, de que podamos hacerlo. Pero el hecho es que el mismo esfuerzo de tratar de acabar con la gran búsqueda se convierte en una nueva versión de la gran búsqueda, ya que ese paso supone —y, por tanto, sigue fortaleciendo— la sensación de búsqueda. En realidad el yo-contracción no puede hacer absolutamente nada para acabar con la gran búsqueda, porque el yo-contracción y la gran búsqueda son dos nombre diferentes para referirse a lo mismo.

Si el espíritu no es un producto futuro de la gran búsqueda no nos queda más que una alternativa, el Espíritu debe hallarse plena, total y completamente presente ahora mismo…. Y, en este mismo instante, usted debe ser plena, total y completamente consciente de él.

Pero con ello no quiero decir que el Espíritu se halle presente y que usted no se dé cuenta de Él, porque no exigiría la gran búsqueda, eso requeriría de un mañana en que el Espíritu se hallara completamente presente y esa misma búsqueda nos alejaría de donde siempre estamos. De hecho, seguir buscando supone estar perdido. No, la realización y la conciencia deben hallarse, de algún modo, total y completamente presentes ahora mismo. De no ser así nos veríamos necesariamente abocados a la gran búsqueda y condenados a creer en lo que más anhelamos superar.

Debe haber algo en nuestra conciencia presente que ya sabe toda la verdad. De algún modo, sin importar cuál sea su estado su estado, usted ya tiene todo lo que necesita para estar iluminado; de algún modo usted ya conoce la respuesta. Usted ya percibe ahora mismo el 100% del Espíritu, no el 20%, ni el 50% ni el 99%, sino literalmente el 100% del Espíritu. Y el truco, digámoslo así, consiste en darse cuenta del estado de cosas omnipresentes y no creer en un supuesto estado futuro en el que Espíritu se halle presente.

Ese sencillo reconocimiento del Espíritu ya presente es el quehacer esencial, por sí decirlo, de las grandes tradiciones no duales.

El descubrimiento del Kosmos

Mucha gente cuestiona seriamente el "misticismo" o "trascendentalismo" porque supone que, de algún modo, odia la tierra o desprecia el cuerpo, los sentidos, la vida, etcétera. Pero si bien ese puede ser cierto en algunos casos infaustos, no tiene absolutamente nada que ver con la comprensión esencial de los grandes místicos no duales, desde Plotino y Eckhart, en Occidente, hasta Nagarjuna y la princesa Tsogyal, en Oriente.

De hecho, todos estos sabios sostienen universalmente que la realidad absoluta y el mundo relativo son "no dos" (este es, precisamente, el significado de "no dual"), del mismo modo que un espejo y sus reflejos no están separados o que el océano es uno con las olas que lo componen. Así pues, el "ultra-mundo" del Espíritu y el "intra-mundo" de los fenómenos separados son esencialmente "no dos", y esta no dualidad es la compresión inmediata y directa que tiene lugar en cierto estados meditativos, una percepción muy simple y muy ordinaria —se esté meditando o no— que sólo puede verse con el ojo de la contemplación. En tal caso todo lo que se percibe, tal y como es, ya está impregnado de Espíritu, porque el Espíritu no está separado de nada y el simple canto del petirrojo, tal cual es, revela el esplendor de lo divino. Ésta deviene entonces la sencilla y natural realización constante, a través de todos los cambios de estado, que acaba por liberarnos de la locura básica de ocultarnos de lo real.

¿Por qué entonces, ordinariamente no tenemos esa percepción?.

Todas las grandes tradiciones no duales de sabiduría han dado la misma respuesta a la misma pregunta. No nos damos cuenta de que el Espíritu se halla total y completamente presente aquí mismo y ahora mismo porque nuestra conciencia está atrapada en algún tipo de evitación. No queremos ser la conciencia sin elección del presente, sino que huimos de ella, queremos modificarla, cambiarla, odiarla, amarla, aborrecerla o transformarla, queremos, de algún modo, poder entrar o salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la presencia pura del presente o, dicho de otro modo, poder entrar o salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la presencia pura del presente o, dicho de otro modo, no queremos descansar en la presencia pura sino que queremos estar en otra parte. Y la gran búsqueda es el juego interminable que nos impide darnos cuenta de dónde nos encontramos ya.

La meditación —o la contemplación— no dual relaja profundamente la contracción de la sensación de identidad separada y permite que el yo se expanda en la inmensa amplitud de la totalidad del espacio. Entonces resulta evidente que usted no está "aquí", contemplando un mundo que se halle "ahí", porque todo se convierte en presencia pura y luminosidad espontánea.

Esta realización puede asumir muchas formas, una de las cuales puede perfectamente ser la siguiente. Tal vez esté usted mirando una montaña y se haya relajado en la conciencia sin esfuerzo de su conciencia presente cuando, súbitamente, la montaña deviene todo y usted no es nada. En tal caso la sensación de identidad separada se ha diluido y lo único que existe es lo que aparece instante tras instante. Usted está perfectamente despierto, totalmente consciente, y todo parece completamente normal, con la salvedad de que usted no se halla en ninguna parte. No es que usted se halle de este lado contemplando una montaña que se encuentra fuera de usted, sino que usted, sencillamente es la montaña, el cielo y las nubes; usted es todo lo que aparece instante tras instante, de un modo muy sencillo, muy evidente, tal cual es.

Existen multitud de nombres para ese estado —desde conciencia de unidad hasta sahaj samadhi—, pero lo cierto es que se trata del estado más sencillo y evidente de todos. Además, en el mismo momento en que vislumbramos ese estado que los budistas denominan un solo sabor (porque y la totalidad del universo son un solo sabor o una única experiencia) resulta evidente que en ningún momento encontramos en este estado sino que, por el contrario, se trata de un estado que, en algún sentido profundo y misterioso, ha sido nuestra condición primordial desde tiempo inmemorial, tanto que de hecho jamás hemos abandonado ese estado ni un solo instante.

Ése es el motivo por el cual el zen lo denomina la barrera sin puerta, porque desde este lado de la realización parece que usted tuviera que hacer algo para entrar en ese estado, como si debiera atravesar algún tipo de umbral. Pero el hecho es que usted en ningún momento ha abandonado ese estado, de modo que difícilmente podrá entrar en él. ¡La barrera sin puerta! «Toda forma es vacuidad, tal y como es» significa que todas las cosas, incluyéndole a usted y a mí, son ya perfectas y se hallan del otro lado de la barrera sin puerta.

¿Qué necesidad tenemos, pues —si esto ya es así—, de acometer una práctica espiritual? Porque en realidad cualquier práctica espiritual es una forma de la gran búsqueda y, como tal, está condenada al fracaso. Pero ése es, precisamente, el asunto, porque usted y yo estamos convencidos de que tenemos que hacer algo para realizar el Espíritu, usted y yo creemos que hay lugares en que el Espíritu no se halla (por ejemplo, en nosotros mismos) y nos aprestarnos a corregir esa situación. Así es como se origina la gran búsqueda. Y la meditación no dual, a sabiendas, hace uso de este hecho y nos sumerge en una búsqueda un tanto singular (que el zen denomina «vender agua en el río»).

William Blake dijo que «el loco que insiste en su locura deviene sabio», y eso es precisamente lo que trata de hacer la meditación no dual, tratar de acelerar ese proceso. Si usted cree que carece de Espíritu, zambúllase de cabeza en la locura de tratar de convertirse en el Espíritu, intente descubrir el Espíritu, trate, de establecer contacto con él, trate de alcanzarlo ¡medite, medite, y siga meditando con la intención de alcanzar el Espíritu!

Porque, de hecho, eso es algo imposible. Usted no puede alcanzar el Espíritu por el mismo motivo por el que tampoco puede alcanzar sus pies. Usted ya es Espíritu, siempre lo ha sido y no hay modo alguno de alcanzar lo que ya es. La meditación no dual consiste en el esfuerzo serio de hacer lo imposible, hasta que esté tan exhausto que termine sentándose y se dé cuenta de lo que siempre le ha sostenido.

Pero no se trata de que las tradiciones no duales nieguen los estadios superiores, porque no lo hacen. De hecho, las grandes tradiciones no duales disponen de muchas prácticas que ayudan a los individuos a alcanzar estados concretos de conciencia postformal, pero también subrayan que esos estados alterados que tienen un comienzo y un final en el tiempo no tienen nada que ver con lo atemporal. El verdadero objetivo no consiste en quedarse fascinado con los cambios de estado sino en permanecer en el estado sin estado. Tal condición de no estado es la auténtica naturaleza de éste y de cualquier otro estado imaginable de conciencia, de modo que cualquier estado en que se encuentre es ya perfecto. Y dado que el objetivo final no consiste en cambiar de estado sino en reconocer lo inmutable, en reconocer la vacuidad primordial, cualquier estado en que se halle es ya plenamente perfecto.

No obstante, tradicionalmente, para demostrar su sinceridad usted debe llevar a cabo numerosas prácticas preliminares, entre las que cabe destacar el dominio de diversos estados de conciencia meditativa que le llevan a una adaptación estable post-postconvencional, y todo eso está muy bien. Pero ninguno de esos estados de conciencia es el estado final, definitivo o privilegiado, como tampoco lo es el cambio de estado. Más bien al contrario, puesto que es precisamente entrando y saliendo de esos diversos estados meditativos como empieza usted a comprender que la iluminación no descansa en ninguno de ellos. Todos esos estados tienen un comienzo en el tiempo y, en consecuencia, ninguno es atemporal. La cuestión consiste en comprender que el cambio de estado no es el objetivo final y que la realización puede ocurrir en cualquier estado de conciencia.

La conciencia omnipresente

El reconocimiento primordial de un solo sabor —no la creación sino el reconocimiento de que usted y el Kosmos son Un solo espíritu, un solo sabor, un solo gesto— es el gran regalo de las tradiciones no duales. Y en su forma más simplificada este reconocimiento procede del siguiente modo:

(Lo que ahora sigue son instrucciones que sirven para «apuntar» o señalar directamente a la naturaleza esencial o Espíritu intrínseco de la mente. Tradicionalmente esto implica la repetición deliberada, de modo que si usted lee este material de modo normal tal vez encuentre las repeticiones tediosas y hasta irritantes. Así pues, si quiere trabajar con el resto de esta sección, lea las instrucciones de manera lenta y atenta y sumérjase en las palabras y las repeticiones. También puede trabajar con lo que sigue como un objeto de meditación, leyendo en tal caso uno o dos párrafos a una o dos frases en cada sesión.)

Comenzaremos con la realización de que el yo puro o testigo transpersonal es una conciencia omnipresente, aunque dudemos de su existencia. Supongamos que usted es ahora consciente de este libro, de la habitación en que se encuentra, de una ventana, del cielo o de las nubes... Usted puede sentarse y advertir simplemente que es consciente de todos los objetos que discurren a su alrededor. Las nubes flotan a través del cielo del mismo modo que los pensamientos a través de su mente, y cuando usted se percata de ello, simplemente es consciente sin tener que realizar el menor esfuerzo. Entonces testimonia de manera simple, espontánea y sin esfuerzo todo lo que se halla presente.

Manteniéndome en esa actitud de conciencia testigo puedo darme cuenta de que, al ser consciente de mi cuerpo, yo no soy mi cuerpo. Cuando advierto que soy consciente de mi mente, no me cabe duda de que yo no soy mi mente. Si soy consciente de mi yo, yo no soy mi yo. Yo soy el testigo de mi cuerpo, de mi mente y de mi yo.

Esto es algo realmente fascinante. Yo puedo ver mis pensamientos pero no soy esos pensamientos. Yo soy consciente de las sensaciones corporales, de modo que no soy esas sensaciones. Y, como también puedo ser consciente de mis emociones, no debo ser sólo esas emociones. ¡Yo soy el testigo de todo eso!

Pero ¿qué es ese testigo?. ¿Qué o quién es el testigo de todos esos objetos?. ¿Qué o quién es el que observa el desfile de los pensamientos, de los pensamientos y los objetos?. ¿Qué o quién es el vidente puro, el testigo puro que constituye la esencia misma de todo lo que soy?

Según afirman las tradiciones, la conciencia testigo es el Espíritu, la mente iluminada, la naturaleza esencial de¡ Buda, Dios mismo, en su totalidad.

Así pues, las tradiciones afirman que permanecer en contacto con el Espíritu, Dios o con la mente iluminada no es nada difícil de lograr, porque tal es precisamente su conciencia ordinaria testigo en este mismo instante. Si usted puede ver este libro ya dispone plenamente, en este mismo instante, de esa conciencia.

Un texto muy famoso del dzogchen o budismo maha-ati (una de las principales tradiciones no duales) afirma que «en ocasiones ocurre que algunos meditadores dicen que es difícil reconocer la naturaleza de la mente» (en el dzogchen «la naturaleza de la mente» es la pureza primordial o la vacuidad radical o, dicho de otro modo, el Espíritu no dual). El hecho es que «la naturaleza de la mente» es la conciencia testigo omnipresente, algo que, según afirma el texto, algunos meditadores encuentran difícil de creer. Ellos consideran, por el contrario, que la conciencia omnipresente es difícil o incluso imposible de reconocer y que tienen que trabajar muy duro y meditar durante mucho tiempo antes de alcanzar la mente iluminada... cuando lo cierto es que su propia conciencia testigo omnipresente está operando plenamente ahora mismo.

El texto prosigue diciendo que «algunos practicantes, tanto hombres como mujeres, creen tanto en la imposibilidad de reconocer la naturaleza de la mente que se deprimen hasta que las lágrimas resbalan por sus mejillas. Pero lo cierto es que no hay el menor motivo para entristecerse porque la naturaleza de la mente iluminada no es imposible de reconocer, sino que reposa precisamente detrás de quien piensa en esa imposibilidad, ahí es donde se halla».

En lo que concierne a la dificultad de establecer contacto con la conciencia testigo omnipresente, el texto dice que «hay meditadores que no permiten que su mente descanse en ella [en la simple conciencia presente], sino que, por el contrario, se aprestan a buscar fuera y dentro de sí. Pero la búsqueda, sea externa o interna, jamás nos permitirá verlo ni encontrarlo [al Espíritu]. No existe la menor razón para emprender ninguna búsqueda externa o interna, basta simplemente con reposar directamente en la mente que busca externa o internamente. Con eso basta».

Cuando nosotros somos conscientes de esta habitación, tal y como es, esa misma conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros somos conscientes de las nubes que discurren por el cielo, esa misma conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros somos conscientes del dolor, de la agitación, del terror o del miedo, esa misma conciencia, precisamente tal y como es, es el Espíritu omnipresente.

Dicho en otros términos, la realidad última no es algo visto sino el testigo omnipresente. Las cosas pueden ser vistas, van y vienen, son felices o tristes, placenteras o dolorosas, pero el vidente no es nada de eso y no va ni viene. El testigo no fluctúa, desaparece ni entra, en modo alguno, en la corriente del tiempo. El testigo no es un objeto ni una cosa vista, sino el vidente omnipresente de todas las cosas, el testigo es el yo del Espíritu, el centro del ciclón, la apertura divina, la transparencia de la pura vacuidad.

No hay un solo instante en que usted no tenga acceso a esta conciencia testigo. En cada instante hay una conciencia espontánea de lo que se presenta, y esa conciencia simple, espontánea y sin esfuerzo es el mismo Espíritu omnipresente. Aun en el caso de que usted crea no verla, no por ello deja de estar ahí. Así pues, el estado último de la conciencia —la esencia misma del Espíritu— no es difícil de alcanzar sino imposible de evitar.

Éste es, precisamente, el secreto más celosamente guardado por las escuelas no duales.

Y poco importa cuáles sean los objetos o contenidos que aparezcan, porque todos ellos son perfectos. En ocasiones las personas tienen dificultades en entender el Espíritu porque tratan de verlo como un objeto de conciencia o como un objeto de comprensión. Pero la realidad última no es algo visto, es el vidente. El Espíritu no es un objeto, sino el sujeto radical y omnipresente. De este modo, no es algo que se presente ante usted como una roca, una imagen, una idea, una luz, un sentimiento, una intuición, una nube luminosa, una visión intensa o una sensación de gran beatitud. Todo eso está muy bien pero no dejan de ser objetos, es decir, algo que el Espíritu no es.

Yo soy consciente de las sensaciones de mi cuerpo y, al ser consciente de todos esos objetos no puedo, en consecuencia, ser eso. Yo soy consciente de los pensamientos que discurren por mi mente y, al ser consciente de todos esos objetos, no puedo, en consecuencia, ser eso. Yo soy consciente de mi yo presente pero, del mismo modo, ése no es más que otro objeto y yo no puedo, en consecuencia, ser eso.

Las imágenes flotan en la naturaleza, los pensamientos discurren por mi mente, los sentimientos se suceden en mi cuerpo y yo, en consecuencia que no soy un objeto, sino el testigo puro de todos esos objetos, la conciencia como tal, no puedo ser nada de eso.

Así pues, en la medida en que usted descansa en el testigo puro, no anhela nada en concreto y todo lo que se presenta está bien. Es más, cuando usted reposa en el testigo puro, en el sujeto último, cuando usted se desidentifica de los objetos, comienza a advertir una sensación de inmensa libertad. Pero esa libertad no es algo que usted pueda ver, sino algo que usted es. Cuando usted es el testigo de sus pensamientos, usted no está atado a ellos, del mismo modo que, cuando usted es el testigo de sus sentimientos, tampoco está atado a ellos. Donde anteriormente se hallaba su yo contraído sólo queda una inmensa sensación de apertura y libertad. Como objeto, usted está encadenado, como testigo, en cambio, es libre.

Pero nosotros no vemos esta libertad, sino que descansamos en ella, reposamos en el vasto océano de la serenidad infinita.

Por ello cuando descansamos en este estado del testigo puro y simple, cuando nos tomamos el auténtico vidente, la vacuidad y la libertad pura, permitimos que todo lo visto emerja como quiera. El Espíritu no es ninguno de los objetos limitados, encadenados, mortales y finitos que desfilan por el mundo del tiempo, sino el vidente libre y vacío. Así es como descansamos en la vacuidad y libertad inmensas en que emergen todas las cosas.

Pero nosotros no alcanzamos o establecemos contacto con la conciencia pura del testigo porque no es posible restablecer el contacto con lo que nunca hemos perdido. Por el contrario, para reposar en la conciencia serena, clara y omnipresente basta simplemente con tomar conciencia de lo que ya está sucediendo. Nosotros ya vemos el cielo, ya escuchamos el canto de los pájaros, ya percibimos el frescor de la brisa. Porque el hecho es que el testigo simple ya está presente y plenamente operativo. Ése es el motivo por el que no restablecemos contacto ni actualizamos ese testigo, sino que simplemente advertimos lo que siempre ha estado presente, la conciencia espontánea y simple de lo que ocurre en este mismo instante.

También advertimos entonces que el testigo simple y omnipresente tiene lugar sin el menor esfuerzo. Porque escuchar los sonidos, ver las imágenes y percibir el frescor de la brisa no requiere ningún esfuerzo, es algo que ya está ocurriendo y basta simplemente con descansar en este testigo sin realizar el menor esfuerzo. Nosotros no perseguimos esos objetos, como tampoco los evitamos. El Espíritu es el vidente omnipresente y no una cosa limitada que pueda ser vista; en consecuencia, podemos dejar ver las cosas yendo y viniendo exactamente tal y como son. «La persona perfecta utiliza su mente como un espejo —dice Chuang Tzu—, ni se aferra ni rechaza; recibe, pero no atesora nada». El espejo refleja sin el menor esfuerzo las imágenes que inciden en él y, de¡ mismo modo que usted ve sin el menor esfuerzo el cielo ahora mismo, el testigo presencia, sin esfuerzo alguno, cualquier objeto que se presente. Todas las cosas aparecen y desaparecen reflejándose sin el menor esfuerzo en el espejo de testigo.

Cuando descanso en el testigo puro y simple, me doy cuenta de que no estoy atrapado en el mundo de tiempo. El testigo existe únicamente en el presente atemporal. Y, una vez más, ése no es un estado que sea difícil de alcanzar sino, por el contrario, un estado que resulta imposible de evitar. El testigo sólo ve el presente eterno porque lo único realmente verdadero es el presente eterno. Cuando pienso en el pasado, esos pensamientos pasados existen ahora mismo, en este mismo instante, y cuando pienso en el futuro, esos pensamientos futuros existen ahora mismo, en este mismo instante. El pasado y el futuro aparecen precisamente ahora, en la simple conciencia omnipresente.

Y aquel momento pasado en que ocurrió tal o cual cosa también tuvo lugar en el presente, de¡ mismo modo que, cuando en un futuro ocurra esto o aquello, también ocurrirá en el presente. Lo único que existe es el ahora, lo único que existe es la omnipresencia de¡ presente, eso es lo único que puedo conocer directamente. Así pues, el presente eterno no es difícil de alcanzar sino imposible de evitar, algo que resulta evidentemente patente cuando descanso en el puro y simple testigo y observo el modo en que el pasado y el futuro discurren por la simple conciencia omnipresente.

Ése es el motivo por el cual, cuando descanso en el testigo simple y omnipresente, me hallo fuera del tiempo, porque cuando descanso en la simple conciencia testigo, advierto que el tiempo discurre frente a mí o a través de mí del mismo modo que las nubes a través del cielo. Y precisamente por ello puedo ser consciente del tiempo, puesto que en la simple presencia, cuando mi esencia reposa en el puro y simple testigo del Kosmos, yo soy atemporal.

Así pues, cuando descanso en el simple testigo omnipresente, estoy enfrente mismo del Espíritu. De hecho, hoy y siempre estoy con Dios en el estado de testigo simple omnipresente. Eckhart dijo que «Dios se halla más cerca de mí que yo mismo», porque en el testigo omnipresente que es precisamente la naturaleza intrínseca del Espíritu (mi propia esencia), Dios y yo somos uno.. De modo que cuando no soy un objeto, soy Dios. (Y eso es algo que puede decir verazmente cualquier yo del Kosmos.)

Pero yo no puedo entrar en el estado de testigo omnipresente -que es el Espíritu mismo- porque ese estado se halla precisamente presente en todo momento. Yo no puedo comenzar a testimoniar, sino que sólo puedo advertir que eso es algo que ya está ocurriendo. Este estado no tiene un comienzo ni un final en el tiempo porque es, en realidad, omnipresente. Y, del mismo modo que no podemos acercamos a él, tampoco podemos alejarnos de él, porque siempre somos él. Ése es también, precisamente, el motivo por el cual los budas nunca han entrado en ese estado y los seres sensibles jamás lo han abandonado.

Cuando descanso en el testigo simple, claro y omnipresente, estoy reposando en lo no nacido, en el Espíritu intrínseco, en la Vacuidad primordial, en la libertad infinita. Yo no puedo ser visto porque carezco de todo tipo de cualidades. Yo no soy eso, yo no soy esto, yo no soy un objeto, yo no soy luz ni oscuridad, grande ni pequeño, aquí ni ahí, yo carezco de color y de ubicación y estoy fuera del espacio y del tiempo. Yo soy la vacuidad última, otro modo de llamar a la libertad infinita, esencialmente libre. Yo soy la apertura, el claro del que ahora mismo emana la totalidad del mundo manifiesto pero yo no emerjo ahí, eso emerge en mí, en la inmensa vacuidad y libertad de lo que soy.

Las cosas que pueden ser vistas son placenteras o dolorosas, afortunadas o tristes, gozosas o temibles, sanas o enfermas, pero el vidente de todas esas cosas no es afortunado ni triste, gozoso ni temible, sano ni enfermo, sino sencillamente Libre. Como testigo puro y simple yo estoy libre de todos los objetos, libre de todos los sujetos, completamente libre del tiempo y del espacio, del nacimiento, de la muerte y de todas las cosas que se hallan entre el nacimiento y la muerte. Yo soy, sencillamente, libre.

Cuando descanso en el testigo puro y simple advierto que esta conciencia no es una experiencia. Es consciente de las experiencias pero no es, en sí misma, una experiencia. Las experiencias van y vienen, aparecen y desaparecen, tienen un comienzo en el tiempo, perduran durante un tiempo y terminan desvaneciéndose. Pero todas ellas emergen en la simple apertura o claro que es la inmensa expansión de lo que soy. Las nubes discurren por esa inmensa vastedad, los pensamientos discurren por esa inmensa vastedad y las experiencias discurren por esa inmensa vastedad. Todo objeto aparece y termina desvaneciéndose por esa inmensa vastedad, el vidente libre y vacío, la espaciosa apertura o claro de donde emergen todas las cosas, no aparece ni desaparece ni tampoco se mueve en modo alguno.

Así pues, cuando descanso en el testigo puro y simple he dejado ya de estar atrapado en la búsqueda de experiencias, sean de la canse, de la mente o del espíritu. Las experiencias —sean sublimes o abyectas, sagradas o profanas, dichosas o auténticas pesadillas— simplemente van y vienen de continuo como las olas del océano que soy. Cuando descanso en el testigo puro y simple, dejo de estar a merced de las experiencias gozosas o aterradoras, todas las experiencias discurren por mi rostro original como lo hacen las nubes por el cielo transparente de otoño y en mí hay cabida para todo.

Cuando descanso en el testigo puro y simple, comienzo incluso a advertir que el testigo no es una entidad o una cosa separada de lo que atestigua, Todas las cosas emanan de¡ testigo y el testigo mismo se derrama en todas las cosas.

Así es, descansando en la conciencia simple, clara y omnipresente, como descubro que no existen ningún interior y ningún exterior, ningún sujeto y ningún objeto. Las cosas y los sucesos siguen emergiendo con claridad —las nubes se desplazan, los pájaros cantan y la brisa fresca sigue soplando—, pero no hay ningún yo separado detrás de todo ello. Los hechos simplemente emergen tal como son, sin la menor referencia constante al yo o al sujeto contraído. Los sucesos emergen tal y como son y lo hacen con la libertad de no verse limitados por un pequeño yo que los contempla. Emergen con el Espíritu y como Espíritu, en la apertura o claro que soy, no lo hacen para ser vistos y distorsionados perceptivamente por ningún ego.

En la modalidad contraída yo estoy «aquí», a este lado de mi rostro, contemplando el mundo que se halla «ahí», del lado «objetivo». Yo existo a este lado de mi rostro y mi vida entera gravita en tomo al intento de protegerme, de salvaguardar esta contracción, de mantener la sensación de búsqueda e identificación, una contracción que me aliena del mundo externo, un mundo que desearé o detestaré, amaré u odiaré, ante el que me acercaré o retrocederé, que trataré, en fin, de apresar o de evitar. El interior y el exterior están en lucha perpetua, desempeñando todos los papeles posibles del drama esperanzado o aterrador de proteger la contracción sobre mí mismo.

Creemos que «perder nuestro prestigio es como morir», lo que es profundamente cierto: ¡no queremos perder nuestro prestigio porque no queremos morir!. ¡No queremos perder la sensación de identidad separada!. Pero ese miedo primordial a perder prestigio es, en realidad, la raíz de nuestra agonía más profunda, porque el intento de protegemos —de salvar nuestra identidad con el cuerpo-mente— es el propio mecanismo del sufrimiento, el propio mecanismo que termina escindiendo el Kosmos en un interior versus un exterior, fractura brutal que experimentamos como sufrimiento.

Pero cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente simplemente dejo de protegerme, dentro y fuera desaparecen por completo y lo único que existe es lo siguiente:

Cuando abandono todos los objetos —yo no soy esto, yo no soy eso— y descanso en el testigo puro y simple, todos los objetos emergen sencillamente en mi campo visual, todos los objetos emergen en el espacio del testigo. Yo soy simplemente la apertura o claro en que emergen todos los objetos. Yo advierto que todas las cosas emergen en mí, emergen en la apertura o claro que soy. Las nubes flotan en la vasta apertura que soy, el sol resplandece en la vasta apertura que soy y el mismo cielo se halla en mí. Yo puedo degustar el cielo porque se halla más cerca de mí que mi propia piel. Las nubes están en mi interior y yo las veo desde dentro. Cuando todas las cosas emergen en mí yo soy todas las cosas, el universo es un solo sabor y yo soy eso.

Así pues, cuando descanso en el testigo todas las cosas emergen en mí y yo soy la totalidad de las cosas. No hay sujeto y objeto porque yo no veo las nubes sino que soy las nubes; no hay sujeto y objeto porque yo no siento el frescor de la brisa sino que soy la brisa fresca; no hay sujeto y objeto porque yo no escucho el fragor del trueno sino que soy el propio estruendo que retumba.

Yo ya no estoy aquí, a este lado de mi rostro, contemplando un mundo que se halle ahí fuera, sino que simplemente soy el mundo. Yo ya no estoy aquí, he perdido mi identidad y he descubierto mi rostro original, el Kosmos mismo. En la pura conciencia omnipresente, los pájaros cantan y yo soy eso, el sol resplandece y yo soy eso, la luna riela y yo soy eso.

Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, cada objeto es su propio sujeto, cada evento, por así decirlo, «se ve a sí mismo» porque yo soy ahora el que se está viendo a sí mismo. Yo no estoy mirando el árbol sino que soy el árbol viéndose a sí mismo. La totalidad del mundo manifiesto sigue apareciendo tal y como es, con la única salvedad de que sujeto y objeto han desaparecido. La montaña sigue siendo la montaña pero ya no es un objeto contemplado y yo no soy el sujeto separado que la contempla. La montaña y yo aparecemos en la conciencia simple y omnipresente, y en ese claro ambos somos libres, en ese espacio no dual ambos estamos liberados, en esa apertura de la conciencia omnipresente ambos estamos iluminados. Tal apertura está libre de esa violencia divisora llamada sujeto y objeto, aquí versus ahí y yo contra el mundo. Cuando dejo de protegerme y desaparezco termino descubriendo a Dios en la conciencia simple omnipresente.

Cuando descanso en el testigo atemporal, la gran búsqueda finalmente termina. La gran búsqueda es el principal enemigo del Espíritu omnipresente, la más violenta mentira ante el más amable infinito. La gran búsqueda es el intento de alcanzar una experiencia última, una visión fabulosa, un paraíso de placer, un tiempo incesantemente esplendoroso, una intuición poderosa —sea la búsqueda de Dios, la búsqueda de la Diosa o la búsqueda del Espíritu— ... pero el Espíritu no es un objeto, y en consecuencia no puede ser buscado, apresado, encontrado ni visto porque es el testigo omnipresente. Buscar al testigo es equivocarse por completo, porque el mismo hecho de buscar constituye el principal de los errores. ¿Cómo sería posible buscar lo que ahora mismo es consciente de esta página? ¡Tú eres eso!. Es imposible buscar al buscador.

Cuando dejo de ser un objeto soy Dios, y cuando voy tras un objeto —el que sea—, dejo de ser Dios. Y esa lamentable catástrofe jamás podrá ser corregida mediante la búsqueda de más objetos.

Al contrario, yo sólo puedo descansar en el testigo, que ya está realmente libre de objetos, libre del tiempo y libre de la búsqueda. Cuando yo no soy un objeto soy el Espíritu, cuando descanso en el testigo libre y sin forma soy uno con Dios, ahora mismo, en este instante atemporal y eterno. Sólo puedo degustar el infinito y empaparme de la plenitud cuando dejo de seguir buscando y descanso simplemente en lo que soy.

Antes de que Abraham fuera, yo ya era. Antes del Big Bang, yo ya era. Y después de que el universo se disuelva, yo seguiré siendo. En todas las cosas, grandes o pequeñas, yo soy. Y jamás podré ser visto, oído, sentido, ni conocido. Yo soy es el testigo omnipresente.

Poco importa, pues, lo que se vea en un determinado momento, ya que la realidad esencial no es nada que pueda verse, sino el vidente mismo. Poco importa, pues, que experimentemos paz o inquietud, ecuanimidad o agitación, dicha o terror, felicidad o tristeza, porque todos estos son objetos de nuestra conciencia y el testigo que los experimenta es ya libre.

Poco importan, pues, los estados fluctuantes, porque lo que realmente importa es reconocer al testigo omnipresente. Aun en medio de la gran búsqueda o en la más intensa de mis contracciones en mí mismo, sigo teniendo acceso directo e inmediato al testigo omnipresente. No es que tenga que intentar traer esa conciencia simple a la existencia, ni tampoco que deba tratar de entrar en ese estado. No tengo que hacer el menor esfuerzo, sólo darme cuenta de que ya soy consciente de los cielos, percatarme de que ya soy consciente de las nubes, advertir que el testigo omnipresente se halla ya completamente operativo y que no es algo difícil de alcanzar sino, por el contrario, imposible de evitar. Nunca he dejado de estar inmerso en esa conciencia omnipresente, la vacuidad esencial de la que emana toda manifestación.

Cuando usted es el testigo de todos los objetos y todos los objetos emanan de usted, usted permanece en la libertad última, en la vasta amplitud de la inmensidad del espacio. En ese único gusto, el viento ya no sopla sobre usted, sino que lo hace desde su interior, el Sol ya no brilla sobre usted sino que irradia desde el centro mismo de su ser, y cuando llueve es usted mismo quien está derramándose. Entonces podrá beberse el océano Pacífico de un solo trago y tragarse el universo entero, las supernovas nacerán y morirán dentro de su corazón y las galaxias girarán incesantemente en el centro de su corazón y todo resultará tan sencillo como el canto del petirrojo en un amanecer transparente como el cristal.

Cada vez que me doy cuenta o reconozco al testigo omnipresente, pongo fin a la gran búsqueda y acabo de una vez con la sensación de identidad separada. Esa es la práctica no dual, la práctica última, la práctica secreta, la práctica de la no práctica, la práctica del simple reconocimiento, la práctica de la remembranza y del reconocimiento que se asienta eterna y atemporalmente en el hecho de que lo único que existe es el Espíritu, un Espíritu que no es difícil de encontrar sino, por el contrario, imposible de evitar.

El Espíritu es lo único que nunca ha estado ausente, lo único que ha permanecido inmutable en medio del flujo incesante de la experiencia. Y esto es algo que usted sabe desde hace literalmente millones de años y no hay, en consecuencia, nada que le impida reconocerlo. «Si usted comprende esto, descansa en lo que comprende y eso, precisamente, es el Espíritu. Si usted no lo comprende, descansa en lo que no comprende y eso, precisamente, es el Espíritu.» Por toda la eternidad sólo hay Espíritu, el testigo de este, y de este y también de este instante... hasta el mismísimo fin del mundo.

El ojo del Espíritu

Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, estoy descansando en el Espíritu intrínseco, yo no soy, de hecho, más que el Espíritu testigo. No es que me convierta en Espíritu sino que simplemente reconozco el Espíritu que siempre he sido. Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, yo soy el testigo del mundo, el ojo del Espíritu. Entonces veo el mundo como lo ve Dios, como lo ve la Diosa, como lo ve el Espíritu, y todo objeto es la más pura expresión de la belleza, toda cosa y todo evento un gesto de gran perfección, todo proceso el latido mismo de mi ser eterno. Entonces no soy un testigo ajeno a todo lo que aparece sino que soy un solo sabor con todo lo que emana de mi interior. El Kosmos entero brota ante el ojo del Espíritu, ante el yo del Espíritu, ante mi propia conciencia, el estado simple omnipresente que siempre he sido.

Desde el fundamento de la conciencia simple y omnipresente el cuerpo-mente se renueva por completo. Cuando usted descansa en la conciencia primordial, la conciencia satura todo su ser y de la corriente misma de la conciencia emerge un nuevo destino. Cuando la gran búsqueda ha finalizado, cuando la sensación de identidad separada ha desaparecido, cuando la continuidad del testigo se ha estabilizado, cuando la conciencia omnipresente constituye su continuó sustrato, su cuerpo-mente resucitará y se reconstruirá en tomo al Espíritu intrínseco y usted se levantará de entre los muertos, por así decirlo, para asumir un nuevo destino y una nueva misión.

Cuando usted deje de existir como yo separado (y ponga fin al daño que eso provoca al cuerpo-mente), se convertirá en un vehículo del Espíritu (y su cuerpo-mente, libre ya de las distorsiones y brutalidades de la contracción sobre sí mismo, podrá actuar desde sus potencialidades más elevadas). Desde el sustrato de su conciencia omnipresente, usted personificará todas y cada una de las cualidades iluminadas de los budas y los bodhisattvas («aquellos cuyo ser [sattva] es la conciencia [bodhi] omnipresente»).

Los términos budistas son poco importantes, lo único que importa son las cualidades iluminadas que representan. El hecho es que, una vez que usted ha estabilizado la conciencia simple y omnipresente —una vez que la gran búsqueda y la contracción sobre el yo ha dejado de seguir alimentando la vida separada y ha vuelto a Dios, ha vuelto a su fundamento en la conciencia omnipresente—, entonces podrá resurgir desde el sustrato de su conciencia omnipresente y personificar las posibilidades más elevadas de ese sustrato. Entonces usted será el vehículo del Espíritu que ya es, el sustrato omnipresente vivirá a través de usted, como usted, en una extraordinaria diversidad de formas.

Tal vez entonces usted se convierta en Samantabhadra —cuya conciencia omnipresente asume la forma de una inmensa conciencia de igualdad— y entonces se dé cuenta de que la conciencia omnipresente que se halla en usted es la misma conciencia que se halla totalmente presente en todos los seres sensibles sin excepción alguna. Una y la misma, singular y única, un solo corazón, una sola mente, una sola alma que respira y late en todos los seres sensibles recordándoles ese simple hecho, recordándoles que lo único que existe es el Espíritu, recordándoles que nada se halla más cerca de Dios que otra cosa, porque sólo existe Dios, sólo existe divinidad.

Quizás usted devenga Avalokiteshvara, cuya conciencia omnipresente asume la forma de la compasión bondadosa. En la resplandeciente claridad de la conciencia omnipresente, todos los seres sensibles emergen como formas iguales del Espíritu intrínseco, de la vacuidad pura, y todos ellos son tratados como hijos e hijas del Espíritu que son. Usted habrá elegido vivir esta compasión con una delicada entrega, de modo que su misma sonrisa caldeará los corazones de quienes sufren y ellos le buscarán para que les confirme la promesa de su posible liberación en la gran amplitud de su conciencia primordial y usted nunca les dará la espalda.

Quizás aparezca entonces como Prajnaparamita, la madre de los budas, cuya simple conciencia omnipresente asume la forma de inmensa vastedad, el útero de lo no nacido en que reside el Kosmos entero. Porque lo cierto es que, del sustrato de su propia conciencia, simple, clara y omnipresente, nacen todos los seres y a él terminan retornando. Cuando descansa en el claro resplandor de su conciencia omnipresente, contempla el nacimiento de los mundos del que emergen y al que terminan regresando también todos los budas y todos los seres sensibles. Y usted permanecerá sonriendo y abrazando la inmensa amplitud de la sabiduría eterna mientras todo comienza de nuevo, una y otra vez, por siempre jamás, desde el útero de su omnipresente estado.

Tal vez se presente como Manjushri, cuya conciencia omnipresente asume la forma de la inteligencia luminosa. Aunque todos los seres sean igualmente Espíritu intrínseco, los hay que no reconocen fácilmente esta esencia omnipresente y la sabiduría discriminativa emergerá brillantemente del sustrato de la conciencia de igualdad. Entonces usted percibirá instintivamente lo verdadero y lo falso y clarificará todo lo que toque. Y si el yo contraído sobre sí no escucha su amable voz, su conciencia omnipresente se manifestará en su forma más airada que, según se dice, no es sino el temible Yamantaka, el vencedor del Señor de la Muerte.

Quizás aparezca como Yamantaka, el fiero protector de la conciencia omnipresente, el samurai del Espíritu intrínseco. Este aspecto terrible aparece para superar los obstáculos que bloquean la conciencia omnipresente. En tal caso, usted simplemente brotará desde el sustrato de la conciencia de igualdad para revelar lo falso, lo superficial y lo menos-que-omnipresente. Ese ya no es un tiempo de sonrisas, sino de la espada de la sabiduría discriminativa, que atraviesa sin piedad todos los obstáculos que impiden acceder al sustrato que todo lo engloba.

Tal vez se presente como Bhaishajyaguru, cuyo conciencia omnipresente asume la forma del resplandor curativo. Desde la brillante claridad de la conciencia omnipresente, usted siempre recordará a los enfermos, a los afligidos y a los que sufren que, aunque su sufrimiento sea real, ése no es su verdadero ser. Y ante la simple presencia de su sonrisa, las almas contraídas se relajarán en la inmensa vastedad de la conciencia intrínseca, una relajación ante la que la enfermedad perderá todo su sentido. Y esa conciencia omnipresente es tan ajena al esfuerzo que nunca se agotará y recordará de continuo a todos los seres qué y quiénes son, del otro lado del miedo, en el amor esencial y la aceptación ecuánime que es la mente-espejo de la conciencia omnipresente.

Quizás devenga usted Maitreya, cuya omnipresente conciencia asume la forma de la promesa de que, aun en el más alejado de los futuros, la conciencia siempre se hallará presente. Desde la brillante claridad de la conciencia primordial, usted hará el voto de permanecer con todos los seres hasta una eternidad de futuros, porque esos mismos futuros emergerán en la simple conciencia del presente, la misma conciencia que ahora ve da cuenta de ello.

Éstas son, simplemente, algunas de las potencialidades de la conciencia omnipresente. Poco importan, repito, los términos budistas, porque no son más que algunas de las formas de su propia resurrección, algunas de las posibilidades que pueden presentársela cuando haya llegado al final de la gran búsqueda, algunas de las formas en que el mundo se aparece ante el ojo omnipresente del Espíritu, ante el yo omnipresente del Espíritu, lo que usted ve, ahora mismo, cuando contempla el mundo tal como lo ve Dios, desde el sustrato sin fundamento de la simple conciencia omnipresente.

Cuando todo ha concluido

Tal vez usted aparezca como cualquiera de esas formas de la conciencia omnipresente. Pero en realidad eso tampoco importa, porque cuando usted descansa en la resplandeciente claridad de la conciencia omnipresente, no es buda bodhisattva, no es esto ni eso, no se halla aquí ni ahí. Cuando usted descansa en la conciencia simple y omnipresente, usted es lo no nacido y carece de todo tipo de cualidades. Carente de color, usted es lo incoloro, carente de tiempo, usted es lo atemporal, carente de forma usted es lo sin forma. Cuando usted descansa en la vacuidad primordial, es invisible a este mundo.

Sólo que, como ser encarnado, usted también emerge al mundo de la forma que es su propia manifestación. Y algunos de los potenciales intrínsecos de la mente iluminada (los potenciales intrínsecos de su conciencia omnipresente) —como la ecuanimidad, la sabiduría discriminativa, la sabiduría semejante a un espejo, la conciencia sustrato y la conciencia que todo lo alcanza— se combinan con las predisposiciones naturales y los talentos concretos de su cuerpo-mente individual. Así pues, cuando el yo separado muere en la vasta amplitud de su propia conciencia omnipresente, usted aparece alentado por algunos o varios de estos potenciales iluminados. Entonces ya no se halla motivado por la gran búsqueda, sino por la gran compasión de esas potencialidades, algunas de las cuales son amables, otras airadas, pero todas, a fin de cuentas, posibilidades de ese estado omnipresente.

Así pues, cuando usted descansa en la conciencia simple, clara y omnipresente, usted reaparece con las cualidades y virtudes de sus posibilidades más elevadas, como la compasión, la sabiduría discriminativa, el discernimiento, la intuición cognitiva, la presencia curativa, el recuerdo airado, las habilidades artísticas, las destrezas atléticas, las virtudes pedagógicas o algo —por qué no— tan sencillo como ser el mejor jardinero del barrio. (Dicho en otras palabras, cualquiera de las líneas del desarrollo llevada a su condición primordial, liberada de su condición post-postconvencional). Cuando el cuerpo-mente se libera de las brutalidades infligidas por la contracción sobre uno mismo, naturalmente gravita en torno a su estado más elevado, manifestado en los potenciales superiores de la mente iluminada, las grandes potencialidades de la conciencia simple y omnipresente.

De modo que cuando usted descansa en la conciencia simple y omnipresente, usted es lo no nacido, pero en la medida en que nace —en la medida en que emerja de la conciencia omnipresente— lo hará manifestando ciertas cualidades, las cualidades inherentes al Espíritu intrínseco teñidas por las predisposiciones de su cuerpo-mente y de sus talentos particulares.

Y sea cual fuere la forma de su propia resurrección, no lo hará motivado por la gran búsqueda, sino impulsado por el gran deber, por su Dharma ilimitado, por la manifestación de su potencialidades más elevadas, y entonces el mundo comenzará a cambiar gracias a usted. Y usted nunca se desalentará, nunca temerá fracasar en su gran misión y nunca se alejará de ella, porque la conciencia simple y omnipresente se halla con usted, ahora y siempre, hasta el fin de todos los mundos, porque ahora, siempre e interminablemente siempre, lo único que existe es el Espíritu, la conciencia intrínseca, la conciencia simple de esto y nada más.

Pero el viaje que conduce a lo que es empieza en el comienzo sin principio, empieza reconociendo lo que siempre ha sido así. («Si usted comprende esto, descansa en lo que comprende y eso, precisamente, es el Espíritu. Si usted no comprende esto, descansa en lo que no comprende y eso, precisamente, es el Espíritu.») Nosotros permitimos que el reconocimiento de la conciencia omnipresente aparezca, de manera amable, accidental y espontánea, a lo largo del día y de la noche. Basta, simplemente, con percatamos de que la conciencia simple y omnipresente no es difícil de alcanzar sino, por el contrario, imposible de evitar.

Así pues, seguimos haciendo esto, de manera amable, accidental y espontánea, a lo largo de¡ día y de la noche. No tardará, este reconocimiento, en crecer e impregnar los tres estados de la vigilia, el sueño y el sueño sin ensueños, evidenciando los obstáculos que fingen ocultar su naturaleza hasta que la conciencia simple y omnipresente se revele en una continuidad ininterrumpida a través de todos los cambios de estado, a través de todos de cambios de espacio y de tiempo, tras de lo cual el espacio y el tiempo pierden todo su significando manifestando lo que son, velos resplandecientes de la radiante vacuidad que usted es y pronto se desvanecerá en la belleza, morirá en la verdad y se disolverá en la bondad y no quedará nadie para testimoniar el terror, nadie para derramar seriamente sus lágrimas, nadie para inquietarse, nadie para negar lo divino, lo único que es, lo único que fue y lo único que será.

Y en una fría y cristalina noche la luna brillará sobre una Tierra silenciosa para recordarnos lo que hay detrás de todo este juego. El brillo de la Luna consumirá los sueños que alientan nuestros adormecidos corazones y el anhelo de despertar conmoverá los cimientos mismos de esa noche y usted se verá impulsado, una vez más, a responder a los más apesadumbrados de los lamentos y se descubrirá, aquí y ahora mismo, preguntándose qué es lo que realmente significa todo esto, hasta que un fogonazo traspase su mente y el sueño concluya de una vez por todas. Entonces podrá aparecer como la Luna misma y cantar los sueños de su propio corazón; entonces podrá aparecer como la Tierra misma y glorificar a todos sus benditos habitantes; entonces podrá aparecer como el mismo Sol, tan infinitamente radiante que resulta evidente. Y en ese único sabor de pureza primordial, carente de todo comienzo y de todo final, en el que no puede entrarse y del que no se puede salir, que no nace ni tampoco muere, todo es. Y el remoto sonido de una cascada es todo lo que queda de este relato, en una noche fría y cristalina bañada, en este instante, y también en éste, y en este otro, por la luz de la Luna.

Cuando el gran maestro zen Fa-ch'ang estaba muriendo, una ardilla jugueteaba en el tejado. «Esto es todo —dijo Fa-ch'ang—, nada más.»




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