miércoles, 15 de octubre de 2008

Un monje en el laboratorio.

A mi entender, existen en la práctica fórmulas para que cada uno,
en la esfera individual, modifiquemos nuestros impulsos peligrosos,
los impulsos que colectivamente pueden conducir
a la guerra y a la violencia a gran escala.
La mejor prueba que puedo aportar no son sólo las prácticas espirituales budistas sino, ahora también, el trabajo de los científicos.


Hoy vivimos tiempos en los que las emociones destructivas -la cólera, el miedo, el odio- dan pábulo por todo el mundo a problemas enormemente destructivos. Ahora que las noticias nos ofrecen a diario horribles recordatorios del poder aniquilador de esa clase de emociones, debemos preguntarnos qué podemos hacer, cada uno en su entorno, para vencerlas.

Por supuesto, esas emociones tan perturbadoras han sido siempre parte de la condición humana. Dirán algunos -ésos que tienden a creer que nada va a poder curar el instinto que nos hace odiarnos y oprimirnos los unos a los otros- que ése es ni más ni menos el precio de ser humanos. No obstante, este punto de vista puede generar apatía ante las emociones destructivas, lo que nos llevaría a concluir que la destrucción está más allá de nuestro control.

A mi entender, existen en la práctica fórmulas para que todos nosotros, cada uno en la esfera individual, modifiquemos nuestros impulsos peligrosos, los impulsos que colectivamente pueden conducir a la guerra y a la violencia a gran escala. La mejor prueba que puedo aportar no son sólo mis prácticas espirituales y el mejor entendimiento de la existencia humana de acuerdo con la enseñanzas budistas sino, ahora también, el trabajo de los científicos.

Durante los últimos 15 años, he participado en una serie de conversaciones con científicos occidentales. Hemos intercambiado puntos de vista sobre diferentes temas: desde la física cuántica y la cosmología hasta la compasión y las emociones destructivas. He llegado a la conclusión de que, si bien los descubrimientos científicos permiten un entendimiento más profundo de cuestiones tales como la cosmología, parece que las explicaciones budistas -especialmente, en las ciencias del conocimiento, de la biología y del cerebro- son capaces, en determinadas ocasiones, de aportar una nueva forma de contemplar sus propias especialidades a científicos formados en las técnicas occidentales.

Puede parecer extraño que un líder religioso se implique hasta tal punto en temas científicos, pero las enseñanzas budistas insisten en la importancia de comprender la realidad, y ésa es la razón por la que deberíamos prestar atención a lo que los científicos han aprendido acerca de nuestro mundo mediante la experimentación y la medición.

De manera semejante, los budistas cuentan con una historia de 2.500 años de antigüedad en la investigación de los mecanismos de la mente. A lo largo de milenios, muchos budistas practicantes han realizado lo que podríamos llamar experimentos sobre la forma de superar nuestras tendencias hacia las emociones destructivas.

He animado a muchos científicos a que examinaran las prácticas espirituales tibetanas más avanzadas para comprobar los beneficios que dichas prácticas pueden tener para otras personas fuera del contexto religioso. El objetivo es mejorar nuestra comprensión del mundo de la mente, de la conciencia y de nuestras emociones.

Esa es la razón por la que he visitado el laboratorio de neurociencias del doctor Richard Davidson en la Universidad de Wisconsin. Mediante aparatos que producen imágenes para mostrar lo que ocurre en el cerebro durante la meditación, el doctor Davidson ha tenido la oportunidad de investigar los efectos de las prácticas budistas en el ejercicio de la compasión, la ecuanimidad o la capacidad de percepción. Durante siglos, los budistas han estado convencidos de que el ejercicio de tales prácticas vuelve a las personas más tranquilas, más felices y más amables. Al mismo tiempo, las personas son cada vez menos propensas a las emociones destructivas.

Según el doctor Davidson, contamos en la actualidad con conocimientos científicos que permiten sostener tales convicciones. Davidson me ha dicho que la aparición de emociones positivas puede deberse a que la meditación trascendental refuerza los circuitos neurológicos que aportan serenidad a una parte del cerebro que actúa como disparadero del miedo y la cólera, lo cual sugiere la posibilidad de que dispongamos de una fórmula con la que crear una especie de amortiguador entre los violentos impulsos del cerebro y nuestros actos.

Ya se han llevado a cabo algunos experimentos que demuestran que los practicantes de las técnicas budistas son capaces de alcanzar un estado de paz interior, incluso cuando tienen que hacer frente a circunstancias extremadamente perturbadoras. El doctor Paul Ekman, de la Universidad de California, me ha asegurado que ruidos de lo más horrísono -tan fuertes como el de un disparo, por ejemplo- no conseguían alterar el ánimo del monje budista que se sometió a su estudio. El doctor Ekman afirmó que nunca había visto a nadie más que permaneciera tan tranquilo en presencia de tan grave perturbación.

Otro monje, abad de uno de nuestros monasterios en la India, se sometió a un experimento del doctor Davidson que medía sus ondas cerebrales mediante encefalogramas. Según el doctor Davidson, el abad registró un volumen de actividad en las áreas del cerebro que se asocian con emociones positivas que nunca antes apreció en ningún otro paciente.

Por supuesto, los beneficios de tales prácticas no se limitan sólo a los monjes que pasan meses y meses seguidos de meditación en retiro. El doctor Davidson me comentó sus investigaciones con personas que trabajaban en ocupaciones generadoras de un alto grado de tensión. A estas personas, que no eran budistas, se les enseñó capacidad de percepción, un estado de alerta en el que la mente no se queda atrapada en pensamientos y sensaciones sino que permite su ir y venir, como si estuviera viendo el lento discurrir de un río. Ocho semanas después, el doctor Davidson se encontró con que las partes del cerebro de estas personas que contribuyen a la formación de las emociones positivas se habían vuelto mucho más activas.

Las conclusiones de estas investigaciones son meridianamente claras: el mundo necesita en la actualidad ciudadanos y dirigentes capaces de trabajar en la línea de garantizar la estabilidad y de comprometerse a dialogar con el enemigo, con independencia del tipo de agresión o de ataque que puedan haber sufrido.

Merece la pena llamar la atención sobre el hecho de que estos métodos no sólo resultan útiles sino que además son baratos. No hacen falta fármacos ni inyecciones. No hay que hacerse budista ni adoptar ninguna fe religiosa en particular. Todo el mundo tiene la posibilidad de llevar una vida pacífica y con sentido. Cada uno en la medida de nuestras fuerzas, debemos tantear la posibilidad de convertir esa vida en realidad.

Yo me esfuerzo por llevar a la práctica estos métodos en mi vida diaria. Cuando oigo noticias desagradables -especialmente, los trágicos relatos que suelo oír de labios de mis compatriotas tibetanos- mi respuesta es, naturalmente, la tristeza. Sin embargo, al situarla en mi contexto, resulta que puedo asimilarla razonablemente bien. Además, los inútiles sentimientos de cólera, que no sirven más que para envenenar la mente y amargar el corazón, raramente surgen, ni siquiera a resultas de las peores noticias.

Por el contrario, la reflexión demuestra que la mayor parte de nuestro sufrimiento no nos lo producen causas exteriores, sino fenómenos internos como el surgimiento de emociones perturbadoras. El mejor antídoto contra estas perturbaciones resulta ser el reforzamiento de nuestra capacidad para controlar dichas emociones.

Si la Humanidad va a sobrevivir, la felicidad y el equilibrio interior resultan cruciales. De no ser así, lo más probable será que las vidas de nuestros hijos y de sus hijos sean desdichadas, desesperadas y breves. El desarrollo material contribuye, sin duda alguna, a la felicidad (hasta cierto punto) y a un confortable nivel de vida. Sin embargo, el desarrollo material no es suficiente.Para alcanzar un nivel más profundo de felicidad nosotros no podemos prescindir de nuestro desarrollo interior.

La calamidad del 11 de Septiembre de 2001 fue la prueba evidente de que la tecnología moderna y la inteligencia humana pueden llevar a una destrucción inconmensurable si las guía el odio. Unos actos tan terribles constituyen un síntoma violento de un estado de aflicción mental. Para dar una respuesta prudente y eficaz, es preciso que nos dejemos guiar por un estado mental más saludable, no sólo con el propósito de evitar que se aviven las llamas del odio sino para responder con mayor acierto. Haríamos bien en tener presente que también en este frente interior puede librarse la guerra contra el odio y el terror.



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